Siberia es un paisaje que les resulta cautamente remoto incluso a los infaliblemente convencidos de que tienen alma de viajeros, con infatigable anhelo por vivir aventuras en las geografías más exóticas del planeta. Yo, al menos, no conozco a gente que pase sus vacaciones invernales en Siberia. La conocemos por la literatura y por el cine. También por la sistemática barbarie que perpetró Stalin enviando a pudrirse en ella a millones de compatriotas ortodoxos o heterodoxos, disidentes o resignados, maquinadores o inocentes, deseosos de cambiar el estado de las cosas o destinados a esos campos de concentración sin comerlo ni beberlo, yéndose al otro barrio sin tener la menor idea de cual había sido su pecado.
Desconozco las riquezas naturales de esa zona y si las exportan con frecuencia, pero todo el mundo tiene pavorosamente claro lo que significa la exportación de una ola de frío siberiano. Esa indeseable viajera llegó la semana pasada a España. Y lógicamente intentaba imaginarme el efecto de ese aire helador en lugares que le quedan más cercanos, como Alemania. Ayer jueves Berlín apareció nevado, sensación muy bonita al ver caer los copos al amanecer desde la ventana de tu habitación, pero cuyo poético encanto se desvanece en el momento que pones los temerosos pies en la calle. Entre otras cosas, porque al igual que en el título de aquella extraordinaria novela de Simenon, al poco tiempo La nieve estaba sucia. Caminar por el suelo helado es una tortura, respirar por la boca llega a ser doloroso, el frío puede hacerte llorar. Cuentan los berlineses que hace unos días los termómetros marcaban 25 bajo cero y que las próximas noches ese terrorífico dato podría aumentar. Las cínicas campañas que hacen los gobiernos colocando imágenes dantescas de enfermedades en las cajetillas de tabaco, compaginando sin problemas de conciencia esa denuncia tan ética con sacarle la pasta al consumidor, no serían necesarias para que el tabaco se extinguiera si los fumadores tenemos que practicar cotidianamente nuestro imperdonable vicio en la desolada calle y con este frío infernal. Por estricta supervivencia dejaríamos de echar humo por la boca y por la nariz y ya solo nos tragaríamos ese tan inocuo que desprenden los coches.
Con este ambiente nada puede resultar más apetecible que estar calentito en una sala oscura viendo películas. Pero hojeo la programación de la sección oficial en esta edición del Festival de Berlín y empiezan a entrarme sudores que no guardan ninguna relación con el calor. Una parte notable de los directores no me suena de nada y a otros desdichadamente los conozco demasiado bien. Respecto a los primeros quiero pensar que permanece intacta mi capacidad de sorpresa, pero con los segundos intuyo lo que me espera con un exiguo margen de error. Aunque sorpresas te da la vida, que diría el inolvidable matón de esquina Pedro Navaja. Por ejemplo: el año pasado la Berlinale tuvo el honor de estrenar en Occidente la magnífica película iraní Nader y Simin, una separación, perteneciente a una cinematografía con la que mis frívolos gustos se lleva fatal. Ojalá que Berlín nos descubra este año más de una perla de ese cine oriental que tanto aman los festivales, pero, de entrada, las únicas películas que me inspiran ilusión limitada son las que llevan la firma del actor Billy Bob Thornton y la de Stephen Daldry, director de Billy Elliot, Las horas y The reader (El lector).
La sección oficial la ha inaugurado Les adieux á la reine, dirigida por Benoît Jacquot, señor muy prestigioso en el cine y el teatro francés, pero del que tengo que hacer demasiados y vanos esfuerzos de memoria para encontrar alguna película suya que me haya apasionado. Como Sophia Coppola en María Antonieta, él también ha tenido la necesidad de hacer un retrato muy humano y complejo de esa mujer a la que la historia considera frívola, de su corte y de la servidumbre. Sophia Coppola, que debe de identificarse espiritualmente con aquel ambiente y personajes, iba de guay y de moderna al hablarnos con insufrible empalago y oquedad florida, de lo bien que se lo pasaban los que después serían guillotinados.
Jacquot, sin embargo, prefiere el realismo, la constatación de que también había pulgas y ratas en aquel sofisticado universo. A través de la mirada de una sirvienta que elige los libros que desea leer la reina y que se ha convertido en su confidente, nos enteramos de la pasión volcánica que siente Antonieta hacia otra dama, de la angustia de ella y de su marido hacia la inminente revolución que puede acabar con ellos, de las intrigas, la lealtad o la traición de sus cortesanos, del terror colectivo de señores y criados ante la posible desaparición de su universo. No hay nada en esta película que me provoque rechazo pero igualmente nada que me entusiasme. Pretender ser sutil describiendo relaciones y sentimientos, pero ese volcán a punto de estallar no te quema nunca. El presente y el futuro de esa gente, de los condenados y de los que lograrán sobrevivir, desprende frialdad académica. Eso sí, con muchas e inútiles pretensiones de estar creando arte sobrio.
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