Juegos con tiza en las calles de Prospect Place, Brooklyn, 1950. Fotografía de Arthur Leipzig. Universidad de Yale, fondos fotográficos a disposición libre del público.
Por José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz *
La relación entre la ciudad y los niños, que en otros tiempos fue muy intensa gracias al juego infantil que ejerció como motivo conductor, se encuentra actualmente en estado crítico. Las siguientes líneas son una reivindicación para que nuestras urbes consideren en su diseño las necesidades de sus más pequeños ciudadanos.
El juego es una actividad imprescindible para el ser humano y que resulta fundamental durante su infancia. Para los pequeños, es una dedicación placentera y divertida con la que, inconscientemente, cumplen una misión sociabilizadora trascendental, ya que, bajo su apariencia inocua, el juego constituye un aprendizaje esencial, una simulación por la que los niños van adquiriendo conciencia del mundo que les rodea. El juego es una interpretación sobre comportamientos, que educa y prepara a los futuros ciudadanos, experimentando reglas y límites, aprendiendo a cooperar, a plantear estrategias, a ganar y a perder, a descubrir vocaciones y recrear profesiones, etc. Y en estas prácticas, el espacio urbano ha sido un escenario primordial.
Porque hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los niños jugaban en la calle, y lo hacían solos. Sus padres les advertían de que tuvieran cuidado para no hacerse daño y los dejaban ir sin mayores precauciones. Entonces, pandillas de niños se lanzaban a la exploración de su entorno próximo, porque no solían alejarse demasiado de su centro de referencia, cuyas calles eran su improvisado patio de juego. El niño se adentraba así en territorios ignotos para descubrir la complejidad social y la diversidad que existía más allá de su entorno familiar. El espacio urbano se prestaba como escenario para el juego, recibiendo un beneficio colateral, porque, en sus idas y venidas, los niños comenzaban a apreciar la ciudad. Se instruían en sus condiciones, aprendían a orientarse, se ejercitaban en su funcionamiento y demás consideraciones prácticas, pero también se establecía una vinculación afectiva con el espacio. Los niños, gracias a su fantasía desbordante y a una mirada impregnada de imaginación y emotividad, convertían las calles en escenarios mágicos que quedaban indeleblemente fijados en su cabeza. Por eso, los lugares frecuentados en la infancia conservan durante toda nuestra vida un halo especial, y la memoria del adulto rescata los recuerdos atesorados en cada lugar para actuar, a la manera de las migas de pan de Pulgarcito, como una guía emocional de regreso “a casa”.
Pero hubo un momento en el que las calles se volvieron inseguras para los niños. Los peligros que les acechaban aumentaron (o al menos la percepción de los mismos). Además, esta percepción de riesgo se agravó porque nuestra sociedad ha elevado a los niños desde la categoría de príncipes a la de reyes, implicando una sobreprotección que provocó un éxodo infantil que concluiría con su desaparición del espacio urbano. Las calles cedieron el protagonismo absoluto al automóvil incrementando la probabilidad de accidentes y también se instaló un temor hacia perturbados “hombres del saco”, que siempre han estado presentes pero que, ahora, los medios de comunicación llevan a primera plana cada vez que actúan y la sociedad es más consciente que nunca de su existencia.