Lo comentaba no hace mucho al hablar de la pasión por los postres, de esa fascinación hacia la magdalena americanizada en cupcake que invade nuestra cultura. Aunque lo cierto es que no pasa sólo con los postres. Enciendes la tele –cualquier canal y a cualquiera hora- y hay un cocinero que ofrece recetas, sencillas o complicadas dependiendo del programa, para hacer “el mejor plato”. Pones la radio y alguien está hablando de comida. Abres el periódico y los comentarios sobre tomates o pescado lo invaden todo en una nueva religión. Tapas y pinchos han dejado de ser noticia y han dado paso a las reducciones y las espumas. No sólo. Si antes los bares proliferaban por todas partes, ahora las protagonistas son las tiendas gourmet –o su imitación de barrio. Cierran una tienda de ropa o parafarmacia y allí mismo, sobre sus cenizas, se alza victoriosa la cesta de delicatesen con vinos y quesos mejores o peores. Incluso en los supermercados cutres se aventuran a colocar una estantería de productos sofisticados para paladares exigentes. Qué hartazgo de comida, por favor.
Y es que todos quieren ser gourmets o cocineros o saber de cocina al menos, igual porque si eres cocinero y le echas un poco de ánimo acabas convirtiéndote en artista, no sé. Antes pasaba todo lo contrario: los artistas pintaban comida y utensilios de cocina. Ahora son los cocineros los que guisan arte.
Pero ¿por qué está tan de moda la cocina? Pues si a los cocineros se les invita a convertirse en artistas no es porque la cultura amplíe sus horizontes como predijo Barthes en Mitologías , sino más bien porque todo el mundo quiere que le inviten a comer, que le cuenten, sobre todo, unos secretos que ahora tienen pinta de ser los más codiciados. Quizás aspiramos a que el mundo esté regido por cocineros porque nos sentimos solos y desvalidos; porque vivimos a la intemperie y necesitamos de forma imperiosa regresar a algo parecido al hogar –y la comida puede dar ese consuelo, dicen los psicólogos. Necesitamos volver a unas raíces indeterminadas donde uno se repliega cuando todo va mal. Y ahora todo va mal. De hecho, es curioso notar cómo a medida que empeora la crisis avanza la presencia de cocina y cocineros y la afición de los consumidores por el tema.
Y con esta cosa de la cocina y el arte –que trajo a la arena de discusión documenta de Kassel por vez primera, si lo recuerdan- me he puesto a pensar en un momento de la historia de Occidente en el cual la comida era una parte importante del arte también -en este caso los artistas pintaban comida. Hablo de la aparición sistemática del género bodegón en los Países Bajos durante el siglo XVI y XVII. Entonces, allí, con una clase en ascenso, proliferaba este tipo de cuadros en los cuales, junto con manjares elaborados y frutas exóticas, se hacía un despliegue inusitado de utensilios, platos y vasos de enorme sofisticación, que afirmaban los modales recién estrenados de la mencionada clase, cierta incipiente burguesía que hablaba de lo que el dinero podía comprar: un poco de lujo al que todos aspiraban –como los estantes gourmet. De este modo, el bodegón terminaba por ser un síntoma de una clase porque la comida y las nuevas formas de aproximarse a ella lo eran.
Luego los alimentos regresarían con gran eficacia a la imaginería de la historia del arte tras el despliegue de los 50 del XX, un momento de cupcakes cocinados por unas mujeres que habían regresado a casa y tenían tiempo para su elaboración. Era la generación de amas de casa que por primera vez tenían a su disposición comida preparada, esa comida trampa que en lugar de quitarles trabajo se lo daba: ¿quién se iba a conformar con un sencillo asado después de haber probado un cordero a la menta? Warhol regresaría a la comida rápida con sus botes de sopa y Oldenburg la amplificaría en sus reproducciones de plástico, típica imagen de coffe-shop estadounidense donde los trozos de tarta son tan grandes que podrían alimentar a una familia entera.
Pero dar de comer, se advertía, es dar cobijo, aunque la comida maternal y casera haya dado paso a la espuma de alga del Indico sobre lecho de codorniz bávara. ¿Por eso andamos en busca de la comida, me preguntaba? ¿No es una cosa un poco loca preocuparnos de crear espumas y elaboraciones, mientras tanta gente no está eficazemente alimentada debido a la crisis económica? ¿Qué romance tiene la comida con el arte sobre todo?
Se me viene de pronto a la memoria la acción que Rirkrit Tiravanija -próximo al arte relacional y cuyas obras se centran con frecuencia en alimentar al público- organizó en 2012, en París, Sopa/Sin sopa , preludio de la Trienal en el Grand Palais (arriba en la foto). Las personas llegaban a recoger su sopa y luego se la comían, poniendo sobre el tapete ese acto de amor y compasión casi es dar de comer.
Pero justo ahí empieza la paradoja porque esa misma imagen iba apareciendo en la prensa por aquellos días en una acción que no era artística sino movida por la propia necesidad: ¿buscaron la sopa en el Grand Palais los que no tenían acceso a una alimentación básica? Una vez más las ficción y la realidad se entremezclaban peligrosamente, igual que en esos programa absurdos en los cuales se nos enseña a ser gourmet y cocinero, otra forma de complicar la vida a través del ocio.