Parecía comúnmente aceptado antes de octubre de 2011 que el fin de la violencia era el objetivo más difícil de conseguir en Euskadi. Tantos años de sangre y terror parecían aplazar con evidente desánimo el desenlace a la siguiente generación. Ni siquiera la presión social y la contundencia del Estado de derecho eran suficientes para doblegar a ETA, castigada en su debilidad. Sin embargo, la solución vino por la vía unilateral y la sociedad creyó que ya tenía en sus manos un bien tanto tiempo anhelado. Todavía estamos ahí.
Nadie ocultó que el avance hacia la convivencia iba a ser tormentoso por la dificultad anímica que entraña, por los relatos incomprendidos que se entremezclan y en más de una vez por esa equidistancia que suena tan hiriente. Demasiadas traviesas en la rueda del entendimiento. Por eso, dos años después no asoma la voluntad compartida sino que se divisa la cruel sensación de vencedores y vencidos, como si no supiéramos convenir de qué tipo de paz hablamos.
A este ánimo han contribuido en los últimos días el contundente contenido de la doctrina Parot y sus interpretaciones proclives al desasosiego al escuchar algunas voces. Es fácil de entender a quienes se sienten (bastante) desanimados por el nuevo escenario, atronado por los decibelios de un desacuerdo que, paradójicamente, ha alimentado el propio Gobierno central y el PP ante la sorpresa del ámbito internacional.
Sin entrar en la cruzada emprendida por las víctimas del terrorismo -para ellas la máxima ayuda y comprensión, pero también la máxima exigencia de respeto a las exigencias democráticas-, resulta descorazonador cómo ahora mismo nadie es capaz, porque no se atreve, a abrir la carpeta de la ponencia de paz y convivencia en el Parlamento vasco ni de arrimar el hombro a la propuesta pacificadora del lehendakari Urkullu. Es inadmisible está supeditación.
No debería permitirse que la sociedad y los partidos fueran incapaces en el País Vasco de aprovechar la oportunidad histórica que supone la ausencia del terror. Nadie desconoce que es y será un reto complicado, pero debería denunciarse todo intento -y puede haber tentaciones- de un rentismo político tan cortoplacista como absurdo. En este contexto, bastaría una rápida mirada alrededor para bajar los brazos hacia el desencanto sobre todo cuando las tripas se imponen a la razón. No es admisible haber peleado tanto para desperdiciarlo ahora por el camino.
Es cierto que tras el final de la violencia de ETA la ansiedad se apoderó de la situación creada. Y que esta expectativa alimentó inopinadamente las urgencias hasta que la realidad -sin desarme y sin movimientos en la política penitenciaria- ha acabado por golpear las esperanzas. Hay quien pueda pensar que el efecto envolvente de la doctrina Parot enmaraña la situación. Pero hay muchos otros que confían en su efecto desencadenante. En cualquier caso, por encima de este impasse que alienta una tensión creciente, habría que reaccionar cuanto antes para dejar bien claro de qué paz estamos hablando.