Harald Szeemann (1933-2005) en una imagen de 2001, cuand dirigió la 49ª Bienal de Venecia. Foto Ricardo Gutiérrez
Hace tiempo alguien escribía cómo había que desconfiar de los críticos sin fortuna personal. Dejando a un lado este tipo de acusaciones malpensadas y en general falsas, está claro que el poder de la crítica ha sido durante mucho tiempo inmenso en ese contexto artístico complicado -y no exento de manejos- que denunciara Martha Rosler en un artículo aparecido en Exposure en 1979. El lúcido Mirones, compradores, vendedores y creadores: reflexiones en torno al público planteaba la desconfianza de la artista hacia todas las partes del polinomio arte, incluidos los coleccionistas, galeristas, patronos y directores de museo, etc... En su repaso tampoco salía nada bien parada la crítica, epitomizada por las revistas especializadas que terminaban por ser el lugar desde el cual se establecían –o se apoyaban más bien, pues eran “asalariadas” del poder y del dinero, traslucía Rosler- las modas en el mundo del arte.
Ahora, tantos años después, las cosas han cambiado y mucho. Me atrevería incluso a decir que la crítica ha perdido buena parte del poder que históricamente ha tenido a la hora de refrendar los vaivenes del gusto. Si desde Baudelaire a Clement Greenberg los críticos han tenido el poder de subir y bajar nombres, si el crítico de The Village Voice en sus años dorados Gary Indiana,fue capaz de poner a los Starn Twins –que no sé dónde estarán ahora, por cierto- en el supermapa sólo con decir “no vayan a ver la exposición, corran a verla”, en el momento actual la crítica ha sido sustituida por los comisarios. Pero no por unos comisarios cualquiera, que esos abundan por doquier, sino por los llamados “comisarios estrella”, una categoría a la cual cuesta mucho acceder y que es el lugar en el que se configura el pauténtico poder en el mundo del arte actual.
Great Deeds Against the Dead, de Jake y Dinos Chapman, obra incluida en la exposición Sensation, en el Museo de las Artes de Brooklyn, Nueva York, en 1999
Son esos “comisarios estrella” los que “descubren” artistas y los consagran, los que recorren el mundo en busca de nuevos talentos para llevarlos hasta los centros de poder internacional –bienales, museos, etc... De este modo, si los jóvenes artistas antes soñaban con que el crítico de moda se fijara en ellos durante la exposición, ahora sueñan con que el “comisario estrella” se fije en su dossier para la eventual selección que acabará en una muestra. Da igual lo que el crítico piense más tarde, al verlo: la decisión se toma antes.
De hecho, todo ocurre en las exposiciones, si lo piensan un momento. Ya nadie recuerda artículos o libros esenciales, sino grandes muestras. Desde Sensation hasta la Bienal de Venecia de Robert Storr, el mundo del arte se mueve en torno a los eventos internacionales. Y esto, me parece, plantea algunos peligros porque las cosas acaban por ir demasiado deprisa, con poco tiempo para pensar o sin el sosiego necesario que requiere escribir un texto sobre determinada cuestión. Así, no son pocos los comisarios que raramente escriben textos para sus exposiciones o que escriben textos de puro compromiso, quizás porque su trabajo no es la reflexión sobre los hechos, sino el modo en el cual los hechos se concretan: la elección, el ojo. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo puede esto afectar al futuro del arte contemporáneo en el cual las funciones entre quien elige y quien reflexiona sobre la elección misma están separadas a veces, se diría?
Este cambio de paradigma me da que pensar porque la aparición de los comisarios y comisarias como motor real del mundo del arte puede terminar por caer en un discurso algo menos estructurado que el proponía la mejor crítica tradicional. Si pensamos en Greengerg o Rosenberg o Henry Geldzahler, por citar tres clásicos y padres de la crítica contemporánea, queda claro que, además de sus gustos o sus miradas, han perdurado como textos memorables para el futuro. Ahora las cosas van más deprisa, decía. Y funcionan de otro modo, más fracturado. Igual soy una de estas nostálgicas y pasadas de moda, pero no estaría de más volver a textos “a la Greenberg” a ratos.
Hans Ulrich Obrist (izquierda) entrevista al artista Isaac Julien en el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de ALvear, Cáceres. Fotógrafo: Luís Asín
Quizás porque las cosas han cambiado, uno de los comisarios más reputados en el momento actual, Hans Ulrich Obrist, ha decidido plantear sus libros como entrevistas. Hace años que ha empezado este proyecto, haciendo entrevistas a los artistas más relevantes de diferentes países, una especie de colección de opiniones que quedan grabadas para la historia. Ese formato de entrevistas fue el propuesto para la inauguración de la Fundación Helga de Alvear, en Extremadura, hace un par de años y que acaba de publicarse como Conversaciones en Cáceres. En el libro se recogen las conversaciones de apenas quince minutos que Obrist mantuvo con artistas de la estupenda colección de Helga de Alvear –desde Santiago Sierra a una maravillosa Helena Almeida. Entre las entrevistas breves se va desgranando un mapa de la propia colección y del proyecto del museo que comentan los responsables de la rehabilitación del edificio, Tuñón y Mansilla. Leídas las reflexiones después de la reciente desaparición de uno de los dos socios, la lectura termina por ser, al menos para mí, muy melancólica. Se trata de un libro plagado de momentos especiales, sobre todo por la calidad de los artistas entrevistados, llenos de talento en la gran mayoría de los casos.
No es el único libro de Obrist aparecido entre nosotros en fechas recientes. Breve historia del comisariado, publicado por Exit en 2010 -y un éxito rotundo- recogía algunas de esas entrevistas con grandes comisarios y teóricos, desde Lucy Lippard hasta Harald Szeemann. Se ha convertido, casi seguro, en el libro de cabecera de los aspirantes, aunque no sé si se puede aprender a ser “comisario estrella”, si bien desde luego la infrahistoria de muchos de estos grandes profesionales da una idea clara de la práctica. Además, al final, el formato de las entrevistas tiene una cualidad inesperada: hablando con otros uno acaba por decir lo que nunca escribiría en un artículo firmado. O al menos eso me parece en este libro.