Una nueva pieza de Street Art en Cheltenham atribuida a Banksy. Fotografía Matt Cardy/Getty Images
Total no hace tanto que hablar de Banksy era hablar de un tema sólo apto para radicales o al menos entendidos en Street Art, ese arte callejero que desde los 80 empezó a proliferar en la escena artística de las grandes ciudades postindustriales, en especial en Nueva York y Londres. La gente entonces se jugaba literalmente la vida –o al menos una multa o la cárcel- por dejar su impronta en un edificio o un vagón de metro casi en marcha. Entonces las cosas eran salvajes, como el lado salvaje de la canción de Lou Reed, y los trayectos diarios se hacían en Nueva York subidos a unos vagones llenos de pintadas que no valían nada más que el valor del acto mismo, la firma, el estar allí entonces como acto político y de guerrilla urbana. Eran otros tiempos que recordaban a la actual escena de Sao Paulo, una ciudad llena de pintadas en lo alto y exterior de sus edificios para que puedan verse desde las autopistas que ayudan a sobrellevar los trayectos en la ciudad brasileña plagada de atascos imposibles e inundada de una luz prodigiosa.
Sin embargo y pese a sus inicios de crítica social, el arte callejero fue comercializándose hasta que se convirtió en el fenómeno que parece ser hoy –y sé que esto no va a ser muy popular entre los más fanáticos-: cierta manifestación digerida y domesticada que, desde el metro o las calles, pasaba directamente a las galerías de arte… y al mercado. En esos años dorados de Nueva York nada, incluido el arte callejero, hacía concesiones. Eran años de una ciudad gobernada por una escena artística que buscaba el límite, las mezclas, y en la cual las nuevas galerías hacían realidad lo que, quienes hayan tenido el privilegio de vivir en Nueva York entonces, comprobaban día a día: en el metro, al lado del sin techo, viajaba una mujer elegante con un visón hasta los tobillos. Hoy, en medio de un Nueva York con una calle Bowery -en pleno Lower East Side, la que fuera la zona más tirada y excitante, la guarida de Paul Bowles- llena de edificios de la New York University con sus niños upperclass y sus cafés de zumos orgánicos, aquella mezcla parece mentira, pero el mundo cambia y se aburguesa.
En aquellos barrios hasta peligrosos de Manhattan, especialmente en las avenidas A,B,C y D –la Alphabet City- los estudios eran aún baratos en los 80 y los jóvenes galeristas compartían la calle con grandes hogueras para calentar a los que no tenían donde ir. Jugando a los contrastes en una Manhattan viva -y no el centro comercial en el cual se ha convertido-, las mujeres de los visones hasta los tobillos bajaban de sus coches lujosos para conocer lo que allí ocurría y sentían, supongo, el vértigo de vivir lo prohibido.
Fue en esos mismos 80 cuando el Street Art, último recurso del arte político, fue dejando de ser político y pasó a ser parte de la distracción de las clases medias con ansias de subversión ordenada. Ocurrió con Jean Michel Basquiat –SAMO, SAME Old Shit (la mierda de siempre)- y Keith Haring, quienes muy pronto pasaron a ser los niños mimados de la escena del downtown –y al rato del uptown a través de Warhol- y hasta con Jenny Holzer que, antes de tomar la espiral del Guggenheim –todo lujo- intervino las calles. Qué tiempos….
Por eso cuando apareció Banksy en escena todos los adictos al arte callejero, los que creemos que es una de las pocas posibles fórmulas de un arte de guerrilla en un mundo caudriculado, pensamos que se trataba de un advenimiento. Siempre crítico, sorprendente, irónico, tratando de mantener oculta su identidad para no llegar a ser jamás famoso ni entrar en los juegos del mercado… parecía ser un poco la voz de la conciencia colectiva, ésa que se revuelve a veces viendo todo lo que se vende o se subasta: también lo que está pensado contra el sistema, tal y como ocurrió con Basquiat. Eran las mismas reflexiones sobre el éxito –y la fama fácil- que planteaba en su película de culto, Exit through the Gift Shop , donde un personaje hasta cierto punto creado por Banksy, Mr. Braiwash, acaba por simbolizar lo peor en el campo del arte callejero: volverse comercial.
Aún así, desde esos inicios hasta hora las cosas han cambiado mucho con Banksy, en parte debido a la avidez del mercado y en parte porque en los últimos años se ha hablado demasiado de él, se le ha convertido en noticia, tal vez también debido a su propia estrategia de ocultamiento, quién sabe. Ocurrió con la famosa subasta de la pieza arrancada de un muro que al final despertó la discusión de la propiedad del propio arte callejero: ¿es mío lo que está en el muro de mi propiedad o es de todos, de la calle, porque está en la calle?
Ahora ha vuelto a aparecer un obra irónica -y bien pitada, porque la verdad es que Banksy pinta bien- que los expertos creen que es obra suya y, como es siempre noticia, los visitantes peregrinan hasta Cheltenham para verla… y ver si vuelven a tener una mina de oro en la pared. De cualquier manera, la discusión vuelve a aparecer y las preguntas no cesan. Dejemos de un lado cuestiones como la propiedad y, más aún la autoría y sus paradojas -¿vale más una obra de Street Art, en esencia de naturaleza anónima, si es de Banksy y debe ser así? Dejemos también a un lado la costumbre de invitar a street artistas a “intervenir” en lugares con fecha u hora cerradas -que es me parece desvirtuar la esencia de este tipo de arte, tan contra natura como llevar una pieza de Street Art a una galería o una sala de subastas. Lo interesante es cómo Banksy se ha convertido en un artista de moda al cual todos corren a ver; lo curioso es cómo ha cambiado su círculo de admiradores que han dejado de ser cutting edge para pasar a ser gentes corrientes, aficionados al arte, igual que pasó con Haring y Basquiat.
Así que dejando a un lado la autoría –¿por qué iba a importar quien ha hecho una obra de Street Art sin firmar?-, lo importante no es si es no es “arte” –imposible de dirimir en última instancia porque “arte” es lo que consensuamos que es “arte”-, sino qué significa ese cambio de un público radical a uno más burgués y más culto. ¿Cómo puede influir dicho cambio en la percepción de Banksy? ¿Es eso lo que buscaba el artista, ponernos en chaque? Y, de ser así, ¿por qué? Lo único seguro es que ha dejado de ser un artista de culto y ha pasado a ser un artista de moda, pero ya se sabe que este maldito sistema se lo traga todo. La cuestión acaba por ser si no será él mismo el que alimenta el mito. ¿Parte de su juego? La cuestión se si en este juego deja de perder radicalidad su propuesta; si, a pesar de mantener el anonimato, no es una forma de convertir al mito en leyenda.