Sin Título

Sobre el blog

Pero, ¿qué es el arte contemporáneo? Hay tantas respuestas como artistas. Por eso Sin título (Untitled) es un espacio abierto para informarse, debatir y, sobre todo, apreciar el arte de todos los tiempos y lugares, con especial énfasis en el latinoamericano. Un blog colectivo de contenidos originales y comentarios sobre la actualidad.

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Es un blog colectivo elaborado por periodistas especializados de EL PAÍS y otros colaboradores.

Coleccionarte
Arte 40

Preferiríamos no hacerlo

Por: | 23 de enero de 2014

Hilatura

     Todo pintor tiene una guerra dentro de sí. Los valores enfrentados de lo figurativo y lo abstracto, el compromiso social y la soledad, lo literario y lo plástico, el fracaso y el éxito planean sobre su cráneo como una bandada de buitres. A lo largo de su vida, Víctor Mira (Zaragoza, 1949-2003) libró sus batallas dentro del estudio con una profundidad poco común hoy en un artista. Dramático e intenso, su obra fue una continua protesta contra quienes la veían equivocadamente como un simple producto de la imaginación formalista, esto es, desfiguración, fragmentación o distorsiones hipertróficas (tan comunes en la pintura alemana de postguerra). Con todo, nunca buscaría la complicidad de la audiencia.
     Diez años después de su desaparición (una muerte miserable sobre las vías de un tren en la pequeña localidad de Breitbrunn am Ammersse, cerca de Múnich, donde desde hacía años había fijado su residencia), la galerías Ignacio de Lasaletta, Eude y N2 le rinden homenaje con la exhibición de una serie de trabajos en diversos soportes: telas, papel, obra gráfica y esculturas. Los que dan una idea más íntegra y rotunda de su legado los encontramos en la muestra de Lassaletta. No es muy extensa, pero resume fielmente su época más madura, la que recorre los años ochenta. En total, 38 piezas, entre pinturas y esculturas (dos bronces), con frecuentes alusiones alegóricas o religiosas que cobran formas resonantes y fúnebres.
     Una primera ojeada a la obra de Víctor Mira nos habla de una pintura plena de ansiedad y esperanzas íntimas fracasadas. Sus motivos, casi emblemas- águilas, cruces, hilaturas, corazones-, realizados con trazo nervioso, cubren la superficie de la pintura con luminosidad para suministrar sensaciones más que relatos, y aún en su paleta, los negros tienen un enorme poder cromático. Los seres que habitan las telas -estilitas, personajes crucificados, animales contorsionados o convulsionados- no solicitan piedad, tampoco intentan introducirnos en su propio espacio; son sólo figuras que retienen una integridad obstinada en medio de espacios desérticos o desolados. La medida del gesto apropiado a cada imagen, sumada a un sentido de la composición demasiado consciente,  acercan al artista, más que a la furia del romanticismo (neo)expresionista, a la orilla donde éste muere.
    Víctor Mira nunca fue un gran pintor. Tampoco un talento forzado ni un transvanguardista facilón. Lo que realmente le salvó de ser considerado un artista retórico (estilo Schnabel, Clemente, Chia o Cucchi) fue su autenticidad. De ahí que su trabajo haya generado más afecto que admiración. Se agradece esta retrospectiva hecha con un alto sentido del decoro. En medio de la necesidad que tiene la industria del arte de exposiciones que engrandecen el rumor del mito, es de esperar que el público vaya a verla con la misma mirada discreta con la que el artista llevó su vida.

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     Otro pintor -esta vez de imaginación más austera- es Vicenç Viaplana, de quien estos últimos días del mes todavía se pueden ver sus series de acrílicos sobre madera. En la Carles Taché contemplamos a un artista más despreocupado y vacacional que en su obra de hace unos años, cuando sus pinturas parecían invocar las variaciones de las ondas de luz y las transparencias cósmicas, como si viviera inmerso en espacios de niebla verde-gris, atento a la sorpresa de su disolución en el lienzo.
     Ahora, absorto en el medio natural del Montseny, el pintor y diseñador vallesano (1955) vuelve a interrogarse sobre los límites exactos entre imagen y realidad. Sus respuestas están escritas en las series “Diario de agosto” y “Todo es posible”; en ellas, Viaplana parece deleitarse con la descripción y clasificación de formas vegetales (no muy diferentes de las formas del cielo).
    Artista y obra están unidos permanentemente en la imposibilidad lógica de la representación, de ahí que lo que vemos en esta pintura -etérea, falsamente sublime- son actos de azar, trazos de indiferencia o pura fenomenología del impacto del color sobre la superficie. Estas obras, hechas a contracorriente, son para Viaplana el resumen de “todo lo que es posible”, quizás por no querer vocear su desconfianza en el mundo del arte. Señalan correctamente, como en el caso de Víctor Mira, la naturaleza secreta del pintor que, al igual que Bartleby, preferiría no hacerlo.


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Homenaje a Víctor Mira. Galería Ignacio de Lasaletta. Rambla de Catalunya, 47.
Galería Eude. Consell de Cent, 278.
Galería N2. Enric Granados, 61. Hasta el 28 de febrero.

“Todo es posible”. Vicenç Viaplana. Galería Carles Taché. Consell de Cent, 290. Barcelona. Hasta el 31 de enero.

 

La otra historia del “exotismo” vanguardista

Por: | 13 de enero de 2014

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 Hannah Höch, Cabezas , 1919-20. Colección IFA, Stuttgart

En el relato que más circula, el encuentro de la modernidad con lo “exótico”, impuesto como el modo de acercarse al mundo entre los hombres de las vanguardias de los 1910-20, empieza con  el hallazgo picassino de las máscaras del Trocadero. El pintor malagueño se las encuentra allí y cuenta a los cuatro vientos lo que esas máscaras tienen en común con las mujeres: “Estaban en contra de todo -en contra de los espíritus desconocidos y amenazantes. Yo también estoy en contra de todo. Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo.... las mujeres, los niños... todo. Entendí para qué usaban los negros sus esculturas... Todos los fetiches... eran armas. Para ayudar a la gente  a no caer bajo la influencia de los espíritus, para ayudarles a ser independientes. Espíritus, el incosnciente... se trata de la misma cosa. Entendí por qué soy pintor. (...) Las Señoritas de Avignon  debieron nacer ese día.", recuerda uno de esos textos reconstruidos que a menudo se ponen en boca de Picasso.

 

Eso sucedía hacia 1907, narra la historia que más circula. Pero Picasso no era entonces el único que miraba encantado los objetos “tribales”, como tampoco fue el único que hizo llorar a las mujeres. Entonces, en esos años 1906-07, un grupo de jóvenes de Dresde intercambiaba libros, colecciones, visitas a esos museos donde los objetos de otras culturas se exponían bajo la curiosa denominación de "éxótico", término hoy sometido a discusión, ya que en el duro camino de la Modernidad hemos aprendido que todos, irremediablemente, somos un poco exóticos. No depende de qué se muestre sino de dónde y para quién se muestre.

 

En cualquier caso, el término era moneda corriente en los años 10 del siglo XX y reunía cosas de procedencias variopintas y a menudo organizadas con fines que se podrían ver a mitad de camino entre cientifismo e ironía, lecturas críticas sobre todo. Untitled-from-the-series--1929. Lo muestra uno de los casos más emblemáticos, el conocido Museo de Dresde, al cual la maravillosa Hannah Höch dedica una serie completa, fascinante en sí misma porque muestra a través de la propia técnica, el collage , la forma en que hacia 1910 se construye en Alemania la noción de lo exótico y lo primitivo: con mucho de pastiche cultural. Los cuerpos de Höch, cuerpos de mujeres desnudas y modernas mezclados con máscaras “primitivas”, como muestra la foto  de la izquierda, S. T.  de la serie Museo etnográfico   (bpk/Kupferstichkabinett, SMB/Jörg P Anders), muestran una dimensión del trabajo de esta mujer excluida de Dada y tachada de “pintura degenerada” por Hitler. Fuera siempre de lugar, como ocurre con algunas de las artistas más radicales de la vanguardia, Hannah Höch llama la atención por su forma modernísima de enfrentar una realidad  a mitad de camino entre el exotismo el momento y la contemporaneidad de las revistas ilustradas. Sin embargo, mucho de lo que se ha apreciado en Max Ernst por todos, pasa en Höch desapercibido por muchos.

 

Pero volvamos un momento a los museos que sirven de inspiración a la artista, museos como el que podría haber resultado de la propia colección de Osthaus, el Folkswang Museum en Hagen, que seguía una tradición del Jugendstil en ese insistente deseo de rescatar las formas no occidentales por su propia esencia decorativa.  Los planes para el museo datan de hecho de 1896 y ya en 1898 Osthaus había empezado la colección de objetos etnográficos por su valor, dice textualmente, como "rareza y científico".

 

Allí, en 1902, se expusieron en una muestra textiles indios, japoneses y de Java y pese a que su especialización fue hasta 1912 en el Lejano y Cercano Oriente, ya en 1902 aparecen los primeros objetos decorativos de Africa, comprando escultura a partir de 1914. Si esta tesis de Lloyd fuera cierta, si fuera verdad que los miembros de El Puente hubieran estado en contacto con la colección de Osthaus, tal vez fue no Picasso el primero o único en fijar su mirada moderna sobre los objetos primitivos, como cuenta la historia que más circula.

 

Sea como fuere, lo que interesa más de estas aventuras es el propio término "exótico" tan menudo utilizado entonces y que incluía a Egipto y Japón, inclusiones que desde nuestra perspectiva actual parecen inverosímiles. En todo caso, quisiera recordar cómo aún en los 50 del XX, en el clásico libro de Forman, se usa el término para denominar una variedad de artes que incluyen a América, Egipto, Oceanía, Africa...

 

Japón, Africa... Se suele ver ese cambio de Japón -de lo oriental en suma- a Africa como la propia progresión de los gustos occidentales, pero el asunto es mucho más complejo, pues se trata más bien de yuxtaposiciones entre lo tribal y lo moderno , algo que el mismo Osthaus hace en su museo al mostrar a Gauguin -que tanto impacto tiene en los jóvenes de Dresde- entre los objetos de lo “exótico”. Se trata, así, de una construcción de lo primitivo como collage, lo primitivo plurisignificante porque ha sido releído, adaptado a las necesidades del momento; lo primitivo como escenografía urbana, esas danzas africanas o de Samoa que en 1910 tuvieron ocasión de ver en los jardines zoológicos de Dresde.

 

Es la pasión que desvela la muestra de Höch que dentro de unos días abrirá  en la Whitechapel Gallery de Londres -cuyo programación es cada vez más fatástica, por cierto. Es una rareza deliciosa donde se mostrarán piezas que se tiene ocasión de ver pocas veces por la delicadeza de los collage. Una vez más será posible  observar la radicalidad de esta mujer asombrosa que supo entender cómo la modernidad de consumo y la invención de lo primitivo son, en el fondo, constitutivas también de nuestra mirada hoy. Quizás si Höch no hubiera sido una mujer fuera de toda norma su fortuna crítica hubiera sido aún más resplandeciente si cabe, pero ya se sabe que  a cada paso hay que volver a narrar la historia. Tal vez la pasión “exótica”  no sea sólo parisina. Desde luego, merece la pena la reflexión.

Cultura de cupcake

Por: | 05 de enero de 2014

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Lo han invadido todo en esta pasión actual por la cocina que ha llenado periódicos y programas televisivos, donde incluso unos niños demasiado jóvenes compiten por ser los mejores minicocineros en un concurso absurdo en el cual todos fingen esa seriedad que quizás falta en la vida real. Incluso hay canales con programas especializados en decoración de tartas y… cupcakes, en el fondo unas magdalenas rebuscadas que fingen sofisticación donde hay sólo grasas saturadas. Esa es probablemente la dudosa gracia de los cupcakes que se han convertido en recetarios, calendarios,  regalos, meriendas, imanes para el frigo, bolas de Navidad, pendientes baratijas y de marca… Placeres burdos y sofisticados, en suma, y sobre todo  de importación: el pecado que las chicas de Sexo en Nueva York consumían ansiosas cuando todo iba mal (lo recordaba José Carlos Capel en su blog el El País en un post de hace casi un año, del cual he sacado la foto, por cierto, para que no me denuncie ningún pastelero por derechos de autor, que sólo eso me faltaba). No solo: los cupcakes representan también un tipo de cultura regresiva, la que se da en las épocas de crisis -ya pasó en los 50-  y en la cual se vuelve a los placeres del hogar… y ya adivinarán las que van a volver. De hecho, está de moda toda una cultura de peluches, cosas rosas y cupcakes con pinta fifties.

El mundo entero es, así, un fabuloso cupcake o dicho de otro modo, un magdalena decorada que hace las delicias pazguatas de quienes se preocupan en primer lugar por lo exterior, por la decoración que es tanto como decir por el camuflaje. Bien es cierto que la diferencia entre comer y deglutir, entre manjares y cantidad, es  parte de la historia  civilizadora de Occidente. Hasta cierto punto es a partir del Renacimiento –y sobre todo del XVII, como muestran los fabulosos bodegones holandeses con sus menajes lujosos y sofisticados en lo que se refiere a manjares y a utensilios- cuando los gustos y los modales acercan el comer a una “actividad superior”. Pese a todo y admitidas las convergencias, parece excesivo el auge de lo culinario que ha llevado a un cocinero a documenta  de Kassel y ha colocado la cocina en cierto lugar que era sólo del “arte”.

Esa es la dura realidad, amigos míos: lo que ahora cuenta no es lo que contaba antes y buena parte del público quizás prefiere no sólo un cupcake a una magdalena, sino un programa de cocina a la visita a un museo. Desde luego que está bien abrir los horizontes, pero creo que, una vez más, nos hemos pasado.

De cualquier  manera, lo que me parece interesante de los cupcakes es su propia esencia de superficialidad, la idea de cascarilla en la cual cuenta más que nada la apariencia. Me recuerda mucho a ciertos tics culturales que la crisis y la guerra de cifras en los museos   -los visitante que bajan y suben (o que bajan sin más)- han traído consigo. Hasta a mí me han contagiado y el otro día, el jueves ante de Reyes, camino  hacia el Prado desde el Reina, pensaba agobiada que el segundo estaba casi vacío. Las colas en el Museo del Prado me tranquilizaron un poco. O sea, ¿qué si no hay colegio no hay visitantes? La presión es tremenda, claro, porque habrá que buscar algo que recurde las cifras de Dalí –y no va a ser fácil. Esto vale para todas las instituciones  que, obsesionadas por las cifras –otra forma de cultura de cupcake porque se maquillan y se decoran además-, programarán en función de los visitantes que esperen recibir. ¿Por qué no plantear un taller de cocina? Igual es buen reclamo.

Aunque la “cultura de cupcake” no se limita a las presiones del entorno, banalizado y absurdo. Dejando a un lado que Madrid ha perdido turistas por su mala cabeza y peores campañas –imaginen que en Ronda Iberia se anuncia con una página horrible de fea en la cual, entre Prado y compras, osan decir que Madrid es "el Broadway de España"- , ahora todo el que ofrezca algo gratis o que dé algo es bien recibido sin pensar en la rentabilidad a largo plazo –y en este sentido Madrid y Barcelona no se diferencian nada. ¿Qué viene un arquitecto cualquiera y dice que va  a hacer un templo a su carrera? Pues toma un edificio histórico sin problema. ¿Que un millonario quiere cerrar un museo público para su boda? Todo tuyo. Porque claro que estas cosas, sobre todo alquilar espacios corporativos, se hacen todo el tiempo en Nueva York –patria del cupcake-, pero de un modo algo menos provinciano, más disimulado, sin tanto regusto  a magdalena decorada con churretones de grasa saturada. En fin, que me voy a preparar un té verde para no empezar el año con las manos tan pringadas y, sobre todo, para digerir este cambio de paradigma en el cual la cultura está empezando a ser una capa de azúcar teñido de rosa.

El País

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