Estimado Tallón,
La gente sueña con despedidas a lo grande, como las de esos muchachos que se van a la guerra exultantes en un intento de olvidar que probablemente no volverán con vida. Con todos los seres queridos agolpados en el andén de la estación, en donde ellas, pañuelo blanco en mano, más que llorar por el que se marcha, lo hacen por la imposibilidad de lo que ya nunca será. Es duro, amigo Tallón, pero nos han dicho que ha llegado el momento de decirnos adiós. Le escribo la carta más triste de lo que llevamos de correspondencia porque no hay nada más triste que una despedida si exceptuamos la noche que Fraga perdió la Xunta. Y lo hago, para más inri, en el día de descanso de un Mundial. Un día sin Mundial viene a ser algo así como el día de Año Nuevo pero sin resaca, lo que es infinitamente peor. En días como hoy, uno ya ni tiene el consuelo de no salir de cama.
Ante su preocupación, he de decirle Tallón que, para mí, el Mundial ya está casi terminado, y no lo digo por nuestra propia despedida, que no pudo ser más humillante. En primera ronda, por la puerta de atrás y con la cara pintada. Un si lo sé no vengo en toda regla que nos dejó a todos despechados y heridos. Antes incluso del partido contra Australia yo solo podía pensar en Clark Gable mandando literalmente a la mierda a Vivien Leigh en la escena final de Lo que el viento se llevó: «francamente, querida, eso ya no me importa».
Esta sensación de final antes de tiempo la tengo desde la eliminación, casi física, del delantero uruguayo Luis Suárez. Que no digo yo que esté bien lo que hizo el charrúa aun siendo la víctima un central italiano que, como decimos por aquí, «algo haría»; pero de ahí a querer exorcizar todos los males del odioso fútbol moderno en su persona va un mundo. En ocasiones, como el crío de El sexto sentido, tiendo a ver muertos y no puedo evitar pensar en el interés de algunos por dejar el campo minado de cadáveres ante el paso militar de Brasil. Es cosa de este fútbol que, en su carrera loca por llenarse de tatuajes y peinados de diseño, parece haberse quedado sin alma y, lo peor, sin ganas de pegar patadas. Lo resumió perfectamente Pepe Mújica, presidente de Uruguay y del corazón de cualquier persona de bien, cuando le preguntaron por el suceso: «no lo elegimos para filósofo». Este ataque de deportividad mal entendida en la asociación de intereses que controla el fútbol mundial me escama. Ni que el fútbol fuera un deporte. Se fue Luisito tras cargarse a Italia e Inglaterra, y uno se lo imagina como Schwarzenegger, con el deber cumplido a medias, advirtiendo de que volverá. Aquel que lo fiche, que le compre un bozal.
A mí no me gustan mucho las despedidas porque no sé muy bien qué decir. Me pasa como a Pancho Villa que, en su lecho de muerte y ante el silencio general, tuvo que gritarle a un periodista: «¡Ponga que dije algo, carajo!». También me parece de mal gusto darles demasiada importancia, incluso cuando se trata de la definitiva. En todo caso, hay que saber irse con dignidad, como cuando Ana Bolena se dirigió al verdugo que estaba a punto de decapitarla para tranquilizarlo: «No le dará ningún trabajo, tengo el cuello muy fino».
Así que hasta aquí hemos llegado, amigo Tallón. Usted seguirá en Ourense y yo pongo rumbo a EE.UU. porque como dice la máxima con la que abrimos esta correspondencia, la mejor forma de saber qué pasa en un sitio es contarlo desde la distancia. Real o figurada, pero cuanto más lejos mejor. Me tranquiliza saber que lo dejo en buena compañía. A diferencia de Humphrey Bogart en Casablanca, no pierde a la chica, pero como él, sí gana un amigo. En cualquier caso, antes de que piense lo que va a decir, seamos realistas. Como dijo Dylan Thomas antes de caer redondo en su pub de confianza: «Me acabo de beber dieciocho whiskys seguidos. Creo que he batido un récord». Si le parece poco récord que nos hayan dejado escribir tanto tiempo en una casa seria, ya me contará. Pero hágalo en el bar.