Hazel Morse era imponente, hermosa, de esa clase de mujeres que incitan a los hombres a mover la cabeza con picardía y a chasquear sus lenguas cuando pronuncian la palabra «rubia».
A los veintitantos, tras la larga enfermedad y muerte de una madre viuda y mentalmente ausente, había entrado a trabajar como modelo en unos almacenes de ropa: todavía se llevaban las mujeres grandes y ella tenía buen color de piel, envergadura y pechos duros y turgentes. El trabajo no era pesado, conoció a un buen puñado de hombres y pasó otras tantas veladas con ellos, riéndose de sus bromas y diciéndoles cuánto le gustaban sus corbatas.
Años después de entrar a trabajar en los almacenes conoció a Herbie Morse. Era delgado, rápido, atractivo. Alrededor de sus brillantes ojos castaños tenía unas arrugas irregulares y tenía la costumbre de morder con ferocidad la piel que rodeaba sus uñas. Bebía bastante, lo que ella encontraba entretenido.
Ella estaba encantada con la idea de convertirse en una novia: coqueteaba con ella, jugueteaba con ella. Había tenido antes otras peticiones de matrimonio —no precisamente pocas—, pero todas ellas venían de hombres corpulentos y serios que habían acudido a los almacenes como clientes: hombres que venían de Des Moines, de Houston o Chicago y, como ella decía, de lugares de broma. La idea de vivir en un sitio que no fuera Nueva York le resultaba inmensamente cómica. No podía tomar por seria ninguna propuesta que supusiera mudarse con alguien al Oeste.
Herbie ganaba bastante dinero, y alquilaron un apartamento en la parte residencial de la ciudad. Tenía un comedor amueblado al estilo colonial con una lámpara central, colgante, en forma de globo de cristal y de color marrón rojizo. En el salón había mucho mobiliario, un helecho y una reproducción de la Magdalena de Henner, de pelo rojo y túnica azul. El dormitorio estaba esmaltado en gris y rosa pálido: la foto de Herbie estaba sobre el tocador de Hazel y el retrato de Hazel sobre la cómoda de Herbie.
Ella cocinaba, y lo hacía muy bien, iba a la compra y charlaba con los chicos del reparto y la lavandera negra. Adoraba el piso, adoraba su vida y adoraba a Herbie.
Ahora se daba cuenta de lo cansada que estaba de su vida. Dejar de lado su papel de mujer alegre era una delicia, un juego nuevo, una fiesta. Si le dolía la cabeza o si le molestaban los empeines, se quejaba lastimera, como un niño pequeño. Si estaba sosegada y tranquila, permanecía en silencio. Si acudían lágrimas a sus ojos, las dejaba correr.
El problema era que Herbie no se divertía tanto.
—¡Por el amor de Dios! —le decía entonces—. Otra vez amargada. Perfecto: quédate ahí sentada y amárgate todo lo que quieras. Yo me largo.
Salía dando un portazo y volvía a casa tarde y borracho.
Lo que estaba pasando con su matrimonio la dejaba absolutamente perpleja. Al principio eran amantes y ahora, sin apenas transición, se habían convertido en enemigos. No era capaz de entenderlo.
Empezó a beber sola, poco a poco, pequeños tragos a lo largo del día. Solo cuando bebía en compañía de Herbie, el alcohol la ponía nerviosa y agresiva. Cuando lo hacía sola, la bebida hacía que las cosas fueran menos dolorosas. Vivía en una especie de neblina y su vida adquirió la apariencia de un sueño: ya nada la asombraba.
Una noche volvió de la casa de la señora Martin y se encontró con Herbie en el dormitorio.
—Me largo —dijo—. Estoy hasta las narices de todo. He encontrado trabajo en Detroit.
Ella le siguió hasta la puerta. En su cabeza comenzó a sonar una canción, una canción que la señora Martin ponía una y otra vez en su tocadiscos y que a ella no le gustaba.
* De noche y de día, siempre jugando. ¿No es divertido?
Fragmentos extraídos del relato Una rubia imponente de Dorothy Parker. Ilustraciones de Elisa Arguilé. Traducción de Jorge Cano. Todas las imágenes son cortesía de Nórdica Libros.
Hay 10 Comentarios
jajajaj la rubia envejeció
Publicado por: Imprenta Bajo coste | 16/04/2013 12:20:25
Buen artículo, no siempre somos jovenes, todo el mundo envejece.
Publicado por: Dípticos | 15/04/2013 13:49:20
La vida pasa para todos.
Publicado por: Soltero32 | 14/04/2013 12:04:06
Bonito relato, a veces no queda más remedio que volver a empezar:
http://www.mujerimantada.blogspot.com.es/2013/02/back-to-start.html
Publicado por: Aleida | 12/04/2013 17:30:38
El alcohol siempre es mal consejero.
Publicado por: AMBASSADOR | 12/04/2013 14:54:53
Publicado por: Félix Francés | 12/04/2013 10:16:17
Como que no, yo tengo más de tres veces 20 años.
Publicado por: Miguelillo | 12/04/2013 13:17:42
Impresionante
Publicado por: Trasplante capilar | 12/04/2013 12:52:00
Interesante lo de "tenía buen color de piel". O sea que hay un "mal color de piel".
Interesante, porque así es como se expresan, se normalizan y se cimentan una serie de prejuicios.
Publicado por: HjorgeV | 12/04/2013 10:56:02
Muy triste...
Publicado por: Electrica | 12/04/2013 10:21:36
No siempre tenemos 20 años.
Publicado por: Félix Francés | 12/04/2013 10:16:17