Por José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz
La historia nos muestra casos de ciudades que nacen y que mueren. Esos ejemplos de desapariciones urbanas responden a múltiples causas, entre ellas, catástrofes naturales, incendios devastadores, destrucciones bélicas, o bancarrotas económicas. Aunque la historia también nos ofrece otras muchas ciudades que han padecido esos cataclismos y han logrado volverse a levantar, exhibiendo una gran resiliencia. Resiliencia es la capacidad de sobreponerse ante el infortunio y por eso, la “resiliencia urbana” es la capacidad de las ciudades para recuperarse frente a los contratiempos sufridos, reinventándose y saliendo fortalecidas hacia el futuro.
Las ciudades resilientes lo son porque sus gentes resisten, pero son muchas las ruinas que nos recuerdan que no siempre es posible recuperarse. Encontramos ejemplos de ello en todos los continentes y en todas las culturas: Pompeya y Herculano (Italia) quedaron enterradas por las cenizas producidas por la erupción del Vesubio; Timgad (Argelia) sufrió la caída del imperio romano y los saqueos posteriores la llevaron a una decadencia irreversible; Angkor (Camboya) fue abandonada por el declive de la civilización que la creó y sería fagocitada por la selva; Machu Picchu (Perú) sufrió también la decadencia del imperio inca y fue incapaz de adaptarse al mundo que le sucedería; o, la estratégica Petra (Jordania), que dejó de serlo por la modificación de las rutas comerciales y de los sistemas de transporte, quedando olvidada.
Otras ciudades también sufrieron avatares muy traumáticos que estuvieron a punto de hacerlas sucumbir, pero se rehicieron. La Roma medieval abandonó la ciudad imperial y se refugió en el Campo de Marte, junto al río Tíber, menguando considerablemente y olvidando su esplendoroso pasado. Tuvieron que llegar los Papas renacentistas para crear esa “Seconda Roma” que superó las dificultades y emergió de sus cenizas como un ave fénix monumental que lideraría a la cristiandad. El caso de Lima es paradigmático, ya que la capital peruana logró sobreponerse a varios seísmos de extraordinaria magnitud, renaciendo tras ellos. Incluso en tiempos mucho más cercanos, ciudades como Rotterdam, Hamburgo o Dresde, por citar algunas, se enfrentaron a su destrucción casi absoluta durante la Segunda Guerra Mundial. Afortunadamente también sobrevivieron y se reconstruyeron, algunas mimetizando su pasado (como es el caso de las alemanas citadas) y otras, como la ciudad holandesa, reencarnándose en una nueva urbe con un planteamiento moderno.
En otra escala, y más allá de las experiencias traumáticas de las grandes ciudades, debemos recordar cómo se ha ido produciendo el paulatino abandono de muchos pequeños municipios rurales, que han quedado despoblados al no poder dar una respuesta satisfactoria a las exigencias de la vida moderna. Esta situación, que Europa ha sobrellevado en las últimas décadas es, actualmente, una de las causas de los explosivos crecimientos de las ciudades en el anteriormente llamado Tercer Mundo. Países emergentes como India, China o Brasil, están sufriendo un proceso de “urbanización” vertiginoso a la par que sus antiguas aldeas rurales se están extinguiendo.
Pero las situaciones dramáticas no han desaparecido en nuestra sociedad contemporánea. Podemos recordar el desastre que Nueva Orleans sufrió en 2005, cuando la fuerza extrema del huracán Katrina resquebrajó los diques que la protegían (la ciudad tiene buena parte de su extensión por debajo del nivel del mar) y la ciudad quedó inundada. Transcurrida más de una década, Nueva Orleans todavía no ha logrado recuperarse. Otro caso es el de Detroit, abatida por una crisis económica extraordinaria que la ha llevado casi al borde de la ruina. En este caso, los datos demográficos son demoledores ya que la ciudad, que alcanzó el millón novecientos mil habitantes en la década de 1950, vería reducida su población drásticamente: en 2010 quedaban 700.000 habitantes. Actualmente parece que hay ciertos síntomas positivos que llevan a pensar en su mejoría. O, de una forma especialmente trágica, podemos observar con estupor, en estos mismos instantes, como muchas ciudades sirias que están siendo destruidas como consecuencia de la violencia extrema del conflicto bélico que está arrasando el país. Basta citar el caso de Alepo que, antes de la guerra, era una industriosa y turística ciudad de 2,3 millones de personas y ahora se estima que pueden malvivir bajo las bombas no más de 300.000 personas.
Pero también hay riesgos “lentos” que, no por ello, dejan de ser muy preocupantes. Ciudades como Shanghai (o México D.F.) se enfrentan a un importante problema derivado de las características del suelo donde se asienta: su hundimiento físico. Durante los últimos cuarenta años, la ciudad china ha sufrido un descenso que ha llegado a dos metros en algunos puntos. Actualmente, según el Instituto de Geología de Shanghai, parece que se sitúa entre 1,5 y 2 centímetros anuales. Esto es debido al peso excesivo de los numerosos rascacielos y edificaciones en altura sobre el fondo “blando” aluvial que soporta la ciudad (prácticamente toda la urbe se ubica sobre los sedimentos que ha dejado el río Yangtsé en su desembocadura); aunque también es causado por el debilitamiento del subsuelo producido por la extracción de las aguas subterráneas, dado que las fluviales no pueden ser aprovechadas por sus elevadísimos niveles de contaminación; e igualmente, se ve afectado por la subida de las aguas marinas. Precisamente, el eventual aumento del nivel del mar derivado del deshielo de los Polos, uno de los efectos del calentamiento global del planeta, genera una preocupación considerable para muchas ciudades costeras que podrían quedar anegadas.
Disponemos de grandes avances tecnológicos para enfrentarnos a todas esas situaciones límite, pero nuestra sociedad debe reflexionar sobre los peligros que acechan a nuestras ciudades e intentar, al menos, no incrementar los riesgos, particularmente los derivados de la acción del ser humano. Porque son muchas las ciudades muertas que nos miran en silencio a través de sus vestigios para advertirnos de que, a pesar de su aparente solidez, las ciudades son frágiles y pueden caer en el abismo de la historia.
José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz son arquitectos y urbanistas. Su faceta profesional, dedicada a la transformación creativa de las ciudades y los territorios, se ve complementada con su dedicación a la docencia universitaria. Desde su blog Urban Networks realizan una labor divulgativa sobre el mundo de las ciudades y la reflexión urbanística.
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