Cuentan que un deprimido Akira Kurosawa, el creador de la muy triste Ikiru, o sea, Vivir, tuvo en algún momento la urgencia de morir. Por decisión propia, con el coraje y la desolación suprema que exige el suicidio. No le salió bien. Pero poco después, la posibilidad de una coproducción con el cine ruso, una película a rodar en la tundra siberiana, parece ser que ayudó a volver a afirmarle en la vida. Y, de paso, le hizo a la historia del cine uno de los regalos más hermosos y poéticos que ha recibido nunca. Dersu Uzala cuenta la larga y conmovedora amistad en medio del peligro que entraña la tundra cuando la naturaleza se cabrea entre un oficial del Ejército ruso y un viejo cazador. Ese hombre primitivo y sabio, experto en supervivencia, no caza por placer sino como medio de vida, respeta los rituales de la jungla, sabe con inmenso pesar e inconsolable fatalismo que verse obligado a matar a un tigre totémico despertará el furor del bosque y le pasará cuentas. Ese admirable cazador, que entre otras cosas le ha salvado más de una vez la vida al cartógrafo, sentirá cómo esos ojos que le han permitido sortear tantas amenazas de la naturaleza comienzan a nublarse y aceptará provisionalmente el refugio en la civilización y al lado de su familia que el amigo le ofrece. El final será inevitablemente trágico. También lógico.