
Obra de la serie Lieber Maler, male mir, de Martin Kippenberger. Foto: Paco Arteaga
Por LARA SÁNCHEZ
El caso de Martin Kippenberger
(Dortmund, 1953 - Viena, 1997) -considerado por The New York Times como uno de
los últimos artistas alemanes de mayor talento- es el ejemplo sólido de cómo el arte más
genial puede salir de una perpetua coña. Así lo explican en una retrospectiva
de obligado cumplimiento (tras otras en Nueva York, París o Londres) que, hasta
el 18 de agosto, alberga el museo de arte contemporáneo Hamburger Bahnhof de
Berlín, donde sus propias palabras, como muchos de sus actos creativos, revelan
hoy una capacidad premonitoria (y una inteligencia) apabullante: "El arte se
aprecia sólo en retrospectiva...yo diría que el plazo es de veinte años. Mi
trabajo consiste en que, para entonces, la gente diga que Kippenberger fue
divertidísimo".
Nacido único varón entre cuatro
hermanas, en la todavía República Federal Alemana, Kippenberger murió a los 44
años fruto de una vida regada en alcohol y tras un proceso creativo sin freno
como músico, pintor, actor, performancer,
networker, escritor, viajero e
incluso galerista. No descuidó el uso de múltiples formatos, ni el recuerdo a una
modernidad previa, ya fuera nombrando a Beuys, Richter o Picasso (el Museo Picasso de
Málaga mostró Kippenberger miró a Picasso
en 2011), como tampoco el alcance o brillo calculado de cada proyecto que
acometía. Hasta para comer y beber en la reliquia que es actualmente el Paris Bar de Berlín (que hoy acoge a una
intelectualidad más al uso, entre
abogados carísimos, estrellas de la televisión e incluso el play boy setentero Rolf Eden), Kippenberger
producía entonces obras al instante como pago, incluidas partes de la serie Uno, di voi, un tedesco in Firenze (1976).
Y para cualquier elemento a su alrededor encontraba la huella reversa, una para
la posteridad: desde las hojas de un bloc de hotel hasta una
gasolinera en Brasil. De las primeras salió su serie The hotel drawings (1987-1997) y de la segunda – previa compra en
propiedad del lugar – la instalación con el nombre del secretario de Hitler: Gasolinera de Martin Bormann.

Paris Bar (1993) de M. Kippenberger. © Estate Martin Kippenberger, Galerie Gisela Capitain, Köln
Casi todo lo que nos parece
algo normal en el transcurso del arte contemporáneo actual, ha sido iniciativa
del propio Enfant terrible alemán. El
caso de la gasolinera con el nombre de Bormann fue un escándalo entre el pópulo
y los críticos, que clamaban contra el hecho de que Kippenberger había contribuido
así al mito de que el ayudante de Hitler tendría más fácil su supuesto
escondite. Pero el artista daba en realidad una bofetada a un país y una
sociedad borracha, mucho más borracha que él, de cinismo. Un país dividido en
dos realidades fantasmagóricas, cuya importancia ideológica era un cuento chino.
Entre las primeras obras de esta retrospectiva se encuentra Bitte nicht nach Hause schicken (Por favor, no envíen a
casa), un autorretrato (Kippenberger
era muy dado a autorretratarse a modo crítico o sátira) inspirado en la
fotografía del secuestro de Hanns-Martin Schleyer por los jóvenes aterradores de la RAF. Schleyer era
un prominente ex nazi que, a pesar de la supuesta desnazificación, acabó siendo
líder de la patronal alemana en los años 70.

Bitte nicht nach hause schicken, de M. Kippenberger. Foto: Paco Arteaga
Otra de las piezas clave de
esta retrospectiva – curatorialmente algo escasa en riesgos e imaginación, a
pesar del juego que da Kippenbeger – es la escultura que planta de sí mismo de
cara a la pared Martin ab in die Ecke und schäm Dich (Martin, contra la pared, debería darte vergüenza) de 1989, caricaturizando el
castigo del establishment alemán en
forma del rebelde chaval que nace, crece y muere con él. Su hermana Susana le
describe en una biografía publicada el año pasado: “Fue un niño toda su vida, nunca
lo suficientemente amado. Necesitaba constantemente llamar la atención”. Susana
cuenta que los amigos de su hermano, acostumbrados a las visitas sin aviso del
artista, apagaban la luz de sus casas para evitar que les invadiera y que uno
de sus cumpleaños consistió en una orgía de tres días en la Selva Negra.

Martin ab in die Ecke und schäm Dich (1989). Foto: Paco Arteaga
¿Y dónde reside su genialidad? Quizás
-y como el propio título de la exposición guiña al llamarla Muy bien (“Sehr Gut”)- en que
finalmente Kippenberger no solo ha conseguido la agitación nerviosa o
divertida, sino plasmar a la perfección el cambio tragicómico de milenio. Aún
ya estando muerto, refleja una época en la que de nuevo los sistemas se
tambalean pedo de cinismo. La pieza Untitled, de 1996, que muestra lienzos en
blanco, con trazos de frases de niña de escuela y su “muy bien” al lado, es un
especie de epitafio y, a la vez, un mapa que traza tanto la personalidad de
Kippenberger, como la del último cambio de siglo. Y una de sus citas, incluidas
en la muestra, dicta que “Berlín debe ser repintado”, lo que sucede hoy a modo
caótico, en un pulso entre grúas de obra, a base de inversión privada y errores
políticos, dominando el cielo de la ex ciudad prusiana.
Su vida y obra se conciben solo
a modo de un Sprint maratoniano,
basado en la creencia de estar atestiguando el fin del arte y la imposibilidad
de crear algo nuevo o auténtico. Así que Kippenberger condujo su vehículo a
todo trapo, a sabiendas del todo (y nada) vale: Pálido de envidia, él espera en tu puerta, de 1981, es un
conjunto de veintiún lienzos, sin conexión, estilo o título en común; el audio Ja, Ja, Nee, Nee
(Sí, Sí, No, No), de 1995, juega con la bufa de un discurso intelectual a base
de monosílabos, inspirada en la acción de Joseph Beuys de 1968; y la serie Querido pintor, pinte para mí, fue
creación de un pintor comercial, llamado Werner, que contrató el propio
Kippenberger, cediéndole finalmente su apellido (foto en cabeza de este post).
La huella de Martin Kippenberger en
artistas posteriores es hoy infinita. En la última dOCUMENTA, la instalación de
carpintería Sewing room (2012), de
István Csákany, recuerda descaradamente a The Happy End of Franz Kafka’s ‘Amerika’,
una de las últimas obras de Kippenberger. Sin
embargo, en este repaso berlinés de su vida y obra, solo se expone a Andrea
Fraser y su vídeo Kunst muß hängen (El
arte debe colgarse), de 2001: una parodia de doble sentido sobre el estado
del arte, los coleccionistas, los galeristas y, en definitiva, los ridículos
encuentros de la élite creativa.
Colgados, eso sí, en una de las salas de la
Hamburger Bahnhof, están toda una serie de posters de las exposiciones del
genio alemán, incluidos los que nacen fruto de su colaboración con Jeff Koons,
Rosemarie Trockel, Christopher Wool o el también prolífico creador y rebelde
del formato Mike Kelley.

Algunos carteles de Kippenberger. Foto: Juan de la Colina
Kippenberger se hacía amigos -mucho
antes que de los críticos de arte- de
camareros y recepcionistas de hotel. Tampoco podía fijar una residencia estable,
habiendo trabajado en catorce ciudades, desde Hamburgo a Florencia,
Brasil, Colonia, Los Ángeles, Madrid, Grecia o Viena. Fue en Carmona, Sevilla, donde
tuvieron origen la serie de autorretratos de Kippenberger en calzoncillos y
tripón, una ironía del género masculino inspirada en Picasso. Y, también en
España, creó la famosa Farola para
borrachos (1988) que se mostrará
en la Bienal de Venecia. Será en 1996, durante su estancia final y previa a su muerte
en Viena, cuando culmine su serie de autorretratos, de obvia decadencia física,
La balsa de la medusa.

Zuerst die Füße (1991), de martin Kippenberger
Aún
tras su muerte las travesuras de Kippenberger siguen entreteniéndonos: el
propio Papa Benedicto acometió en 2008 contra su obra Primero por los pies, de 1991; y en 2011, una limpiadora
del Museo Ostwald, de Dortmund, arruinó por error su obra Cuando empieza a gotear el techo, de 1987. Sin embargo, en 2012, su
autorretrato Sin título alcanzó la
cifra de 3.2 millones de libras en una subasta de Christie´s.
Kippenberger
vuelve pues al Berlín que atestiguó en tan solo tres años (de 1978 a
1981) el
desarrollo de una carrera fulminante como un rayo. Allí nació una sólida
alianza, tanto para sí mismo como para sus amigos artistas, con la
galerista Gisela Capitain y comenzó la andadura, con él al frente, del
famoso club neo punk SO36. El SO36 aún
sigue abierto, disfrutando de su fama como antro al que iba Bowie
durante su
estancia berlinesa; un Bowie que hoy canta nostálgico “¿Dónde estamos
ahora?”.
De momento, encantados y divertidos: siempre nos queda Kippenberger.