Mariano Rajoy ha despachado con un elocuente desprecio las eternas reivindicaciones nacionalistas en cuestión de autogobierno y de pacificación. Lo ha hecho, además, de una manera contundente en un marco con eco como el Debate del Estado de la Nación. Y quizá con el decidido propósito de proyectar la cuajada sensación de que jamás como presidente del Gobierno abordará semejantes retos.
No es cuestión, por tanto, de mano tendida como ofreció intencionadamente Amaiur ni de aprovechar la oportunidad histórica que se le dispensa en un escenario social y político sin violencia como le recordó el PNV. Simplemente es la constatación de que Rajoy habla otro lenguaje, más acorde con la voluntad posiblemente mayoritaria del resto de España y, sobre todo, del ala más intransigente de su partido, ese que fluctúa pendiente de la fuga de votos por el flanco de la derecha política y mediática más extrema.
Paradójicamente, el mismo día en el que Iñigo Urkullu y familiares de presos de ETA escenificbaan el punto de partida de un diálogo hasta ahora impensable sobre posibles vías de entendimiento, el presidente del Gobierno central cercenaba buena parte de la viabilidad de estas esperanzas esbozadas en la mesa de Lehendakaritza. Bien es sabido que Interior nunca ha querido escuchar la constante reivindicación de un cambio en la política penitenciaria a partir del final del terrorismo, pero mucho menos lo hará ahora en un año de apretada agenda electoral.
Urkullu se ha tenido que sentir herido políticamente por el manifiesto desafecto de Rajoy en el Congreso. Ni un solo guiño a sus reiteradas apelaciones al diálogo para resolver, al menos, cuestiones como la Ley del Cupo. Por tanto, resulta una quimera esperar la mínima sensibilidad hacia el debate de una segunda transición, precisamente el mismo día en el que el fallo del Tribunal Constitucional arrasa con el medio de expresión de la identidad catalaña. Ahora bien, tampoco mejorarán un ápice las agrias relaciones entre PNV y el PP en Euskadi.
Así las cosas, ante el fundado riesgo de malgastar energías políticas en una apuesta condenada al fracaso al menos hasta el final de esta legislatura, haría bien el lehendakari en focalizar su mandato hacia el impulso del desarrollo económico de Euskadi, considerado siempre el primero de sus objetivos y siempre con mayor trascendencia social.
Pero, al mismo tiempo, no es menos cierto que el desprecio a la exigencia de autogobierno y de avances en la pacificación amenazan con crear un caldo de cultivo de progresivo voltaje. De nuevo la ceguera del Gobierno central vuelve a planear sobre una reclamación de hondo calado político. Suele ocurrir cuando las dos partes concernidas utilizan un lenguaje diferente: es imposible que se entiendan.