Apariencia sin fundamento

Por: | 14 de noviembre de 2013

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El término “instalación” se ha convertido en lugar común dentro del sistema del arte. Ya los surrealistas se dedicaron a reunir objetos de lo más estrafalario que colocaban de la forma más inédita en museos y galerías. Estos montajes –recordemos los revolucionarios displays de Kiesler y Duchamp -exigían un espectador participativo y estaban llenos de sorpresas. Nada tenían que ver con la típica museología de la Modernidad, que exhibía las técnicas adecuadas de “juicio, presentación y protección del patrimonio” en salas silenciosas con iluminación uniforme, etiquetas normalizadas y un efusivo texto mural con el currículo del artista. En un marco tan previsible, al espectador se le aseguraba que lo que allí había era neutral: la obra de arte autónoma, la apreciación estética más allá de cualquier planteamiento ideológico.

Los artistas del happening -herederos del expresionismo de Pollock y del ready made- y los minimalistas también valorizaron el dispositivo: redefinieron la escultura, primero como acción y después como “emplazamiento”, a la manera de un icono bizantino, con una potente presencia mágica. La escultura-instalación deviene en una estructura sin composición, capaz de crear un espacio desprovisto de cualquier atisbo figurativo. La conexión de la obra con el entorno (incluido el tiempo real necesario para su disfrute) es el efecto esencial, como un actor que produce reacciones en el público: la teatralidad. Ahora bien, cuando el trabajo del artista se reduce solo a eso, al display, cuando el fundamento de la obra es simplemente la apariencia, estamos ante un nuevo modelo de significado (artístico), vacuo y solipsista. Teatro sin actores.

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La obra de Bruno Ollé (1983), que se puede visitar en el Nivel Zero de la Fundación Suñol, es fruto de un error, en el doble sentido; el artista sostiene su trabajo sobre la poética de la inutilidad (como quiso Samuel Beckett), pero también es una obra desconectada del espectador, incluido el tiempo en que ésta se despliega: no hay “presencialidad”, sólo objetos pobres y materiales (maderas, trozos de plástico, espejos, dibujos) colocados, eso sí, con un impecable sentido estético. El título de la instalación, “Hoy es siempre todavía”, alude a la posibilidad perpetua del tiempo, lo que obliga al espectador a una mirada “pre-objetual”, abstracta. 

Frente a la obra de Ollé, imaginamos un entorno que es naturaleza y hogar, cobijo a su vez de un frágil y pecario habitáculo, una estructura de trozos de madera parecida a las cabañas indias del Wild West americano y que está casi literalmente calcada de la escena final del filme de Lars von Trier “Melancolía”, aquella donde se refugian las dos hermanas protagonistas con el hijo de una de ellas ante la amenaza del astro planeticida que fulminará la Tierra. A medida que avanzamos, intuimos el mundo secreto del artista, en ensamblajes, escrituras y dibujos que representan nubes, banderas o garabatos. El trabajo de Ollé hace alarde del concepto de collage espacial en un escenario que trata de conectar el cuerpo con su horizonte natural. Pero es sólo apariencia, lo que certifica la intención inicial de su obra: el fracaso.

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Arriba, vistas de la exposición "Hoy es siempre todavía”, de Bruno Ollé

Radicalmente diferente es la propuesta del pequeño espacio de Nogueras & Blanchard. “Typing” (Mecanografiar) es el título bajo el que se reúnen las obras de Christopher Knowles (1959), artista precoz (diagnosticado con un trastorno autista), clave en la vanguardia neoyorquina de los setenta junto a escenógrafos de la talla de Robert Wilson. El artista norteamericano firma una serie de intrincados dibujos en tres colores hechos con una máquina de escribir eléctrica, que representan episodios de su vida íntima a través de frases y palabras que forman patrones geométricos -a base de repetir la letra inicial de su nombre de pila-, publicados en su día en revistas y catálogos. Otro aspecto de su trabajo son las grabaciones, que revelan su vasto universo de obsesiones, como repetir durante diez minutos el nombre de un presidente norteamericano y otros detalles banales de su vida, El artista lo recita con un tono ceremonial y obsesivo.

A diferencia de la obra de Ollé, en Knowles no hay empatía. Sin embargo, al abandonar la galería descubrimos que a pesar de su parca puesta en escena, el sentido y el candor de su obra están fundamentados, que el significado de sus palabras no está asegurado por la intención que le ha llevado al artista a pronunciarlas, sino por el que adquiere en el espacio de nuestros intercambios con ella.

“Hoy es siempre todavía”. Bruno Ollé. Fundación Suñol. Nivel Zero. Carrer Roselló, 240. Barcelona. Hasta el 28 de diciembre.

 “Typing”. Christopher Knowles. Galería Nogueras & Blanchard. Carrera d’en Xuclà, 7. Barcelona. Hasta el 22 de noviembre.

 

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