Simetrías

Simetrías

Los caprichosos movimientos de los planetas en el cielo del ocaso no tienen sentido hasta que inclinas la cabeza y comprendes que el suelo que pisas es otro planeta más. El mundo es confuso y farragoso, pero entender las cosas suele ser cuestión de mirarlas desde el ángulo adecuado.

Sobre el autor

Javier Sampedro

Javier Sampedro. (Madrid, 1960) es doctor en biología molecular. Hasta 1993 se dedicó profesionalmente a la investigación genética, primero en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid, y después en el Laboratory of Molecular Biology del Medical Research Council en Cambridge. En 1994 se recicló como periodista y ha sido durante 15 años redactor de El País. Buen dibujante y mal guitarrista de jazz, su lema es: "Si no les gustan tengo otros".

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Entendiendo a Barbara

Por: | 28 de diciembre de 2011

Flores

Center for Genetic Resources Information, Instituto Nacional de Genética de Japón

HM nunca supo la crucial contribución que había hecho a la neurología. En 1926, cuando tenía siete años, sufrió un aparatoso accidente de bicicleta que le causó una epilepsia intratable. A los 27 años, y no sabiendo ya qué hacer, sus médicos le derivaron al hospital de Hartford, donde el neurocirujano William Scoville le extirpó el hipocampo, una pequeña estructura sepultada en lo más hondo del cerebro sobre cuya función cundía por entonces el más embarazoso de los desconciertos. ¿Era el hipocampo la sede de la percepción olfativa? ¿Estaba implicado en la inhibición del comportamiento? O espera un momento, ¿no tendría que ver más bien con la ansiedad? Un palo de ciego tras otro hasta que HM cayó en la mesa de operaciones de Scoville.

La resección del hipocampo fue un éxito en un sentido estrecho --en efecto alivió la epilepsia del paciente--, pero eliminó casi por completo su capacidad para generar nuevas memorias. La cirugía de Scoville estableció sin margen de duda que el hipocampo tiene un papel central en el aprendizaje y la formación de memorias. Un dato neurológico crucial que HM, por razones que ahora resultarán obvias, nunca pudo llegar a conocer. O no por más de tres segundos.

El medio siglo de investigación que ha transcurrido desde entonces no ha dejado de generar revelaciones y destruir dogmas. La formación de memorias en el hipocampo, sabemos hoy, no solo está asociada a cambios estructurales, como la remodelación de las sinapsis, o conexiones entre neuronas, sino también a la producción de neuronas nuevas en los individuos adultos, un hecho que se creía imposible hasta hace unos años. Y que de hecho lo es en la mayoría de las zonas cerebrales: el hipocampo es una de las escasísimas estructuras cerebrales que genera nuevas neuronas a lo largo de la vida adulta. ¿Nuevas neuronas, nuevas memorias? Mete la primera y vamos a ver qué hay de esto.

La mayoría de los datos relevantes provienen de estudios con ratones. Por ejemplo, estimular la producción de neuronas en el hipocampo (neurogénesis, en la jerga) mejora la memoria espacial y la discriminación entre escenas parecidas (pattern separation, en la jerga). Las nuevas neuronas provienen de células madre neurales: unas células que ya se han comprometido a formar parte del cerebro, pero que conservan la suficiente inmadurez para seguir proliferando y produciendo neuronas de distintos tipos. Los factores que estimulan su producción son los mismos que promueven el desarrollo del sistema nervioso embrionario (con nombres como Notch, hedgehog y Wnt, nacidos de la genética de Drosophila).

Las células nuevas no inventan circuitos originales, sino que se integran en los preexistentes. Tienen, sin embargo, una mayor plasticidad sináptica. Su eliminación en ratones estropea el aprendizaje de la navegación espacial, y su retención en la memoria a largo plazo. También la discriminación entre distintos patrones visuales y la reorganización de los recuerdos que normalmente fluye desde el hipocampo hasta otras estructuras cerebrales. La hipótesis que ha ganado más fuerza últimamente es que las nuevas neuronas del hipocampo se especializan en el tipo de experiencias que el adulto está viviendo en esa época, y que por tanto hacen contribuciones únicas al aprendizaje y la memoria de esas situaciones específicas. Que estos nuevos circuitos sean mucho más flexibles que los antiguos sugiere que la plasticidad no es un atributo general del cerebro adulto: se restringe a los circuitos nuevos, y por tanto permite a los antiguos preservar lo que ya habían aprendido.

Las investigaciones más recientes dejan pocas dudas de que la reducción de la neurogénesis en el hipotálamo no solo está asociada al alzheimer, sino que lo precede. Todos los genes conocidos de propensión al alzheimer afectan a la producción de nuevas neuronas. Los ratones con algunas de estas variantes genéticas gastan muchas de sus células madre neuronales en el individuo joven, que por tanto se queda sin ellas en la edad madura.

¿Por qué el hipocampo sigue generando nuevas neuronas cuando el resto del cerebro ya no lo hace? Nadie lo sabe aún, pero hay un nuevo dato muy llamativo. El equipo de Fred Gage, del Instituto Salk de California, ha identificado 7.743 saltos de transposones en el hipocampo de tres personas. Los trasposones son elementos genéticos --trozos de ADN-- capaces de saltar de un lugar a otro del genoma. Cuando un salto ocurre en una célula madre neuronal, todas sus descendientes forman un clon de neuronas genéticamente distintas del resto, como los puntos de distintos colores de las mazorcas de maíz.

"El hipocampo parece estar predispuesto a las transposiciones somáticas", dice Gage, "lo que es llamativo, ya que su zona subgranular es una fuente importante de neurogénesis adulta; esto es coherente con la hipótesis de que la transposición está relacionada con la plasticidad neuronal".

Al fin alguien ha entendido a Barbara McClintock.

 

Maíz

 Robert Martienssen, Cold Spring Harbor Laboratory

 



Malas compañías

Por: | 20 de diciembre de 2011

Malas compañías hongkong

Cuando llegué a Hong Kong aquel otoño nunca había oído hablar de la h de Higgins. Fue Abrojo quien se plantó en mi apartamento a unas horas indecentes y me habló de ella por primera vez, no sé por qué se me quedó grabado el gesto exacto que puso al pronunciar aquella h en su educado inglés de hombre de mundo. Dijo que era un nuevo y elegante algoritmo capaz de descubrir estructuras ocultas en las masas de datos que acumula la red sobre la gente. Dijo que podía leer la mente de cualquier persona sin más que echar un vistazo experto a sus conexiones en las redes sociales. Cuando le mandé a hacer puñetas con la esperanza de que se cabreara como una mona y se largara a su casa, me soltó a modo de respuesta:

--¿Qué sabe usted de mí en realidad, Becerra?

--Dios nos acoja, ahora se nos viene encima la fase psicoanalíca --respondí con intención injuriosa; por entonces pensaba, erróneamente, que Abrojo era porteño.

--Vamos, Becerra, ¿qué sabe de mí, o qué cree que sabe?

--Creo que Abrojo no es su verdadero nombre, aunque guarda con él cierta relación que aún no he determinado. Creo que su pelo blanco es teñido, que su voz ronca es impostada y que sus gafas no están graduadas, y que por tanto intenta aparentar más edad de la que tiene. El precio de su camisa y el mal gusto con que eligió su color me indican que su situación económica ha mejorado de manera súbita y bastante reciente. Y aun admitiendo que ello puede tener relación o no con la desaparición de su mujer, creo que pocos idiotas apostarían por lo segundo.

--Andá --respondió sin perder la sonrisa y voseando de una forma teatral-- y encendé ese portátil antediluviano que tenés allá estacionado a ver si os enterás de algo de una macanuda vez.

Fue justo entonces cuando me di cuenta de mi error. Ningún porteño diría 'de una macanuda vez'. Si acaso diría '¡qué lo parió!', 'mandate mudar' o alguna de esas dobles negaciones que tanto le gustaban a Burgess, como 'no es imposible'. Pese a ello le obedecí, caminé hasta la mesa del ventanal y arranqué mi Packard Bell modelo 2006 tuneado tras sacudirle las hebras de tabaco de encima del teclado.

--A Facebook --dijo Abrojo como quien le da una dirección al taxista. Abrí Facebook y busqué Abrojo. Había 37.

--Ponga Raimundo Abrojo --precisó dejando de pronto de vosear. Entramos en su página. Allí estaba su foto de perfil, sin canas, sin gafas y sin esa mueca resabiada que su versión de carne seguía exhibiendo a modo de sonrisa. Hice ademán de ir a abrir su perfil, pero él me detuvo:

--El perfil no, Becerra, abra usted mi lista de amigos.

Cuando lo hube hecho Abrojo empezó a explicarme todo sobre él, o mejor, sobre cómo yo podía leer su mente a través de sus amigos en Facebook: Social selection and peer influence in an online social network, la investigación de Kevin Lewis, Marco González y Jason Kaufman, de la Universidad de Harvard, que se publicaba ese mismo día en la edición eléctrónica de PNAS. El algoritmo oculto, la h de Higgins.

Lewis, González y Kaufman habían seguido la actividad en Facebook de 1.640 universitarios durante los cuatro años de carrera, y habían encontrado que los estudiantes con gustos similares en cine y música tienden a hacerse amigos en la red social. El efecto era bastante específico, porque no ocurría con los gustos literarios. Y no se debía a la propagación de nuevas modas entre amigos que ya lo eran antes, sino a la tendencia a hacerse amigos de la gente que ya tenía antes esos gustos. Dios los cría y ellos se juntan.

Malas compañías mapa música
PNAS

En cuanto percibí que la película más admirada entre los amigos de Abrojo era La ventana indiscreta, la luz se abrió en mi mente. Pero cuando me di cuenta de que Raimundo Abrojo no era más que una traducción literal de Raymond Burr era demasiado tarde: Abrojo ya se había abalanzado sobre mi cuello y me estaba asfixiando. Por fortuna pude ver con el rabillo del ojo que la segunda película favorita de sus amigos era Crimen perfecto y pude alcanzar con la mano las tijeras de coser que había dejado sobre la mesilla.

La h de Higgins no se llama así. Ni siquiera es un algoritmo, sino un McGuffin. Yo tampoco me llamo Becerra. Mi nombre es Chandler, y soy un algoritmo para componer novelas policiacas.

Malas compañías chandler

Agudo claro chico pincho arriba

Por: | 15 de diciembre de 2011

Sinestesia

¿De dónde vienen las metáforas? A veces del talento poético, a veces del tejido nervioso. Una de sus fuentes más enigmáticas es la sinestesia, o situación en que la estimulación de un sentido crea una percepción automática en otro. La más común asocia colores a signos escritos, como en esta estrofa de Rimbaud:

"A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul

Algún día descifraré vuestros nacientes orígenes".

La segunda forma más común de sinestesia asocia colores con días de la semana, como domingo verde. Otras afectan en distintas combinaciones a las notas musicales, los olores y los dolores, a las formas o a las texturas, a la posición en el espacio, al tamaño de las cosas y qué sé yo qué más: por ahora se han clasificado unos 60 tipos de esta condición.

Rimbaud y Baudelaire eran sinestetas, como Wagner y Liszt, Scriabin y Messaien, Kandinsky y Hockney, Poe y Nabokov, y al menos dos científicos: Nikola Tesla y Richard Feynman (a quienes algún día podremos citar sin el nombre de pila, como al resto). Esta lista no llega a demostrar que la sinestesia sea la madre de todas las metáforas, pero sí que lo deja a uno medio mosca y como hurgando en su cabeza en busca de los nexos ocultos que se le habían escapado hasta ahora.

Y tal vez la búsqueda no sea en vano, después de todo. Según las investigaciones neurológicas recién publicadas por científicos de las universidades de Oxford y Berlín, los sinestetas son solo casos extremos de un fenómeno que compartimos la generalidad de las personas. Pese a todas las diferencias de detalle que uno quiera catalogar, todos los humanos compartimos la tendencia a asociar las notas agudas con los colores claros, los tamaños pequeños, las formas más picudas y las posiciones más altas en el espacio (lo que justifica el título de esta entrada). No son asociaciones aprendidas, ni condicionadas por la cultura, sino inconscientes y automáticas. Y ni siquiera parecen peculiaridades humanas, puesto que las compartimos con los chimpancés.

¿De dónde vienen las metáforas? A veces del talento poético, a veces del tejido nervioso, y a veces de la noche evolutiva de los tiempos.

 Pórtense azul los lectores.

 

La forma hace al monstruo

Por: | 12 de diciembre de 2011

Anomalocaris_reconstruction

 

Ilustración de Katrina Kenny, Universidad de Adelaida

Ahora la tenemos tomada con las agencias de calificación, pero cada época inventa sus depredadores: la conspiración judeomasónica en la Arcadia franquista, la administración de justicia en la Inglaterra dickensiana, el recaudador feudal, el emperador Nerón, el tiranosaurio rex.

El precursor de todos ellos fue el Anomalocaris de la imagen de ahí arriba -tomada de su última aparición en la revista Nature-, una fiera corrupia de pomposas fauces, nadar aparatoso, mirada torva y con más dientes que el caballo de Gargamel. Fue la primera cosa con un metro de eslora que inventó la evolución, y terror de trilobites a juzgar por las muchas cáscaras de estos que dejó en sus deposiciones.

Si esa especie de trompas que le salen al morlaco por mitad de la frontal le han parecido al lector un par de langostinos, ningún experto podrá reprochárselo. Eso es justo lo que pensó su descubridor, el famoso paleontólogo norteamericano Richard Walcott. Se encontró una trompa suelta en 1928 y la clasificó como un fósil del primer crustáceo del planeta. La verdad es que se parece un montón a una gamba. La siguiente imagen es mi propia versión, admitidamente naïf, de la trompa del Anomalocaris:

 

Anomalocaris

 

Y no, no es que yo tenga la paciencia del santo Job. Para hacer eso basta dibujar uno de los segmentos, por ejemplo el más grande de arriba, o el más pequeño de abajo, o cualquier otro que te vaya bien. El resto es puro control C control V, porque todos los segmentos tienen exactamente la misma forma, y solo difieren en el tamaño y en el ángulo de rotación. Esta es la marca de fábrica de una de las curvas más notables de cuantas ha descubierto la geometría: la espiral logarítmica, que aparece con aún menos disimulo en la siguiente imagen:

Double log spiral

 

 

Los humanos necesitamos 5.000 años de investigación matemática para inventar la espiral logarítmica, pero la evolución tardó muy poco en descubrirla. Anomalocaris es uno de los personajes estelares de la llamada explosión cámbrica, la aparición relativamente súbita (en términos geológicos) de todos los grandes grupos animales que pueblan la Tierra desde entonces, como los anélidos (lombrices segmentadas), los artrópodos (insectos, arañas, crustáceos), los moluscos (lapas, mejillones), los equinodermos (erizos y estrellas de mar) y los cordados a los que pertenece el amable lector.

Esa explosión de creatividad biológica ocurrió hace unos 540 millones de años, al inicio del periodo cámbrico, y después de 3.000 millones de años de aburrimiento en que el registro fósil solo muestra evidencias de microbios unicelulares. La explosión cámbrica fue la invención de la geometría: de las formas en que las células individuales pueden organizarse en una sociedad coherente y autoconsistente.

Una de las espirales logarítmicas más famosas es la concha del nautilus. Como circulan por la web algunas opiniones escépticas sobre este hecho, decidí ayer comprobarlo por mí mismo y, como puede verse en la siguiente figura, el ajuste de la concha a la curva es casi perfecto:

 

 

Nautilus log

 

También nuestro sistema musical consiste en una espiral logarítmica. En esta imagen, los radios representan la frecuencia acústica de las 12 notas de la escala, de un do al siguiente do:

 

 

Diatonic scale 1

 

 

 

No deja de ser curioso que la cóclea del oído sea también una espiral logarítmica, pero eso es otro cantar. Pórtense bien los lectores y hasta la próxima.

 

El País

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