Sin título, de Nasreen Mohamedi.
¿Se han fijado? Por mucho que nos esforcemos, a menudo cuesta ver algo distinto cuando decidimos ir de exposiciones. Echemos un vistazo a los principales museos de las principales ciudades europeas y norteamericanas en estos últimos meses, incluso años. La sorpresa –o más bien la falta de sorpresa- es flagrante: en todas partes se exponen las mismas cosas y semejantes artistas o, por lo menos, cosas y artistas muy parecidos. La mirada se siente, así, atrapada en lo idéntico, una forma como otra de manipular a los espectadores, de negarles el derecho a decidir qué les gusta y qué no les gusta; de negarles, en primer lugar, pluralidad en la información. Ya se sabe que vivimos en una sociedad que prefiere conocer a reconocer, pero ¿no es esta maniobra insólita, exponer siempre lo mismo, hablar siempre de lo mismo, cierta estrategia para ocultar datos?
Porque se prima el reconocimiento frente al conocimiento, supongo, a cada rato vuelve a salir a la superficie ese “ismo” o ese autor ultravisto: emerge como un viejo remordimiento o vicio absurdo, diría Cesare Pavese. Deben ser las clásicas estratagemas del poder que nos prefiere felices y banales, prendidos de lo que se reitera sin otra misión que perpetuarse. Aunque remordimiento no me parece que haya demasiado: a nadie da reparo ese girar y girar sobre el mismo eje e impedir que el gran público -el que se busca como víctima primera para las reiteraciones- se entere de algo nuevo y pueda aficionarse a ello. Lo del vicio es obvio: esas muestras que bajo títulos parecidos cuentan historias próximas tienen mucho de viciadas. Es tan sencillo como encontrar una fórmula que funciona –a la hora de atraer visitantes- y no salir de ella, no vaya a ser que los espectadores se espabilen y luego sea más complicado darles gato por liebre como a veces sucede. (En la imagen: La catedral de Ruan. La portada y la torre de Saint-Romain a pleno sol. Armonía azul y oro (1893), de Claude Monet)
Es paradigmático el caso de ese cajón de sastre llamado “impresionismo”, que recoge bajo su paraguas de “gusto seguro” –como escribiera en sus acusaciones al Pop Clement Greenberg, factotum del Expresionismo Abstracto- variaciones sobre el mismo tema que van desde Gauguin a Renoir o Van Gogh hasta algunos realistas. Por el mundo entero proliferan estas muestras que buscan llenar las salas y, sobre todo, las cajas registradoras. Da igual que los Gauguin o Renoir sean frecuentemente de segunda fila: cuentan el nombre y la leyenda alrededor del nombre. Luego, en las salas, todo se mezcla, a menudo sin ton ni son, y da igual lo que se vea porque lo que se viene buscando es el halo del “genio” -cosas de la sociedad de masas, vaya pesadez.
Pero que nadie me malinterprete. Entiendo que es importante tener visitantes, que las colas son llamativas y apelan a otras colas, aún así, ¿no sería genial que se incitara a todo ese público -qué término tan obsoleto- fiel a ver más allá que el “gusto seguro”, que se le acostumbrara a ver cosas que no fueran la oreja de Van Gogh, las tahitianas de Gauguin o los paisajes de Monet? “Es lo que pide el público”, argumentan algunos. No sé hasta qué punto es verdad, dado que el público pide lo que conoce. Y aunque fuera cierto, tal vez se podría alternar un poco de lo que gusta ver al gran público con aquello que se visita menos –porque se conoce menos, insisto. Esa es la labor de los comisarios y los responsables de los museos: buscar modos de atraer visitantes a través de fórmulas novedosas -¿no decían los de mayo del 68 “la imaginación al poder”? Al final, este tipo de proyectos tan extraseguros que atraen masas y masas, lo único que consiguen es que la mirada de homogenice más si cabe de lo que ya parece estarlo en un momento histórico aburrido y convencional. ¿No se puede presentar algo sorprendente, aunque sea de vez en cuando?
Luego estarían, claro, los “grandes genios” clásicos y modernos. Desde Picasso a Dalí, pasando por Warhol –penúltima adquisición. Y ya se sabe que una muestra de algunos de estos grandes nombres es un éxito de público seguro. Pero las monográficas de los “grandes genios” me parecen siempre más respetables que las colectivas-un-poco-cajón-de sastre: al menos hay más esfuerzo y trabajo detrás –ya ven que antigua soy, las cosas que valoro. Sea como fuere, a veces las monográficas son un conjunto de obras sin más, como un recorrido sin tesis ni punto de partida o de cierre, un repaso por el autor, y se convierten en otra banalidad. De hecho, lo interesante de las monográficas es que propongan nuevas lecturas, nuevos acercamientos, algo positivo desde cualquier punto de vista, ya que es conveniente revisar a los autores clásicos de vez en cuando. Lo malo es que la última tendencia es mostrar exposiciones provenientes de un mismo gran museo que por circunstancias -a menudo económicas- desea mover su colección y eso hace que a veces las cosas sean un poco monótonas, previsibles.
En la penúltima adquisición, Warhol, está claro que su material fotográfico ha sido desde cualquier punto de vista uno de los puntos de novedad, como se puede ver en la muestra de polaroids de Londres –en Privatus hasta primeros de marzo. Éxito seguro porque, además, los medios tienden a hablar siempre de Warhol –o Dalí, Miró, Picasso, etcétera- y de los “impresionistas” que, aunque parezca mentira, tienen aún muchísimos seguidores.
Y luego está el problema del arte actual... y menudo problema. Ya vengan de fondos públicos o privados, las colecciones reunidas en los treinta años se parecen peligrosamente en términos generales: todos han comprado los mismos nombres a la moda, entre otras cosas porque los comités de compras de los museos o los asesores repiten a veces expertos o porque todos siguen lo que se dicta desde los centros de poder –incluidas las grandes galerías internacionales-al estar apostando el dinero en un arte "no probado". Así, cuando se muestran las colectivas de aquí o de allá se siente el tedio peligroso de lo ya visto. Eso por no hablar de las obsesiones por el arte fuera del “centro”, hablando de los centros de poder y a pesar de que en estos momento estén algo maltrechos. (En la imagen Sin título, de Nasreen Mohamedi)
Una cosa está clara: no sé si lo que está fuera de los centros de poder necesita de éstos para alcanzar la “visibilidad”, como se dice ahora –que creo que sí y la Tate Modern es un ejemplo claro con fenómenos como el de Ai Weiwei o Doris Salcedo. Lo que está claro es que esos centros de poder necesitan a los mal llamados bordes, que quizás lo fueron y ahora son casi el centro, para alimentar su voracidad.
¿Qué exponer entonces? Pues tal vez lo olvidado, lo frágil, lo que no se ha visto lo suficiente, a pesar de que es un clásico y a pesar de su belleza inesperada, como ocurre cada vez que se expone a Nasreen Mohamedi -ahora con una muestra maravillosa en la Fundación KIran Nadar de Nueva Dehli - o a Agnes Martin o a Sophie Tauber-Arp o a cualquiera de las muchas artistas clásicas olvidadas. Y esperar que no se vuelva banal, que no se manosee, que sea enseguida sustituido por algo también bello y sorprendente, para que dejemos de ser meros personajes en una cola esperando a ver lo mismo de siempre. (En la imagen: Sophie Taeuber, con su obra Cabeza dadá)