Por José Mansilla (*)
No, esta entrada no versa sobre la famosa canción de U2, When the streets have no name, aunque no se puede decir que sea ajena a ella. En los años ochenta, el tema del grupo irlandés alcanzó los primeros puestos de las listas de éxitos en países como Irlanda o el Reino Unido con un mensaje contra el supuesto grado de estigmatización que vivían los vecinos de ciudades como Belfast por el mero hecho de vivir en una calle u otra. Para U2, perder el nombre significaba, en este caso, verse libre de un determinado tipo de identidad.
Hoy día las calles han perdido verdaderamente su nombre. También las plazas, las avenidas, los callejones, los pasadizos, las plazoletas y otros tantos rincones de las ciudades. Solo nos queda el denominado “espacio público”, un espacio finalmente sin identidad que actúa como esfera aséptica y donde parece que solo es posible plantear sociabilidades urbanas, antaño humanas, mediadas por prácticas mercantiles. Se trata, generalmente, de amplias zonas diáfanas, con escaso mobiliario urbano, profusión de verde y colores neutros, poca gente y menos vida. Solo es necesario utilizar algún famoso buscador de internet para ver lo que por tal tipo de espacio se entiende.
Afortunadamente, esta concepción de calles y plazas como higiénicos espacios destinados a la realización de la utopía de las clases medias, tiene sus excepciones en nuestra propia casa –solo hay que darse una vuelta por barrios como Sants o Lavapiés- y no consigue imponerse, por ahora, en otras partes del mundo. Grandes y dinámicas ciudades de potencias emergentes como Sao Paulo, Ciudad del Cabo o Bombay esquivan por ahora la imposición de esta determinada manera de entender los fenómenos urbanos.
Sin ir más lejos, en la citada capital económica india, donde más del 60% de la población vive en condiciones, en ocasiones, no muy dignas en barrios de chabolas o slums, todavía es posible encontrar calles plenas de vida. Como me decía Nirmal, un colega responsable de proyectos de la ONGD Mumbai Smiles/Sonrisas de Bombay, “las calles de los slums están siempre ocupadas de forma muy variada. Comienza a primera hora con las tareas cotidianas de las familias, como el acopio de agua de una fuente comunitaria, y acaba con el lavado de los platos y cubiertos de las cenas, por parte de las mujeres, ya entrada la noche”.
Y digo “todavía” porque Bombay es una de las ciudades donde, debido a las restricciones impuestas por el propio espacio –se trata de una isla-, la demanda de oficinas para empresas y los planes de construcción de centros comerciales y viviendas de gama media-alta, cuenta con unos precios del suelo más elevados a nivel global. Así, las desatadas oportunidades especulativas, a veces mediadas por los planes gubernamentales, elevan la presión sobre los habitantes de los slums de forma que estos no tienen más remedio que abandonar su residencia y trasladarse, con suerte, a alguna de las nuevas promociones que se están realizando en el área metropolitana. Para una urbe como Bombay, donde las mejores oportunidades de empleo se encuentran en el centro de la ciudad, trasladarse a la periferia significa no solo acabar con una determinada forma de vida, sino también pasar largas horas en un ineficiente transporte público a riesgo de verse privado del sustento diario.
Las calles pierden así su nombre, su identidad, su gente, pero sobre todo, pierden su vida.
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