Llave tallada por el cerrajero de Ciudad Juárez, Antonio Hernandez Camacho, para Las llaves de la ciudad, una acción de Teresa Margolles en 2011
Por María MInera
Para quienes no la conozcan, Teresa Margolles es una artista que se ocupa de lo que ella misma define como “la vida del cadáver”. Los que sí la conocen, saben que no es lenguaje figurado: su obra, en efecto, involucra cadáveres, aunque cada vez lo haga de un modo más sutil. Atrás quedan las piezas más desafiantes y, sin duda, estremecedoras, como Entierro (1999): una escultura sarcásticamente minimal (lo que vemos es un pulcro bloque de cemento blanco) que sin embargo acoge en su interior los restos de un aborto involuntario, o Lengua (2000), en la que la artista literalmente nos muestra la lengua, con piercing y todo, de un joven cantante de punk asesinado (que, nos dice la artista: “sigue hablando más allá de la muerte”). Detrás de la provocación (que la hay, sin duda), estaba el intento de Margolles (ella misma técnica forense) de mostrar que la acumulación, irrefrenable, de cadáveres en los depósitos públicos es una respuesta directa a la violencia política y social. Esa sigue siendo su principal preocupación; sin embargo, su obra reciente hace un uso mucho más silencioso, aunque igualmente brutal, de los restos humanos. Más que cuerpos, lo que exhibe últimamente –por ejemplo, en la pasada Bienal de Venecia (la acción que se ve en la foto de la derecha, más abajo, unos colaboradores bordan las consignas y amenzas de los asesinos narcos, en telas empapadas de sangre de las ejecuciones)– son sobre todo los rastros que deja la violencia cotidiana (cuando cotidiano en algunas zonas de México puede ser una ráfaga súbita de ametralladoras): sangre en el pavimento, vidrios estrellados, mensajes amenazantes.
Es importante decir que el trabajo de Margolles en absoluto es una inserción de última hora en lo que el escritor Juan Villoro ha denominado “la nueva gramática del espanto”, refiriéndose así a la guerra difusa pero por demás sangrienta que tiene lugar en México desde hace seis años. Por el contrario, la obra de Margolles debe ser vista como una reflexión larga e ininterrumpida acerca de un asunto por demás universal: la muerte o, más específicamente, lo muerto. No son las pavorosas estadísticas que arrojan cada día los periódicos desde que diera comienzo la llamada “Guerra contra el narcotráfico” las que impulsan sus consideraciones estéticas. Lo que ocupa a Margolles, y desde hace ya cerca de veinte años, va más allá de la aritmética: lo suyo es la materialidad de la muerte: “Aquí vamos a lo singular, no a lo general”, dice la artista, “no vamos a hablar de cifras sino de la importancia de un solo muerto, del vacío que deja un solo asesinato […], de la tragedia que esto representa”. Esto es, más que tratarse de mera especulación, el trabajo de Margolles es una exploración que tiene lugar en el registro de lo tangible o, por lo menos, de lo verificable, de lo genuino: no es lo mismo estar en un cuarto lleno de vapor –un sauna, digamos– que saber que ese vapor proviene del agua con la que se lavan los cuerpos en la morgue. Y es precisamente ahí, en la institución forense, donde dieron inicio sus investigaciones que, ya lo decíamos, han dado paso con el tiempo a expresiones que más que sacar a la luz las pruebas de lo ominoso (la muerte al desnudo, diríamos), lo evocan a partir de lo que la artista llama “lo que queda”: los residuos, despojos y escurriduras que dejan las muertes violentas.
Ahora, es indudable que entre la violencia de los inicios de su carrera y la que predomina en este momento en el país hay una diferencia, además de cuantitativa, tipológica, a la que Margolles no ha sido del todo indiferente. En los últimos años, las batallas entre los distintos cárteles por el control del mercado negro se han visto reforzadas por una teatralidad hasta ahora inédita. En este nuevo escenario, donde los sucesos se confunden con simulacros, Margolles ha debido replantear sus procedimientos artísticos: comenzando por el abandono de la morgue como taller. Cuando las ejecuciones del narcotráfico perdieron su carácter subterráneo e invisible, dejó de ser posible actuar en base a una redundancia del depósito de cadáveres (ahora sobrepasado): el recurso de la presentación directa de lo muerto (de piezas como la temprana Dermis, de 1996, en la que el colectivo SEMEFO manipuló entrañas de caballo para forrar un juego de sillones), cede entonces su lugar a manifestaciones que se cuidan de reproducir las maneras ostentosas del narcotráfico. De ahí que su atención se centre cada vez menos en generar situaciones de cercanía con los cuerpos sin vida y más en los espacios públicos que fueron escenario de hechos violentos. Si antes se ocupaba de hacer visible lo que para el espectador común permanecía del todo velado (lo que sucede dentro de la morgue), ahora –frente a la extrema visibilidad de la violencia en el entorno– recurre a una representación de corte simbólico (no puede decirse que la presentación, digamos, literal, de la lengua de un muerto sea estrictamente simbólica –incluso aunque se trate de la parte de un todo ausente–, ya que es, si cabe, demasiado humana como para operar en base a una mera proximidad semántica.
Un aspecto del montaje de La promesa, de Teresa Margolles en el MUAC
Y es en este registro donde se inscribe La promesa, una instalación de gran formato que actualmente presenta en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la ciudad de México (MUAC). Una de las consecuencias directas de la guerra contra el narcotráfico (como cualquier otra guerra) ha sido el desplazamiento forzado de la población, que en algunos casos a llegado a dejar vacías aldeas enteras, especialmente en el norte del país. Margolles se centra aquí en el caso de Ciudad Juárez, una de las entidades más afectadas por la violencia (y desde hace muchos años), donde se calcula que más de ciento quince mil viviendas han quedado en el abandono. Y es precisamente una de ellas la que conforma el núcleo de esta nueva pieza. Margolles consiguió traer en camiones a la ciudad de México los muros, ventanas, techos y pisos de una de estas casas deshabitadas, para después triturarlos cuidadosamente y formar con toda esa tierra una enorme muralla que pudiera atravesar la sala más grande del MUAC. “Da lo mismo por qué abandonaron la casa”, dice la artista. “Nadie abandona su casa por gusto. Este es un ejemplo de lo que pasa en el país”. Y esa debacle no es posible representarla de otro modo que no sea a través de lo que queda: el vacío dejado por las personas. La instalación forma parte de una larga investigación que Margolles inició hace años en Ciudad Juárez, lugar que pasó de ser un sitio de mero tránsito (como lo son casi todas las poblaciones fronterizas) a volverse, en los años setenta, el centro absoluto de la maquila (como se conoce en el México a la producción de las fábricas), con sus filas interminables de casas de interés social. Esa, para Margolles, es la promesa que se rompió, pues de ser una tierra de oportunidades para los trabajadores, acabó convertida en una tierra de nadie, donde las muertes son pan de cada día.
Voluntario trabajando en la pieza La promesa, de Teresa Margolles en el MUAC
La obra tiene, además, un componente performativo –casi podríamos decir ritual– que consiste en que todos los días, durante una hora, un grupo de voluntarios intenta desmoronar con las manos el muro de escombros para cubrir el piso de la sala con los residuos que resultan de la acción. Para Margolles, la delicadeza con la que debe llevarse a cabo esta labor de seis meses es exactamente contraria a la violencia que produjo el abandono y convirtió a la casa de golpe en un cascarón vacío. “Con el paso de los días y la intervención diaria”, explica la artista, “los fragmentos de la casa se van a ir consumiendo y perdiendo, como se han perdido todas aquellas promesas que a diario vemos en los miles de letreros propagandísticos que te ofrecen un bienestar que no llega”.