Recuerdo que, aquella noche, yací despierta en el coche cama en un estado de tierna y deliciosa agitación, con las mejillas ardiendo contra el impecable lino de la almohada y el corazón imitando en sus latidos los grandes pistones que empujaban incesantemente el tren que me arrastraba lejos de París, lejos de la infancia, lejos de la blanca y recluida quietud del piso de mi madre, hacia el país imprevisible del matrimonio.
Y recuerdo haber pensado que, en aquel mismo momento, mi madre se estaría moviendo lentamente por la angosta habitación que yo había dejado atrás para siempre y que estaría doblando y guardando mis viejas reliquias, las prendas caídas que yo no volvería a necesitar, las partituras que no tuvieron espacio en mis baúles y los programas de conciertos que había abandonado; se entretendría en esta cinta rota y aquella fotografía desvaída con todas las emociones mitad felices y mitad tristes de una mujer en el día de la boda de su hija. Y, en mitad de mi triunfo nupcial, sentí la punzada de la pérdida como si, en el instante en que él me pusiera el anillo en el dedo y me convirtiera en esposa, yo fuera a dejar de ser, en cierto sentido, hija.