Sin Título

Sobre el blog

Pero, ¿qué es el arte contemporáneo? Hay tantas respuestas como artistas. Por eso Sin título (Untitled) es un espacio abierto para informarse, debatir y, sobre todo, apreciar el arte de todos los tiempos y lugares, con especial énfasis en el latinoamericano. Un blog colectivo de contenidos originales y comentarios sobre la actualidad.

Sobre los autores

Es un blog colectivo elaborado por periodistas especializados de EL PAÍS y otros colaboradores.

Coleccionarte
Arte 40

Otra vez Banksy en portada

Por: | 28 de abril de 2014

Three-figures-in-search-o-011

Una  nueva pieza de Street Art en Cheltenham atribuida a Banksy. Fotografía Matt Cardy/Getty Images

Total no hace tanto que hablar de Banksy era hablar de un tema sólo apto para radicales o al menos entendidos en Street Art, ese arte callejero que desde los 80 empezó a proliferar en la escena artística de las grandes ciudades postindustriales, en especial en Nueva York y Londres. La gente entonces se jugaba literalmente la vida –o al menos una multa o la cárcel- por dejar su impronta en un edificio o un vagón de metro casi en marcha. Entonces las cosas eran salvajes, como el lado salvaje de la canción de Lou Reed,  y los trayectos diarios se hacían  en Nueva York subidos a unos vagones llenos de pintadas que no valían nada más que el valor del acto mismo, la firma, el estar allí entonces como acto político y de guerrilla urbana. Eran otros tiempos que recordaban a la actual escena de Sao Paulo, una ciudad llena de pintadas en lo alto y exterior de sus edificios para que puedan verse desde las autopistas que ayudan a sobrellevar los trayectos en la ciudad  brasileña plagada de atascos imposibles e inundada de una luz prodigiosa.

Sin embargo y pese a sus inicios de crítica social, el arte callejero fue comercializándose hasta que se convirtió en el fenómeno que parece ser hoy –y sé que esto no va a ser muy popular entre los más fanáticos-: cierta manifestación digerida y domesticada que, desde el metro o las calles, pasaba directamente a las galerías de arte… y al mercado. En esos años dorados de Nueva York nada, incluido el arte callejero, hacía concesiones. Eran años de una ciudad gobernada por una escena artística que buscaba el límite, las mezclas, y en la cual las nuevas galerías hacían realidad lo que, quienes hayan tenido el privilegio de vivir en Nueva York entonces, comprobaban día a día: en el metro, al lado del sin techo, viajaba una mujer elegante con un visón hasta los tobillos. Hoy, en medio de un Nueva York con una calle Bowery -en pleno Lower East Side, la que fuera la zona más tirada y excitante, la guarida de Paul Bowles- llena de edificios de la New York University con sus niños upperclass y sus cafés de zumos orgánicos, aquella mezcla parece mentira, pero el mundo cambia y se aburguesa.

En aquellos barrios hasta peligrosos de Manhattan, especialmente en las avenidas A,B,C y D –la Alphabet City- los estudios eran aún baratos en los 80 y los jóvenes galeristas compartían la calle con grandes hogueras para calentar a los que no tenían donde ir. Jugando a los contrastes en una Manhattan viva -y no el  centro comercial en el cual se ha convertido-, las mujeres de los visones hasta los tobillos bajaban de sus coches lujosos para conocer lo que allí ocurría y sentían, supongo, el vértigo de vivir lo prohibido.

Fue en esos mismos 80 cuando el Street Art, último recurso del arte político, fue dejando de ser político y pasó a ser parte de la distracción de las clases medias con ansias de subversión ordenada. Ocurrió con Jean Michel Basquiat –SAMO, SAME Old Shit (la mierda de siempre)- y Keith Haring, quienes muy pronto pasaron a ser los niños mimados de la escena del downtown –y al rato del uptown a través de Warhol- y hasta con Jenny Holzer que, antes de tomar la espiral del Guggenheim –todo lujo- intervino las calles. Qué tiempos….

Por eso cuando apareció Banksy en escena todos los adictos al arte callejero, los que creemos que es una de las pocas posibles fórmulas de un arte  de guerrilla en un mundo caudriculado, pensamos que se trataba de un advenimiento. Siempre crítico, sorprendente, irónico, tratando de mantener oculta su identidad para no llegar a ser jamás famoso ni entrar en los juegos del mercado… parecía ser un poco la voz de la conciencia colectiva, ésa que se revuelve a veces viendo todo lo que se vende o se subasta: también lo que está pensado contra el sistema,  tal y como ocurrió con Basquiat. Eran las mismas reflexiones sobre el éxito –y la fama fácil- que planteaba en su película de culto, Exit through the Gift Shop ,  donde un personaje hasta cierto punto creado por Banksy,  Mr. Braiwash, acaba por simbolizar lo peor en el campo del arte callejero: volverse comercial.

Aún así, desde esos inicios hasta hora las cosas han cambiado mucho con Banksy, en parte  debido a la avidez del mercado y en parte porque en los últimos años se ha hablado demasiado de él, se le ha convertido en noticia, tal vez también debido a su propia estrategia de ocultamiento, quién sabe. Ocurrió con la famosa subasta de la pieza arrancada de un muro que al final despertó la discusión de la propiedad del propio arte callejero: ¿es mío lo que está en el muro de mi propiedad o es de todos, de la calle, porque está en la calle?

Ahora ha vuelto a aparecer un obra irónica -y bien pitada, porque la verdad es que Banksy pinta bien- que los expertos creen que es obra suya y, como es siempre noticia, los visitantes peregrinan hasta Cheltenham para verla… y ver si vuelven a tener una mina de oro en la pared. De cualquier manera, la discusión vuelve a aparecer y las preguntas no cesan. Dejemos de un lado cuestiones como la propiedad y, más aún la autoría y sus paradojas -¿vale más una obra de Street Art, en  esencia de naturaleza anónima, si es de Banksy y debe ser así? Dejemos también a un lado la costumbre de invitar a street artistas a “intervenir” en lugares con fecha u hora cerradas -que es me parece desvirtuar la esencia de este tipo de arte, tan contra natura como llevar una pieza de Street Art a una galería o una sala de subastas. Lo interesante es cómo Banksy se ha convertido en un artista de moda al cual todos corren a ver; lo curioso es cómo ha cambiado  su círculo de admiradores que han dejado de ser cutting edge  para pasar a ser gentes corrientes, aficionados al arte, igual que pasó con Haring y Basquiat.

Así que dejando a un lado la autoría –¿por qué iba a importar quien ha hecho una obra de Street Art sin firmar?-,  lo importante no es si es no es “arte” –imposible de dirimir en última instancia porque “arte” es lo que consensuamos que es “arte”-, sino qué significa ese cambio de un público  radical a uno más burgués y más culto. ¿Cómo puede influir dicho cambio en la percepción de Banksy? ¿Es eso lo que buscaba el artista, ponernos en chaque? Y, de ser así, ¿por qué? Lo único seguro es que ha dejado de ser un artista de culto y ha pasado a ser un artista de moda, pero ya se sabe que este maldito sistema se lo traga todo. La cuestión acaba por ser si no será él mismo el que alimenta el mito. ¿Parte de su juego? La  cuestión se si en este juego deja de perder radicalidad su propuesta; si, a pesar de mantener el anonimato, no es una forma de convertir al mito en leyenda.

Desahucios artísticos

Por: | 19 de abril de 2014

Joana-vasconcelos-parq7

 

Hace unos días, la edición digital de The Art Newspaper publicaba un artículo firmado por Cristina Ruiz bajo el provocador título “Dealing direct: Do artist really need galleries?” (Trato directo: ¿De verdad los artistas necesitan a las galerías?). El texto aireaba algunas prácticas cada vez más comunes en el sistema del arte y estaba ilustrado con el caso de la artista portuguesa Joana Vasconcelos (1971). En marzo de 2013 su galería, Haunch of Venison, cerraba sus dos espacios en Londres y Nueva York tras ser adquirida por Christie's. Lo que podía haber sido un desahucio artístico en toda regla tuvo para Vasconcelos unas consecuencias beatificadoras: la artista lusa representó ese mismo año a Portugal en la Bienal de Venecia, consiguió instalar algunas de sus esculturas en espacios públicos de Oporto y Lisboa y produjo nuevas piezas para algunos centros de arte de Inglaterra.

Su obra de grandes dimensiones, “Lilicòptere” (2012) -un helicóptero Bell 47 decorado con plumas de avestruz, pan de oro y cristales Swarovski- había sido exhibida unos meses antes en Versalles y poco después adquirida por un coleccionista privado tan caprichoso como Marie Antoniette. Pero el falso potentado nunca llegó a pagar la millonaria factura y Haunch tuvo que cerrar. La luciérnaga mecánica acabó posándose en el hangar que le había reservado Christie's y allí permaneció junto a otros bichos del fondo de la antigua galería hasta que fueron puestos en subasta en el último año.

Vasconcelos tiene su estudio en Lisboa, donde 45 operarios dan forma a las ideas de la artista. “Me gustaría volver a trabajar con una galería importante, pero no hay prisa. He tenido un montón de invitaciones, pero hasta ahora no me ha interesado ninguna. De momento, seguiré trabajando con una red de espacios más pequeños”, ha declarado la escultora. Su caso no es el único. Muchos creadores que apenas superan los cuarenta contratan a managers que se dedican a recaudar fondos para la producción de nuevas obras, se comunican directamente con coleccionistas y entablan amistad con curadores y críticos. ¿Qué sentido tiene pagar una comisión del cincuenta por ciento a una galería cuando ellos cuentan con su propio staff?

El artista angloindio Anish Kapoor o el catalán Jaume Plensa consiguen trabajar independientemente de cualquier galería a pesar de tener una relación estrecha con ellas. Todavía hoy recordamos aquella jornada del 15 de septiembre de 2008 en Londres, protagonizada por el perspicaz Damien Hirst, que acabó vendiendo directamente sus obras en Sotheby's con la complicidad de su dealer, Larry Gagosian. Su “Becerro de oro” fue adquirido por 10.500.000 libras y, por arte de birlibirloque, doscientas obras más consiguieron mantener y hasta aumentar su cotización tras el colapso financiero de Lehman Brothers, pocas horas antes en Nueva York.

Joana-vasconcelos-parq4

 

Y no solo los grandes. Artistas aún más jóvenes, que han crecido en la era de la comunicación instantánea, son increíblemente hábiles a la hora de promocionar sus obras. Hoy hace exactamente cuatro años del estreno del documental “Exit Through the Gift Shop” (Salida por la tienda de regalos), dirigida por el artista callejero Banksy. Un crítico de arte definió la película como “una sala de espejos extraordinaria que descubre lo que sucede cuando la fama artística global se convierte en anónima, los artistas en objetos y los fanáticos en artistas”. El grafittero más popular del mundo ya ha vendido obras a golpe de mazo. ¿Situacionismo en las casas de subastas?

 

Presència deJoanPrats1

 Joan Miró delante de una fotografía suya, en la galería Joan Prats con Manel y Joan de Muga. 1976

Dentro de pocas semanas, la Joan Prats cerrará su espacio de Rambla de Catalunya como consecuencia de una subida drástica del alquiler de la sala. Recomendamos la visita, al menos como reflexión. La galería fotográfica colocada en el hall es un recuerdo inefable de los 38 años de actividad, con unos primeros años que destilaban la fuerza trinitaria de Joan Miró, Joan Prats y Josep Lluís Sert.

La réplica a esta exposición se encuentra en Estrany & de la Mota. Se trata de una carambola entre dealers y comisarios de la que resulta una colectiva de artistas no necesariamente representados por la galería. Nada que objetar, y menos en unos momentos en que el efecto dominó de la Ley de Arrendamientos -que obliga a los establecimientos a renegociar el alquiler a precio de mercado- ya ha empezado a barrer del mapa algunos establecimientos históricos, de manera que calles tradicionalmente “artísticas” como Consell de Cent y proximidades son hoy la sombra alargada de lo que que habían sido.

 Presencia de Galería Joan Prats”. Rambla de Catalunya, 54 i Carrer Balmes, 54. Barcelona. Hasta el 30 de mayo.

Jugada a tres bandas. Textura/Trama/Abstracción”. Galería Estrany & de la Mota. Passatge Mercader, 18, bajos. Barcelona. Comisario: Frederic Montornés. Hasta el 26 de abril.

 

 

 

Obsesión por las subastas

Por: | 14 de abril de 2014

1384307841_466744_66113700_fotograma_2

Sala de subasta en una venta de Bacon

No se trata sólo de secciones especiales en los medios o de revistas especializadas, lo cierto es que el valor que las obras de arte van alcanzado en el mercado se ha convertido en uno de los temas de moda sobre los cuales a muchos les gusta leer.  Así, lo que antes formaba parte de un franja muy reducida de profesionales y coleccionistas o de esas noticias que por curiosas acaparaban la atención de los medios durante un rato –noticias de Vanity Fair , con un toque del mundo del corazón más chic-, es ahora un constante bombardeo de artículos que tienen cabida en las páginas de cultura internacionales. Por alguna extraña razón los precios alcanzados en las salas de subasta parecen interesar a los lectores –o a los productores de noticias- y a través de ellos se va construyendo esa nueva cartografía en la cual se puede ver cómo va cambiando  de manos el “gran dinero” –porque al final se trata sobre todo de esto, me parece.

La noticia no es tanto que un determinado artista suba de precio en las pujas, sino el nombre de quien quiere o puede pujar por ese artista. De este modo, se ve cómo suben los “bacon” y alcanzan cifras record y van pasando de unas manos a otras en directo o a través de galeristas de prestigio que hacen de intermediarios; o cómo Jeff Koon  se convierte en uno de los artistas vivos con los precios más altos. O se habla de la noticia de Damien Hirst cuando decide llevar directamente sus obras a la sala de subastas, sin representante. De pronto Picasso parece bajar  en el ranking mientras sube éste o el otro artista chino y se vende un cuadro emblemático de Cézanne,  Los jugadores de cartas , por un precio astronómico que sólo puede pagar, parece, el Emir de Catar. Warhol se mantiene y sube la fotografía, siguen opinando los expertos.

En estas discusiones a nadie le importa en realidad el “producto” que se vende, sino como parte del relato de por cuánto  se vende y quién está dispuesto a pagar el precio. De hecho, las noticias de las subastas son un buen termómetro de por dónde andan las cosas en el mundo del dinero que, desde luego, no es el del arte: grandes fortunas, nuevas fortunas, inesperados ámbitos de influencia que pasan de China a Catar y de allí a los oligarcas rusos, van fluctuando en las páginas de cultura en una migración desde las de economía. Curiosa compra y venta de obras de arte que deja un poco el ámbito artístico y entra en el sociológico. No en vano cuando hace más de quince años un coleccionista de arte actual Latinoamericano se veía obligado, por un revés del destino, a vender su colección completa en una de las grandes casas de subastas, todos los coleccionistas de arte actual de esa parte del mundo -que en aquellos momentos eran casi tímidos- se quedaron sin aliento esperando ver los resultados: la debacle en la casa de subastas hubiera significado la caída en valor de sus obras. No ocurrió, menos mal, aunque esta noticia podría significar que todos los coleccionistas compran por inversión. No es cierto: los mejores lo hacen por pasión, a pesar de que a nadie le gusta ver que su colección se devalúa.

Pero ¿son así  de sencillas las cosas –“rico encuentra obra cara”- o terminan por ser los medios los que lo animan en esta acumulación de noticias sobre el mercado que se han puesto de moda, tal vez porque la sociedad en la cual vivimos se interesa sobre todo por las cuestiones relativas al dinero? ¿Dónde se queda el arte en toda esta discusión? ¿Dónde se quedan los coleccionistas, la mayoría a los cuales el mercado les interesa poco, se advertía, ya que compran por placer o por diversión? ¿De verdad alguien cree que salvo a Koon, Hirst y poco más a los artistas le seduce o les intriga este mundo de las subastas? ¿O ellos están a sus cosas, mucho más interesantes por otro lado?

Me parece que, en efecto, a los artistas –o al menos a la mayoría, a los que tienen trayectorias más sólidas- los asuntos del mercado no parecen perturbarlos por el simple motivo que sería terrible, además de tener que crear una obra, estar al tanto del precio que las propias obras alcanzan. Claro que todos preferimos que nos vaya bien en lugar de irnos mal, pero tanta atención a las subastas –que siempre han estado ahí, además- quizás habla de las enfermedades más que de la curiosidad de nuestra sociedad.

Y de repente tengo la impresión de que todo este airear las noticias sobre los precios en el mercado cumple con una doble función. Por un lado tiene el efecto de las revistas de corazón o de moda, donde se muestran los trajes inalcanzables de los grandes modistos: consolar a quienes no tienen  acceso a ese “producto” y acaban por vivir esa vida de lujos por persona interpuesta. Por el otro, supongo que contribuyen a la banalización y descrédito de algo tan serio como el arte, que acaba por ser reducido a cifras, altas además, y eventos sociales, dando la razón a quienes creen que para salir de la crisis hay que vender el patrimonio, además de demonizar al “arte contemporáneo”.

Los artistas, por su parte y menos mal, siguen en sus cosas y sólo piensan en el mercado cuando alguien los pregunta: bastante tienen ya con llevar a cabo su tarea. Se me vienen a la mente los bellísimos versos de T.S. Eliot, del segundo de sus Cuartetos, cuando habla de la dificultad de la creación: “Así que aquí estoy por el camino de en medio, habiendo pasado veinte años, (…)/tratando de aprender a usar palabras, y cada nuevo intento es un arranque completamente nuevo, y un diferente tipo de fracaso (…)/ Pero quizás no hay ganancia, no pérdida./ Para nosotros, sólo está el intentar. Lo demás no es asunto nuestro.”

¿Quién piensa en el trabajo de la creación en un mundo aplastado por el dinero? ¿Quién dictamina el valor real de la obra? ¿El precio  que alcanza en el mercado? En fin, que igual soy una antigua pero estas cosas me preocupan.

Más que sexo

Por: | 07 de abril de 2014

Robert-Mapplethorpe-self-portrait

Robert Mapplethorpe, Aurretrato,1980

Era el año 1989 y la Corcoran Art Gallery, una de las más antiguas e influyentes de Washington D.C., organizaba una exposición individual de Robert Mapplethorpe sin haber consensuado antes el contenido de la misma, se repite  con frecuencia. La sorpresa no se hacía esperar, dado que en dicha muestra se mostraban algunas imágenes de contenido sexual explícito, como a menudo ocurre con el artista. Pero si la sorpresa –de verdad relativa para el que conozca el trabajo del fotógrafo de los 80 neoyorquinos- no se hizo esperar, la reacción tampoco tardó en producirse. Escandalizado los patrocinadores por el contenido abiertamente homoerótico de las imágenes y, sobre todo,  porque parte del presupuesto  para la muestra había sido a cargo de una subvención pública, la exposición se clausuró organizando una buena polvareda por la clara censura. Muchos artistas y los expertos, se pusieron en contra de la decisión y algunos llegaron incluso a retirar sus subvenciones o donaciones de obras a la Corcoran.

Luego los trabajos expuestos se mostraron en un lugar alternativo y, naturalmente, las colas fueron enormes, porque no hay nada mejor que prohibir algo para asegurar su éxito. Mapplethorpe, muerto unos meses antes de la inauguración, pasaba de celebrity a mito. La polémica estaba servida y parece que sigue aún vigente: ¿puede financiarse con dinero de todos algo que molesta a algunos? Y, más aún, ¿por qué les molesta? ¿No debe ser el “arte” leído  como “arte” y por lo tanto fuera de toda sospecha? No es lo mismo un “fisting” o una escena sadomasoquista de Mapplethorpe que la misma escena producida para y publicada en una revista porno –entre otras cosas porque las fotos de Mapplethorpe son impecables desde el punto de vista técnico, de composición, etc... imágenes de un "clásico".

A partir de ese momento Mapplethorpe se convertiría en un símbolo de libertad tras la censura después  de su muerte prematura a consecuencia del SIDA –moría en primavera y la expo se abría a principios del verano, como se anunciaba. Y es aquí donde se puede encontrar una explicación a la reacción desmesurada más allá del contenido sexual de su trabajo: eran años de miedo a la enfermedad y, sobre todo, de culpabilización  al colectivo gay, como si el SIDA fuera un castigo y no un virus, y Mapplethorpe tenía algo de proscrito por este motivo.

En aquel momento se observaba, además, un tambaleamiento del binomio  artista/obra de arte que se podría explicar a partir de la producción del fotógrafo. Porque no todas las obras del norteamericano tienen implicaciones homoeróticas -y sirvan de ejemplo sus numerosísimos y elegantes bodegones. Pese a este hecho obvio y constatable frente la obra de Mapplethorpe, el espectador, influido por el discurso que le rodeaba, se sentía obligado a convertirse en sujeto/artista en el mismo acto de constituirse como mirada. Tal vez, debido a la muerte del artista a causa del SIDA  cada una de sus imágenes, incluidos los bodegones, se resignificaba y acababa por ser no el objeto ejecutado sino el sujeto ejecutante. Cada obra de Mapplethorpe era, para cierto tipo de espectador, el artista y, por tanto, la epidemia. Este tipo de asociaciones tan automáticas como indebidas, este tipo de intercambio entre objeto y sujeto, artista y espectador, artista y obra de arte...  estaría hablando de una filtración de territorios improbable antes de esos años 80: el objeto del conocimiento acaba por estar trágicamente unido al sujeto del conocimiento .

Veinticinco años después de su muerte Robert Mapplethorpe ha vuelto a París, tomando casi la ciudad en dos exposiciones en el Grand Palais y el Museo Rodin -donde el escultor dialoga con el fotógrafo- y para las cuales no se ha reparado en esfuerzos. Están representados todos los periodos y temas: desde las polaroids, hasta fotos de famosos del Nueva York de esos años –entre otros de Patty Smith, muy presente, y un poco su madrina-, los bodegones, los maravillosos autorretratos y las imágenes más abiertamente sexuales, penes y parte connotadas o puestas en escena sadomasoquistas y “fistings”.

Las fotografías –y por tanto el diálogo- son muy potentes, como ocurre siempre con Mapplethorpe; de una belleza extraordinaria y de una perfección clásica en su uso de las imágenes, sobre todo en blanco y negro, que muestran a un artista que –como se puede comprobar en su autorretrato maquillado, en la imagen reproducida en la parte superior- tiene algo de los autorretratos de Durero,  con esa mirada frontal y profunda.

Y, pese a todo, veinticinco años después, Mapplethorpe sigue creando polémica. De hecho, para curarse en salud, suponemos, en la muestra  se advierte que puede herir sensibilidades, pese a estar financiada por grandes corporaciones -paradojas modernas. Está claro que tantos años después, ante el Mapplethorpe, celebrity pero sobre foto fotógrafo tradicional, se sigue confundiendo al artista con la obra; al muerto de SIDA con el castigo. ¿Es que no hemos aprendido nada en estos veinticinco años de propuestas vanguardistas? ¿Seguimos siendo los mismos pazguatos que se asustan con el sexo, aunque consuman violencia de alto voltaje en los telediarios a la hora de comer? Pese a todo, las fotos de Mapphethorpe  son mucho más que sexo, incluso cuando hablan de sexo: basta con mirarlas sin prejucios para ver que hay en ellas una emoción rara que procede de un lugar donde todo se condiciona a la belleza,  igual que ocurre con el arte más clásico.

 

 

 

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal