Era conmovedora la imagen de dos hermanos de 83 y 81 años llamados Paolo y Vittorio Taviani recogiendo el Oso de oro por su película Cesar debe morir y declarando que aunque un hombre esté condenado a cadena perpetua no dejará de ser un hombre hasta su último día. Su cine siempre fue inteligentemente humanista, complejo, lírico sin esfuerzo. Y es alentador que el cerebro de ambos no muestre ninguna señal de esclerosis, que alguien se atreva a producirles una película a dos ancianos cuya obra les sonará a los espectadores jóvenes como una reliquia del pasado con olor a alcanfor, que dos creadores que jamás fueron acomodaticios y que militaron en eso tan pasado de moda llamado compromiso sigan experimentando en su cine con una historia tan insólita como la que propone esta película.
Los Taviani se encierran en una cárcel de alta seguridad y convencen a presos con condenas muy largas para que interpreten un montaje tan original como posibilista del Julio Cesar de Shakespeare. Nos muestran la ilusión de gente a la que se supone que ya no le quedan ilusiones introduciéndose en la piel y en el corazón de esos personajes inmortales, representando con veracidad y fuerza expresiva esa tragedia sobre los dilemas morales, la conjura, la traición, la ambición de poder, la venganza y la manipulación de la opinión popular en ese discurso insuperable de Marco Antonio ante el cadáver de Cesar, logrando cambiar la opinión de esa plebe que minutos antes parecía haber comprendido y aplaudía las razones del atormentado Bruto para asesinar a esa figura paternal que pretendía ejercer la tiranía. Esos asesinos, narcotraficantes, ladrones, miembros cualificados de la Mafia, la Ndrangheta y la Camorra, no solo comprenden lo que pretenden lo que pretendía contar Shakespeare sino que descubren que muchas de esas situaciones son aplicables a su propia vida, a lo que hicieron y sintieron en el mundo exterior o las relaciones que se establecen en la propia cárcel. Los Taviani hacen un regalo impagable con este trabajo a sus improvisados actores, que se lo devuelven otorgándoles lo mejor de ellos mismos.
Les hablaba en una crónica anterior de la sorpresa que supuso la película danesa A royal affaire, dirigida por Nikolaj Arcel, alguien del que no tenía ninguna referencia. Arcel utiliza una narrativa, una estética y un tono emparentado con el clasicismo para describir la terrible historia de un medico alemán, que habiendo ganado la confianza y el amor incondicional del enloquecido rey de Dinamarca Christian VII, intenta imponer las revolucionarias ideas de la Ilustración en una sociedad que sigue siendo feudal. Su clandestina historia de amor con la reina propiciará la conspiración de los cortesanos para destruir al que pretendía cambiar el estado de las cosas. Han premiado con un Oso de plata su notable guión y la brillante interpretación que hace Mikkel Boe Folsgaard de ese rey ciclotímico e infantil, cruel y patético.El premio a la mejor actriz es tan justo como insólito. Lo ha conseguido la niña Rachel Mwanza, que interpreta con naturalidad y desesperación desgarradoras en Rebelle a una niña de una aldea africana reclutada a la fuerza por el ejercito de los rebeldes como soldado en una guerra cuya única meta es el exterminio. Eso críos convertidos en asesinos no están basados en una ficción sino que forman parte de una realidad espeluznante.
Hemos visto en la sección oficial variado, espeso e inútil cine alemán, pero también Barbara, un sólido y comunicativo filme sobre el acorralamiento de una desterrada medico en un pueblo de la sombría y asfixiante Alemania del Este en los años ochenta. Chistian Petzold crea atmósfera y describe admirablemente el tono grisáceo, el espionaje al vecino, la delación, el abuso de los débiles y la miseria moral impuesta por un régimen totalitario. El oso de plata a su creador es incontestable.
Solo puedo discrepar en los razonables premios del jurado que presidía Mike Leigh con el excesivo reconocimiento a la tediosa y vanamente trágica película húngara Just the wind y con el premio Alfred Bauer a Tabú, un experimento irritante del director portugués Miguel Gomes, uno de los nuevos ídolos de una modernidad tan previsible como impostora. No ha sido una buena Sección oficial. Ha habido sobredosis de cine inestrenable, escogido al caprichoso azar o en función de un exotismo muy mediocre. Lo poco destacable entre lo que se ha exhibido afortunadamente figura en el muy sensato palmarés.
Hay 0 Comentarios