Por Alejandro López-Lamia*
La futurología urbana se parece cada vez más a una opaca bola de cristal. Sabemos que las ciudades seguirán creciendo sin pausa en las próximas décadas. En un planeta abarrotado, donde según las Naciones Unidas los residentes urbanos llegarían a los 6.400 millones hacia el año 2050, una de las preguntas más inquietantes es: ¿En dónde vivirán los futuros habitantes de las ciudades? Sabemos también que existirán menos terrenos urbanizables, un mayor número de personas buscando oportunidades en las urbes para mejorar sus condiciones de vida y un déficit habitacional que no dará treguas frente al incremento poblacional, a menos que se materialice un cambio sustancial, tanto en aspectos tecnológico-constructivos, como culturales, económicos y regulatorios.
Para muchas familias la residencia ideal sigue siendo una casa o apartamento edificado con materiales sólidos, mucha luz natural, techos altos, una importante sala comedor y cocina, varias habitaciones, con un amplio garaje y bodega, seguridad privada y vastos espacios verdes. Este imaginario se vincula a contextos demográficos, socioculturales y económico-financieros que mutarán hacia mediados de siglo. Con una esperanza de vida alrededor de los 80 años y la transformación de los valores familiares tradicionales, los jóvenes preferirán permanecer solteros por más tiempo, tener hijos después e invertir más en sus prioridades personales que en propiedades familiares, algo que ya está ocurriendo.
Se estima también que entre los 40 y 50 años de edad, la tasa de divorcios seguirá siendo significativa, lo que llevará a la conformación de nuevas familias, más pequeñas, derivadas de segundas o terceras nupcias. Por otra parte, la cantidad de adultos mayores continuará acrecentándose en casi todos los países. Esto implicará afrontar necesidades habitacionales y proveer servicios especiales para este importante sector social, al que con suerte, nos incorporaremos indefectiblemente tarde o temprano.