Por José Mansilla (*)
En el libro La ciudad de los niños, el psicopedagogo italiano Francesco Tonucci apuesta por reforzar el proceso de aprendizaje escolar –en cuestiones como el fomento de la autonomía infantil o la capacidad para relacionarse entre iguales, por ejemplo- utilizando la propia calle para ello. Para Tonucci, las ciudades, sobre todo aquellas del orbe occidental, aunque no solo, se han vuelto hostiles para niños y niñas por diversos motivos. Entre estos podríamos citar la dictadura que el coche ejerce sobre los espacios urbanos, pero también la puesta al servicio del proceso de acumulación capitalista de aceras, plazas y plazoletas, descampados, soportales y arcadas, espacios que, no hace tanto tiempo, eran testigos del reinado de niños y niñas sobre nuestros barrios y ciudades. Y aunque algunas urbes, como Barcelona, de forma totalmente desafortunada, han intentado establecer pautas para que la chiquillería vuelva a tomar las calles, a día de hoy esto aparece como una batalla perdida.
Ahora bien, hablar de chiquillería en general podría ocultar parte de la realidad del problema y, por tanto, dificultar una aproximación eficiente a la búsqueda de soluciones y al planteamiento de alternativas. Los niños y las niñas no viven en igualdad de condiciones el espacio urbano, sino que se encuentran limitados, entre otros elementos, por cuestiones de género. Y no solo, como se encargó muy bien de recordarnos la antropóloga Helena Fabré en un reciente artículo, por la falta de libertad de la mujer joven para moverse libremente por la ciudad, por el dominio del niño -en masculino- sobre el mundo del juego, o por el destino asignado a las niñas, ya desde pequeñas, al ámbito de lo privado –tareas relacionadas con los cuidados, etc.-, sino también, y relacionado con esto último, por las dificultades que éstas tienen para acceder, en igualdad de condiciones, al mundo escolar y, por tanto, a su educación y su futuro.