Sin Título

Sobre el blog

Pero, ¿qué es el arte contemporáneo? Hay tantas respuestas como artistas. Por eso Sin título (Untitled) es un espacio abierto para informarse, debatir y, sobre todo, apreciar el arte de todos los tiempos y lugares, con especial énfasis en el latinoamericano. Un blog colectivo de contenidos originales y comentarios sobre la actualidad.

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Es un blog colectivo elaborado por periodistas especializados de EL PAÍS y otros colaboradores.

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Arte 40

Furor por la comida

Por: | 31 de marzo de 2014

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Lo comentaba no hace mucho al hablar de la pasión por los postres, de esa fascinación hacia la magdalena americanizada en cupcake que invade nuestra cultura. Aunque lo cierto es que no pasa sólo con  los postres. Enciendes la tele –cualquier canal y a cualquiera hora- y hay un cocinero que ofrece recetas, sencillas o complicadas dependiendo del programa, para hacer “el mejor plato”. Pones la radio y alguien está hablando de comida. Abres el periódico y los comentarios sobre tomates o pescado lo invaden todo en una nueva religión. Tapas y pinchos han dejado de ser noticia y  han dado paso a las reducciones y las espumas. No sólo. Si antes los bares proliferaban por todas partes, ahora las protagonistas son las tiendas gourmet –o su imitación de barrio. Cierran una tienda de ropa o parafarmacia y allí mismo, sobre sus cenizas, se alza victoriosa la cesta de delicatesen con  vinos y quesos mejores o peores. Incluso en los supermercados cutres se aventuran a colocar una estantería de productos sofisticados para paladares exigentes. Qué hartazgo de comida, por favor.

Y es que todos quieren ser gourmets o cocineros o saber de cocina al menos, igual porque si eres cocinero y le echas un poco de ánimo acabas convirtiéndote en artista, no sé. Antes pasaba todo lo contrario: los artistas pintaban comida y utensilios de cocina. Ahora son los cocineros los que guisan arte.

Pero ¿por qué está tan de moda la cocina? Pues si a los cocineros se les invita a convertirse en artistas no es porque la cultura amplíe sus horizontes como predijo Barthes en Mitologías , sino más bien porque todo el mundo quiere que le inviten a comer, que le cuenten, sobre todo, unos secretos que ahora tienen pinta de ser los más codiciados. Quizás aspiramos a que el mundo esté regido por cocineros porque nos sentimos solos y desvalidos; porque vivimos a la intemperie y necesitamos de forma imperiosa regresar a algo parecido al hogar –y la comida puede dar ese consuelo, dicen los psicólogos. Necesitamos volver a unas raíces indeterminadas donde uno se repliega cuando todo va mal. Y ahora todo va mal. De hecho, es curioso notar cómo a medida que empeora la crisis avanza la presencia de cocina y cocineros y la afición de los consumidores por el tema.

Y con esta cosa de la cocina y el arte –que trajo a la arena de discusión documenta de Kassel por vez primera, si lo recuerdan- me he puesto a pensar en un momento de la historia de Occidente en el cual la comida era una parte importante del arte también -en este caso los artistas pintaban comida. Hablo de la aparición sistemática del género bodegón en los Países Bajos durante el siglo XVI y XVII.  Entonces, allí, con una clase en ascenso, proliferaba este tipo de cuadros en los cuales, junto con manjares elaborados y frutas exóticas, se hacía un despliegue inusitado de utensilios, platos y vasos de enorme sofisticación, que afirmaban los modales recién estrenados de la mencionada clase, cierta incipiente burguesía que hablaba de lo que el dinero podía comprar: un poco de lujo al que todos aspiraban –como los estantes gourmet. De este modo, el bodegón terminaba por ser un síntoma de una clase porque la comida y las nuevas formas de aproximarse a ella lo eran.

Luego los alimentos regresarían con gran eficacia a la imaginería de la historia del arte tras el despliegue  de los 50 del XX, un momento de cupcakes cocinados  por unas mujeres que habían regresado a casa y tenían tiempo para su elaboración. Era la generación de amas de casa que por primera vez tenían a su disposición comida preparada, esa comida trampa que en lugar de quitarles trabajo se lo daba: ¿quién se iba a conformar con un sencillo asado después de haber probado un cordero a la menta? Warhol regresaría a la comida rápida con sus botes de sopa y Oldenburg  la amplificaría en sus reproducciones de plástico, típica imagen de coffe-shop estadounidense donde los trozos de tarta son tan grandes que podrían alimentar a una familia entera.

Pero dar de comer, se advertía, es dar cobijo, aunque la comida maternal y casera haya dado paso a la espuma de alga del Indico sobre lecho de codorniz bávara. ¿Por eso andamos en busca de la comida, me preguntaba? ¿No es una cosa un poco loca preocuparnos de crear espumas  y elaboraciones, mientras tanta gente no está eficazemente alimentada debido a la crisis económica? ¿Qué romance tiene la comida con el arte sobre todo?

Se me viene de pronto a la memoria la acción que Rirkrit Tiravanija -próximo al arte relacional y cuyas obras se centran con frecuencia en alimentar al público- organizó en 2012, en París, Sopa/Sin sopa , preludio de la Trienal  en el  Grand Palais (arriba en la foto). Las personas llegaban a recoger su sopa y luego se la comían, poniendo sobre el tapete ese acto de amor y compasión casi es dar de comer.

Pero justo ahí empieza la paradoja porque esa misma imagen iba apareciendo en la prensa por aquellos días en una acción que no era artística sino movida por la propia necesidad: ¿buscaron la sopa en el Grand Palais los que no tenían acceso a una alimentación básica? Una vez más las ficción y la realidad se entremezclaban peligrosamente, igual que en esos programa absurdos en los cuales se nos enseña a ser gourmet y cocinero, otra forma de complicar la vida a través del ocio.

Más que danzarinas, mujeres extraordinarias

Por: | 24 de marzo de 2014

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 Loïe Fuller bailando (Cortesía de La Casa Encendida, Madrid)

Quien base las reticencias hacia Warhol en sus apropiaciones de la baja cultura debe cambiar de argumento, porque desde luego no fue el único ni el primero en buscar filiaciones entre los iconos de  la cultura popular. La vanguardia estuvo desde siempre interesada en esas hibridaciones, como prueba Duchamp al copiar su urinario de los anuncios de la época, en los cuales un lavabo se retrataba solo, como un objeto especial,  y el propio Picasso al basarse en el modo de colocar los periódicos en un puesto para algunos de sus collages.

Sophie Taeuber 043Desde luego las vanguardias fueron mucho menos elitistas que nosotros a la hora de mezclar alta y baja, como prueba el papel que tuvieron tantas danzarinas fascinantes,  hibridizadas, a medio camino entre ballet y cabaret. Un ejemplo siempre citado es Mary Wigman o la propia Sophie Tauber-Arp (en la imagen a la izquierda), además de artista, bailarina dadá. Mujeres exóticas en tanto el otro, como la divina Baker – a veces también presentada como un animal salvaje-, que encandiló a la vanguardia con su voz y sus disfraces - de eso supo mucho Le Courbusier.

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Otro ejemplo siempre citado es el de Anita Berber (izquierda), la estrella que llenó los escenarios berlineses en los años de entreguerras, que escandalizó y fascinó a toda una ciudad   con unas producciones de títulos si no otra cosa sugerentes -Cocaina , Horror , Depravación o Extasis - y una de las más bellas lesbianas de la historia de cabaret. Anita, que puso de moda el monóculo y el frack, que solía moverse entre ciclistas y boxeadores, era la gran atracción, la gran deseada,  lo que el público quería ver, como se lamentaba una canción de moda en esos años:  “¿Qué quiere ver el público?/¿Millones de hambrientos y miseria,/miles de gentes que se pudren en la cárcel?/¿Eso es lo que quiere ver el público?/Que va, el culo desnudo de Anita Berber,/eso es lo que quiere ver.” Anita, pese a la crítica social implícita en la mencionada canción, era a su modo revolucionaria.

Gert5Junto a ella, otra mujer parodiaba el deseo. Y triunfaba. Valeska Gert ( en la imagen  derecha) debutaba en el Berlín de 1916 y en su representación Muerte  se limitaba a quedarse parada para después caerse encima del escenario. Niñas, cuerpos inertes, momias, prostitutas,... fueron sus principales personajes. Mientras se movía en escena creían mirarla, pero ya no poseían los ojos. En un juego de manos, Gert se había apoderado de ellos. Cuando le preguntó a Bretch que quería decir con “danza épica”, se cuenta que él le contestó: “Lo que tú haces.”

Ahora en la Casa Encendida se puede ver, en una expoisición excepcional, a otra danzarina excepcional desde muchos puntos de vista precursora de estas revolucionarias, Loïe Fuller, la bailarina norteamericana que fue en realidad mucho más que eso. De hecho, desde coreógrafa, comisaria, investigadora de efectos visuales, cineasta o empresaria hasta iluminadora, aparece en todo momento como un personaje  capaz de conjugar su éxito en el espectáculo -entendido en el sentido más laxo-  con el desarrollo de sus investigaciones sobre las posibilidades de la radioactividad en la creación de efectos lumínicos.

Amiga de personas tan influyentes  como la Reina María de Rumanía, admirada por Giacomo Balla, los hermanos Lumière, Stéphane Mallarmé, George Mèlies, Auguste Rodin o Paul Valèry; protectora de la propia Isadora Ducan; pintada por  Gêrome –hay en la muestra unas pinturas maravillosas-; amiga de los Curie por sus investigaciones científicas, directora de escena cuando en la exposición universal de 1900 en París se crea un pabellón dedicado  a la electricidad que debía albergar sus danzas, Fuller revoluciona la concepción misma de la danza convirtiéndose en un mito en Europa, Estados Unidos, Argentina, Brasil y Cuba y hasta en Egipto, por donde su compañía emprende una gira.

De hecho, Fuller, con sus danzas “fluorescentes” o “La danza del miedo” o “de los martirios" -precursora en los títulos de Gert o Anita-, es mucho más que la representante del Art Nouveau con sus complejos modelos construidos sobre palos para poder moverlos a discreción –en la exposición hay una estupenda reconstrucción de uno de ellos. Como tantas mujeres, Fuller fue, sobre todo una pionera, el ejemplo a seguir para tantas danzarinas, como las citadas, que se pasaron su vida en una performance a medio camino entre el consumo del cabaret y la élite. Otra mujer hasta cierto punto olvidadada por dedicarse a cuestiones que la alta cultura ve menores, aunque de menores tengan más bien poco, dado que en ellas se halla la esencia de la performance contemporánea -no en vano a la muestra de la Casa Encendida ha sido invitada La Ribot.

1fpz81pwduareIncluso después de enfermarse de  cáncer y ser sometida a una mastectomía, Fuller sigue siendo la mujer rompedora cuando pide a Harry Ellis que fotografíe su cicatriz en 1925 (a la izquierda en la foto, The Jerome Robbins Dance Division, The New York Public Library for the Performing Arts, Astor, Lenox and Tilden Foundations), como harán mucho después Joe Spence y Hannah Wilke, ambas enfermas de cáncer también, al ir mostrando el desarrollo de su enfermedad y las cicatrices que iba dejando.

La exposición estará hasta mayo –con películas, fotos, cuadros,…- y es una excelente ocasión para reflexionar sobre la performance y todo lo que las danzarinas han ofrecido desde siempre a las vanguardias, un poco de baja y un poco de alta. Pero sobre todo ese talento especial que con frecuencia muestran tantas mujeres creadores difíciles de clasificar.

Lecturas estimadas

Por: | 21 de marzo de 2014

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Lectura "estimada", de Mar Arza


Desde su invención, el arte se ha interrogado sobre la realidad, su ambivalencia y su ocultación. El artista se enfrenta al soporte de sus fantasías para crear su propia historia del deseo liberador, siendo la pintura, la fotografía, la escultura y el cine sus vehículos de expresión primordiales. La tesis de la colectiva “Iceberg. La realidad invisible” persigue una revelación, tanto en la actitud humana como en los procesos naturales. ¿Qué es la imagen y cuál es su relación con la realidad? ¿De qué manera la toca? ¿Es algo transparente, un puro punto de luz que fluye ante nuestra mirada sin dejar rastro? ¿Qué responsabilidad y marco social tiene esa “apariencia”? ¿Necesita nuestro enjuiciamiento y aceptación? ¿Cómo conocemos e interpretamos? Son cuestiones que el artista intenta hacer salir en la urgencia imperiosa de la representación.
Este ambicioso punto de partida debería preparar al visitante para una singular experiencia visual en la Fundación Godia. Pero una vez en la sala, lo más probable es que el espectador abandone todo intento de elucubración filosófica y se limite a disfrutar las piezas una a una, a su antojo, aunque la comisaria de la muestra, Montse Badía, haya optado por el recurso infantil de colocarlas por parejas temáticas: besos, bodegones, árboles, escritura, edificios abandonados y utopías.
Las obras son de sobra conocidas para el visitante que frecuenta museos y ferias. No sorprende ver la foto de un baobab africano hecha por Tacita Dean junto a otra de un árbol típico del paisaje canadiense que se emplea en los colegios para que los niños aprendan las estaciones del año y con la que su autor, Rodney Grahan, hace referencia a la creación de la imagen fotográfica. Un vídeo de Andreas Kaufmann reproduce, ralentizado, el famoso beso de Bogart y Bergman al final del filme “Casablanca”, un motivo que volveremos a encontrar en una serie fotográfica donde se puede ver a Douglas Gordon besando en los labios a los asistentes de una exposición, un gesto de confianza que esconde una manipulación, pues el artista oculta en la boca un barbitúrico sedante.

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Trabajos de la colectiva en la Fundación Godia

Un bodegón barroco de Juan van der Hamen (pintura cedida por la Godia) cuelga junto a las vanitas de Wolfang Tillmans y Christine Borland. De Stan Douglas y Santiago Sierra son sendas fotografías nocturnas de edificios abandonados que han perdido su uso original. De Ignasi Aballí se exhiben los falsos carteles de películas basados en guiones del escritor Georges Perec, mientras  que Pierre Huyghe recrea a través de un teatro de marionetas la historia de Le Corbusier y su proyecto utópico en la Universidad de Harvard. Cierran la muestra las frases de oro de Dora García y el vídeo de Javier Codesal “50 Versos Exactos”, una candorosa experiencia de lectura aforística donde las palabras parpadean y vacilan a cada nueva percepción. Poética encarnada en imagen, versos tendenciosos que perfilan la punta del iceberg y que alimentan nuestra capacidad imaginativa. 


Con un carácter más subversivo, Mar Arza (Castellón, 1976) reúne en Arts Santa Mònica trabajos basados en intervenciones o alteraciones de documentos bancarios, volantes médicos, hojas de calendario y recibos de la luz. La artista “enmudece” el texto original a base de borrar líneas, interrumpir la trama escrita con blancos o acumular frases sin espacios. Sus lecturas "estimadas" se vuelven acciones no válidas sobre los espacios pautados y vedados del Capital. Esta dimensión poética de la elipsis y de la lectura se despliega en espacios que reclaman con urgencia ser no sólo releídos, también re-inscritos. La serie “Avenç” muestra el resultado de los desplazamientos diarios de la artista a una oficina bancaria para “depositar” una serie de palabras “meditadas” en el lugar reservado al “concepto” de una libreta de ahorros. En un contexto de desmaterialización económica, el esfuerzo por “ahorrar capital poético” es una inversión, ya que al invertir también damos la vuelta, subvertimos, desplazamos el espacio financiero.
¿Qué palabra y qué lugares queremos sostener?, se pregunta Arza. No se trata de “poetizar” el papeleo cotidiano, sino de capacitar otro lenguaje para inscribir un gesto diferencial que nos devuelva a la humanización. Contra la economización de la vida, la alteridad poética del verso.

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 “Iceberg. La realidad invisible” (Colección privada Cal Gego). Fundación Godia. Calle Diputación, 250. Barcelona. Hasta el 18 de mayo.
“Lecturas y Consumos...”. Mar Arza. Arts Santa Mònica. La Rambla, 7. Barcelona. Hasta el 20 de abril.


Altamira: copias, réplicas y originales

Por: | 17 de marzo de 2014

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Cueva de Altamira. Pedro A. Saura

Hace poco -y como es lógico sólo para visitas muy escasas- se ha reabierto la tan conocida cueva de Altamira, una de las joyas mundiales del arte rupestre que, con el fin de ser conservada, se cerró al público hace bastante y después de ser duplicada para permitir de este modo el acceso a los visitantes.

Esa copia –o más bien réplica-, la “Neocueva” –como fue bautizada y de la cual hablaba Elsa Fernández-Santos en un estupendo artículo-, ha sido de hecho lo que la mayoría de las personas de a pie han llegado a conocer en estos últimos años. La otra, la verdadera, se ha quedado para algunos privilegiados o para los que como yo y antes de que cerrara, tuvimos ocasión de verla, incluso hace muchísimos años, cuando el público era más que escaso y la visita se llevaba a cabo casi con linternas. Era la cueva de mi infancia,  la cueva a la cual nos llevaban mis padres en algunas de sus frecuentes excursiones y resulta sorprendente  el modo en  que recuerdo aquellas visitas de niña, la sensación de sobrecogimiento que ha vuelto al regresar a Altamira muchos años después.

Será el ambiente oscuro, frío y húmedo, será la impresión profunda que causa la sola idea del paso infinito del tiempo, pensar que allí mismo, en ese lugar, estuvieron pintando los artista pretéritos, si se les puede llamar artistas, claro. Será porque, pese a lo que diga Benjamin, incluso las fotos tienen aura –lo comprobé al tener en la mano una foto de Duchamp de la colección de Madame Duchamp. La cuestión es que visitar Altamira –la real- no produce la misma emoción que visitar la réplica, al menos a mí.

Pero volvamos al punto de partida. Volvamos a una cuestión  que me parece básica para tratar de descifrar si da lo mismo abrir que cerrar la cueva, si es igual ver la real o la réplica; si merece la pena arriesgar la conservación con las visitas o si vale la pena conservar algo que  al final nadie puede disfrutar. Preguntemos a los visitantes si han sentido sensaciones diferentes en una u otra cueva o si por el contrario no ha sido así. Hagamos luego la pregunta incómoda: ¿decimos que hemos notado diferencias para que no nos tachen de insensibles, debido a la presión social  y nuestra fascinación hacia el “original”?

La cuestión es candente  ya que pone el dedo en la llaga respecto a la conservación misma de los monumentos, en algunos casos muy deteriorados por el tráfico y la polución, se comenta a menudo. Se dice mucho, por ejemplo, del Coliseo romano y hasta se habló, hace años, de hacer réplicas de los monumentos y cerrarlos en plástico para que no se estropearan. Esta historia, sin duda una idea de la “era berlosconiana” de la cual alguna empresa iría a sacar más dinero que la propia marca de zapatos por la explotación del monumento, suena a mitad de camino entre absurdo y ciencia ficción. ¿Se iba a hacer un edifico capaz de albergar el monumento inmenso y poner en medio de la ciudad una réplica de algún material plástico, resistente?

¿Se imaginan? Roma, la pobre, que ya es bastante parque temático, ¡toda de plástico! ¿Y qué iría después? ¿El Battistero de Florencia? Con el riesgo, además, de desmontar la cúpula que dio tantos quebraderos de cabeza a Brunelleschi y , con lo torpes que somos ahora, seguro que no la conseguiríamos volver a hacer.

Pero dejando a un lado estas cuestiones que tienen algo de broma y que tampoco son exactamente el caso de la cueva de Altamira, parece obvio que se trata de asuntos unidos a nuestro propio concepto de “originalidad”, clave para nuestra cultura y, sobre todo, en lo referido al “arte”. Poner en entredicho esa “originalidad” -que es tanto como la unicidad- es a veces el anatema del arte contemporáneo, donde se han roto por completo las antiguas barreras -o casi, porque luego a la hora de la verdad el más replicante de todos, Andy Warhol, deja claro que “no hay dos  iguales”.

También es posible que se trate de una  simple adquisición cultural, como el resto de emociones que sentimos a lo largo de nuestra vida. Quizás lo que creemos sentir ante la auténtica cueva sea sólo lo que nuestra cultura nos ha dicho que tenemos que sentir. Me hizo reflexionar sobre este particular una colega india después de una conferencia en Dehli. Al acabar de hablar del caso de la Exposición Colonial de 1931, con el mundo a mano en el recinto del Parc de Vicennes, incluida la reproducción en cartón piedra de Angkor de la cual se hicieron postales –en lugar de reproducir la auténtica, me  comentó inquisitiva: “¿Y qué? Qué historia tan rara tenéis con las copias.”

Y seguro que son manías y adquisiciones culturales, pero la emoción me parece diferente ante el original, aunque la copia sea perfecta. ¡Imaginen ustedes que hasta estoy convencida que el Guernica del Reina es una copia y el auténtico se lo ha quedado el MoMA en sus almacenes! Aunque, dicho esto, pare tenerlo guardado, sin que nadie lo pueda ver, mejor la copia, ¿no?

Los intelectuales y el principio de realidad

Por: | 10 de marzo de 2014

 

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Enfrentamientos después de las protestas. / Rodrigo Abd (AP)

Está claro que hoy en día es imposible mantener los secretos en secreto. Todo se hace público de una forma inmediata a través de las redes sociales, a través de todos esos improvisados periodistas que, móvil en mano, van filmando cada cosa que ocurre, incluso aquellas que se vetan a la prensa profesional.

Y lo filman, además, desde dentro, en medio de la batalla flagrante, en medio del caos y los excesos. Lo filman porque está ocurriendo y como testigos lo viven en primera persona – a pesar de la crisis del testigo puesto en cuestión estos últimos años. Nunca antes habían ocurrido las cosas de esta manera, nunca antes los “reporteros de guerra” habían sido los propios combatientes. ¿Qué mejor que narrar desde dentro? ¿Qué mejor si, como Robert Capa, autor de tantas fotos memorables e incluso famosas de la Guerra Civil española, solía repetir a su pareja la también fotógrafa documental Gerda Taro, “cuando la foto no ha salido bien es que no estabas lo suficientemente cerca”?

De modo que ya no se puede poner fronteras a esa realidad que, reflexionaba Lacan, no nos espera. Nunca. Es una idea nueva, la de la prensa espontánea que no deja pasar la noticia: a los pocos minutos las imágenes llegan a las redes sociales y la prensa se hace eco de lo vetado o borrado; de lo que no se permite ver ni observar  -todo lo que el poder trata de camuflar.

Y porque en cada esquina hay un periodista improvisado, no sirven de nada las soflamas ni los discursos o los panfletos por muy convincentes que quieran sonar: la verdad acaba saliendo porque se filma en medio de la batalla. Acaban saliendo los disparos, las represiones, los muertos… Pero empecemos tal vez por ahí: se manifieste quien se manifieste, la obligación de las fuerzas del orden es respetar los derechos básicos en cada calle y cada ciudad, en medio de la nieve de Kiev o en el verano caraqueño. La mayoría de las veces el que está tiene sólo el móvil para dar cuenta de los abusos. Y la da. Desde luego que ya no hay secretos.

Sin embargo, no me he vuelto comentarista política, no se alarmen. Aunque es cierto que los intelectuales, cada vez más, no tienen más remedio de posicionarse. Lo cierto es que no me hubiera hecho “comentarista política” si la polémica a propósito de la situación en Venezuela no hubiera sido iniciada por  la Red del Conceptualismos del Sur –“Plataforma de investigación, discusión y toma de posición colectiva desde América Latina, fundada en 2007”, dice su página web- , red muy conocida entre nosotros por sus muy frecuentes colaboraciones con el Museo Reina Sofía, entre otras instituciones internacionales.

La polémica empezó con el post publicado el 22 de febrero, en el cual se acusaba a intereses trasnacionales afincados en España, Colombia y Estados Unidos -y a este diario, por cierto- de promover una imagen negativa de Venezuela: “La imagen de Venezuela promovida por diario español El País, la CNN y algunos medios de comunicación pertenecientes a grupos de la derecha neoliberal colombo-venezolana, es la de una nación inestable cuyas masas dóciles son pastoreadas por líderes carismáticos y manipuladores. Esta ficción mediática ha sido creada para ocultar que el proceso bolivariano se sostiene en la fuerza del movimiento popular, en su poder de autoconvocatoria y autorganización y en el tejido social que permanentemente exige y empuja la agenda de izquierda del gobierno venezolano.”

La respuesta no se hacía esperar en un manifiesto firmado por un grupo nutrido de intelectuales, escritores, curadores, poetas, profesores y personalidades del mundo de la cultura de América Latina que dejaban claro como “la situación venezolana no es una ‘ficción mediática’, y tampoco depende de una ‘matriz comunicacional’, es ahora, otra vez y después de 15 años, el resultado del malestar de un ‘pueblo’ inconforme ante un gobierno que no ha sabido responder al desafío de su momento histórico, substituyendo la política por el discurso de la propaganda.”

Después, la polémica ha surgido a su vez dentro de los propios Conceptualismos, en cuyo seno han ido oyéndose voces discordantes, y fuera , con acusaciones a la propia red de aprovechar la coyuntura política para sus fines. Lo más llamativo es, no obstante, la retórica de los Conceptuslismos que no puede ser más trasnochada y, dicho con todos mis respetos, a ratos y por reiterada un poco vacía. Pero la cuestión esencial, lo interesante más allá de las simpatías o antipatías que una u otra posición generen, es que, a partir de aquí las cosas han dejado de ser inocentes y las instituciones  –todas puntualmente informadas de la respuesta de los intelectuales venezolanos- que trabajen con Conceptualismos y con otras instancias presentes en el segundo manifiesto, van a tener, tal vez, que posicionarse. ¿Será posible jugar a dos bandas, instalarse en la paradoja?

De cualquier manera, y aunque sólo sea por la prosa –que es sintomática de muchas cosas más, por ejemplo de una libertad de pensamiento- parece más convincente el manifiesto en respuesta a Conceptualismos. Dejando a un lado las ironías, es la misma libertad de pensamiento que demuestran y muestran todos esos móviles que van dando cuenta de la situación en la calles de Venezuela y que, seguro, no están dirigidos por grupos con intereses trasnacionales. Seguro.

 

 

Promocionar el "arte español"

Por: | 03 de marzo de 2014

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Con motivo de ARCO algunas personas de paso por Madrid me preguntaban dónde podían ver “arte español actual” –o arte producido en el Estado español, se diría mejor. Les contestaba que en ARCO mismo y en las galerías. Bueno… y en algunas instituciones: “Cristina Lucas, una de nuestras artistas más internacionales,  está en Matadero con  Es Capital .”  (Arriba en la foto)

De pronto me quedaba un poco sin recursos, porque lo cierto es que en la mayoría de las instituciones madrileñas dedicadas al arte contemporáneo, muchas de ellas con programas solidísimos por otra parte, se podían ver más bien pocas piezas producidas por artistas nacionales.  De hecho, entre el énfasis en Finlandia –país invitado y ya tradicional tema de exposición coincidiendo con la feria- y el deseo de que en los programas de la mayoría de las instituciones haya algo especial para coincidir con la feria, la verdad es que al final cuando llega ARCO son escasos los lugares donde se muestra arte producido en el Estado. ¿Qué pasa? ¿Que apostar por el  arte local no es chic y quita glamour? ¿Por qué hay que recurrir sistemáticamente a artistas extranjeros -a veces casi desconocidos y hasta un poco irrelevantes- y a comisarios extranjeros  como hacen algunos de nuestros museos nacionales –también- en época de ARCO?

Es aquí donde va surgiendo el dilema y no sólo en la definición del término “arte español”, que acaban de abordar en sus libros dos distinguidísimos catedráticos de Historia del Arte de la Universidad Complutense, Francisco Calvo Serraller  con La invención del arte español –el “arte español” como “invento” del XIX-, un texto lúcido y original; y Valeriano Bozal en su recorrido concienzudo por la producción artística local del 1900 hasta el 2010, dos tomos de recorrido completo por La Historia pintura y la escultura del siglo XX en España.

Pero el dilema surge, además, debido a estas reiteradas y notables ausencias del arte producido ahora mismo -de las cuales todos se quejan, pese a que pocos lo hacen públicamente y me pregunto por qué- y que mandan un mensaje claro al exterior: si desde dentro no se apoya nuestra producción, ¿cómo se va a apoyar desde fuera? Es, por otra parte, una manía muy arraigada entre cierto sector del país donde se instala el poder y que piensa con frecuencia que decir que todo el mundo es irrelevante aquí –salvo ellos-, es tanto como decir que sólo ellos –sean quienes sean “ellos”- son los “listos”. Es nuestra maldita manía de hablar mal del país también fuera, sin duda uno de los delitos nacionales más repetidos que dice muy poco sobre nuestra generosidad intelectual. Así, a la pregunta: “¿quién podría hacer esto en España?”, contestan que nadie - salvo ellos, claro. En este sentido la lección de otros países es proverbial: cuando se está fuera del propio ámbito hay que practicar una especie de debida discreción hacia los problemas locales –en esto Francia es maestra.

Sin embargo, vayamos por partes que de pronto alguno pensará que me he vuelto loca con mi ataque de “patriotismo para tiempos de crisis”. La primera pregunta es si no hay buenos artistas vivos en el Estado y si los museos no deberían apoyarlos de forma sistemática.  Las respuestas parecen afirmativas, aunque los museos que apoyan de forma sistemática el “arte español” -por lo que valga el término- se pueden contar con los  dedos de una mano. El MUSAC ha sido un buen ejemplo, igual que el CAAC desde la llegada de Alvarez Reyes. La Panera es, también desde este punto de vista, ejemplar –lo es desde todos. El CGAC apoya a ratos políticas locales; del IVAM mejor ni hablar –de eso ni de nada- y el MACBA no tiene tampoco una línea clara dedicaba al arte local joven –español o catalán. En el Reina Sofía, por ejemplo, las exposiciones de arte español –así como las comisariadas por profesionales locales- han sido muy escasas en estos últimos cinco años, mientras se han rescatado artistas internacionales, interesantes a veces pero tampoco esenciales para la historia del arte internacional. Tal vez debido al que algunos vemos como cierto cambio de rumbo en el museo, para el año que viene parece que se  ha programado Juan Luis Moraza –buena elección- y parecería que algún español más,  si bien la línea de claro apoyo al arte local sigue sin estar presente del modo en que lo estuvo a través de Espacio Uno. Es cierto que en el Retiro se pudo ver durante ARCO una exposición de la “ casi figuración madrileña” –Idea: pintura fuerza-   , si bien la muestra de los 80 y 90, donde sí había artista españoles vivos –en un momento del recorrido un poco segregados tras la proyección de la película El  desencanto , algo inquietante- , se había cerrado por motivos de calendario –una pena porque  hubiera sido interesante mantener la exposición viva durante  la feria.

La pregunta sigue, pues, martilleante: ¿deben los museos apoyar el “arte local” de forma sistemática y comprometida? Parece la  estrategia más clara de exportar lo que se hace en un lugar y un buen número de museos internacionales apoyan la producción propia, pues no hacerlo habla más bien de un complejo de inferioridad que tenemos y que nos hace pensar que todo lo que viene “de  fuera” es mejor. ¿Dónde pueden exponer ahora los artistas vivos locales si no en las galerías y en algunas instituciones privadas y municipales? ¿Dónde pueden verse cuando vienen los “international curators” en busca de talento? ¿O alguien les susurra acaso que no mucho que ver y no vienen?

Sin embargo, sí hay mucho que ver, a pesar de que los artistas locales, hartos de esta escena deprimente, se larguen a Berlín, como se relataba hace unas semanas en este mismo blog. Hay mucho que apoyar, pero igual es que me he vuelto patriota a mis años y no tengo razón, ya que en este mundo globalizado lo mismo da Siria que Soria. Con todo, no soy la única que piensa que en demasiados museos nacionales se ha dado la espalda a la escena local: creo que esto al menos es unánime. Galeristas, artistas, comisarios… se sienten a la intemperie, así que, como me contaba un amigo que se decía hace tiempo en plena campaña electoral, “menos Siria y más Soria”. En suma: más apuestas por lo local y menos banalidades balcánicas –por citar una parte del mundo de gran sonoridad, sin segundas intenciones, que conste.

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