La perversa anécdota la cuenta Christopher Hitchens en la impagable antología de sus ensayos, reportajes, perfiles y artículos titulada Amor, pobreza y guerra. Asegura que en París se acercó a James Joyce una dama de gesto embelesado y le suplicó que le permitiera besar la mano que había escrito Ulises. Él le contestó: “Permítame recordarle, señora, que esta mano ha hecho otras muchas cosas”. Vuelvo a encontrarme con esa aclaración sugerente, realista y cruel de Joyce en Diario de invierno, de Paul Auster, aunque este lo describe de forma más púdica. Según él, la señora no pretendía besar la mano del creador de Leopold Bloom sino algo más convencional como estrecharla.
Auster cita la frase de Joyce para hablar de la relación que él ha tenido a lo largo de la existencia con sus manos, sus pies, su boca, sus piernas, sus sueños, su tos, sus resacas, sus ronquidos, ante la inminencia de que va a entrar en el invierno de su vida, de que como en la novela de Martin Amis ya sabe en qué consiste La información, en despertar a cierta edad en medio de la noche y que te asalte la inapelable revelación de que vas a morir, que eso puede ocurrir en cualquier momento, que lo que quieres se está yendo.
Que nadie se alarme pensando que la búsqueda del tiempo perdido (y ganado) que ha emprendido ese escritor con pinta de estrella de cine, tan leído y admirado, tan cool, que comprensiblemente siempre ha estado de moda y llamado Paul Auster, es el ejercicio narcisista de alguien encantado consigo mismo cada vez que se mira en el espejo. Además de hablar de los órganos de su anatomía y las trascendentes cosas que le han ocurrido a estos, de trombos en sus piernas, cicatrices de los accidentes de infancia y adolescencia, lacerante sequedad de ojos y persistentes roturas de córnea, Auster describe con un lenguaje muy hermoso y la sensación de lanzarse a tumba abierta y no permitirse en ningún momento el lujo del autoengaño su recuerdo de todas las casas permanentes y lugares que ha recorrido en su vida, de su penosa convivencia con los ataques de pánico (“el pánico es la expresión de una huida mental, la fuerza que surge espontáneamente en tu interior cuando te sientes atrapado, cuando no puede soportarse la verdad, cuando resulta imposible afrontar la injusticia de esa verdad ineludible, y por lo tanto la única respuesta es la fuga, desconectar la mente transformándote en un cuerpo jadeante, crispado, delirante”, asegura Auster), de la mosqueante insistencia de toda su familia en morir de un repentino ataque al corazón (aunque en algún bendito caso, como el de su padre, este le enviara al otro barrio mientras estaba fornicando), de la desconexión con tu verdadera identidad (está convencido de que “todos somos extraños para nosotros mismos y si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es solo porque vivimos dentro de la mirada de los demás”), de lacerantes enigmas familiares, de la paternidad, de amantes de las que deseaba enamorarse y no pudo y al revés, del infame descubrimiento de la gonorrea y del milagro de encontrarse con una puta que además de follar maravillosamente le recitaba a Baudelaire, de amores por los que luchó sin poder evitar su amarga extinción, de su genética capacidad para equivocarse de dirección al tomar cualquier camino, de la angustiosa imposibilidad de llorar ante las verdaderas tragedias y las pérdidas que sufres en la vida en un hombre cuyos ojos se humedecen frecuentemente con el cine, los libros, su tristeza o su soledad, de esa eterna máquina de escribir de segunda mano en la que ha intentado plasmar todo lo que le dictaba su imaginación, su cabeza y sus sentimientos.
Pero este hombre tan complejo, hipersensible y torturado, también confiesa haber sido bendecido por la suerte (¿o habría que denominarlo como la música del azar?, recordando paradójicamente el título de una de las novelas más inquietantes y desoladoras que ha escrito) de llevar treinta años amando y siendo amado por una mujer, sin tormentas ni bajones, bendiciendo cada momento en su compañía. Y comparte la reflexión de Joubert de que el fin de la vida es amargo pero hay que morir inspirando amor (si se puede).
El cansancio que sentía ante la escritura de Auster en los últimos tiempos ha desaparecido con este veraz y emocionante Diario de invierno. Me apena que llegue el final de un libro que he devorado de un tirón. Y me despido de él con un nudo en la garganta cuando Auster escribe: “Abrazando a tus hijos pequeños. Abrazando a tu mujer. Tus pies descalzos cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas: ¿cuántas mañanas quedan? Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto. Has entrado en el invierno de tu vida”.
Diario de invierno / Diari d’hivern. Paul Auster. Traducción de Benito Gómez Ibáñez / Albert Nolla. Anagrama / Ediçions 62. Barcelona, 2012. 248 / 192 páginas. 18,90 euros (electrónico: 14,99).
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