'eFive Fish Spcies', de Basquiat
Toda esta semana me ha dado por pensar en el asunto que últimamente me quita un poco el sueño y que
comentaba el otro día: la popularidad del arte actual y si dicha popularidad no hace que acabe por perder la chispa, su esencia subversiva o, al menos, fuera del sistema, capaz de replantear cosas, miradas, percepciones.
Me ocurre con casi todas las muestras “políticas” actuales, donde un arte combativo, insumiso... se convierte de pronto en doméstico o hasta condescendiente con el sistema desde las salas del museo. Aunque lo más extraño no es eso, claro que no. Lo extraño es el modo en el cual el arte callejero, en principio un arte radical, fuera de la ley y espontáneo, termina por ser un arte de salón, encargado para recintos instutcionalizantes y observado por el público como un espectáculo más.
Ha ocurrido con el lío que se ha montado alrededor de la
supuesta pieza de Bansky, subastada en Londres después de que la venta en Estados Unidos -y tras el robo durante la noche de una pared- fracasara por un motivo inesperado y
referido a la propiedad -y no intelectual. Los dueños de la tienda del barrio londinense insistían en que si estaba pintada en la pared de su negocio, era suya. Sea como fuere, lo interesante de esta pieza, codiciada y reclamada por tantos, es que no esté siquiera firmada. La noticia es más increíble si cabe: ¿casi un millón de euros por una pieza sin firmar y, sobre todo, de autoría no reconocida? Parece que Banksy, como siempre, sigue desaparecido. ¿Por qué iba a visibilizarse en este conflicto si se empeña cada vez en mantenerse clandestino, fuera del plano y de la ley? ¿Visibilizarse ahora para que otros se hagan ricos? Más aún: ¿no debe el arte callejero mantenerse así, escurridizo y oculto? En pocas palabras: ¿es posible convertirse en un artista callejero a sueldo, en alguien que “toma” paredes concertadas a plena luz del día –o de los focos- y con espectadores avisados que contemplan la acción?
No es que me ponga puntillosa y quiera que el artista sea para siempre pobre y clandestino, pero me parece que mostrarse y exhibirse en plena acción no es el espíritu con el cual nació ese tipo de arte. Convertirse en programado es un modo de romper con la esencia de la subversión; un modo de dejar claro algo que todos sabemos: o estás dentro o estás fuera. Los
streetartistas están dentro, me parece.
Y lo están desde los años 80, momento en que artistas callejeros ilustres como Basquiat o
Haring –y a su modo
Holzer- dejaban los espacios públicos para dedicarse a las ventas privadas y, warholitas en esencia, abandonaban los materiales perecederos –las paredes- para centrarse en algunos que perduraran más.No es por ponerme pesada, pero el caso de Basquiat –cuya biografía tiene todos los ingredientes para convertirse en un maldito
number one (muerte joven, adicción, niño mimado de Andy (Warhol), niño de familia desestructurada, con toque haitiano y portorriqueño, etc)- el paradigmático. Salía a la salas de subasta el pasado enero con una de sus piezas fetiche:
eFive Fish Spcies, dedicada a su escritor favorito,
William Burroughs. Una combinación irresistible, desde luego: dos supermalditos son el trofeo que el dinero abundante codicia para decorar la sala. Además, como todo el mundo sabe, Basquiat es uno de los autores más buscados en las otras salas, las de subasta.
En la pieza se hace referencia a “la bala de Burroughs” y el modo el cual solía decir que “no mata la bala: mata el agujero”. Sacaron bastante dinero por la pieza,
aunque no tanto como en la subasta anterior de Nueva York, la de noviembre del 2012, en la cual la sala de la prestigiosa Christie's observaba impasible –como ocurre con las elegantes salas de subasta donde nunca se hace público el estusiasmo- una venta de casi 25 millones de dólares por una pieza sin título. Ahora se pueden ver las obras en la
Gagosian de Hong Kong y SAMO, el alterego que amaba el jazz, la poesía y los aforismos en las paredes de las calles neoyorquinas, era desmontado en 1981 por el artista en el cual iba a convertirse, el que ha mostrado Larry Gagosian a principios de año en Nueva York, veinticinco años después de su muerte, “atrayendo decenas de miles de visitantes.” Lejos queda la trepidante escena
underground de Nueva York, lejísimos las pintadas en las paredes. Y como decía Franco Califano en 1977, aunque él hablaba del amor con un discurso bastante machista de los cantantes italianos, salvo la estupenda Gianna Nannini: “Tutto il resto é noia. No, no ho detto gioa. Ma noia, noia, noia, maladetta noia.” Pues eso: maldito aburrimiento entre tanta pintada a la carta.