Hace diez años que murió Billy Wilder. Había cumplido 95, pero esa longevidad no desgastó sus muchas y deslumbrantes neuronas, no ralentizó su expresividad, no privó de sarcasmo, gracia y lucidez a su afilada boca. Solo le vi y escuché una vez. En 1993. En la rueda de prensa que dio en el festival de Berlín. Ante un público hipnotizado, con la sensación colectiva de que estábamos ante una de las escasas leyendas vivas que le quedaban al cine, un artista intemporal e incomparable haciendo comedia y drama, mezclando la luz y la oscuridad, hablando con penetración y mordacidad de las miserias de los seres humanos pero también comprendiendo sus razones para ser como son y actuar como actúan, demostrando que la ferocidad descriptiva no es incompatible con la ternura, creando personajes, situaciones y diálogos que serán evocados con admiración, sonrisas, risas y emoción por la cinefilia de cualquier época. Las grandes películas de Wilder, que son bastantes, se mantienen frescas y sugerentes a lo largo del tiempo, nunca se apuntaron a las modas aunque a veces las crearon, desprenden inteligencia y complejidad, están primorosamente escritas, poseen el ritmo y la atmósfera que necesita cada historia, jamás es previsible el desarrollo ni el desenlace, recuerdas con nitidez no ya lo que les ocurre a los protagonistas sino que también los personajes secundarios alcanzan vida propia, siguen provocándote la carcajada gags perfectos y frases más que ingeniosas que te sabes de memoria, siguen colocándote un nudo en la garganta o un escalofrío momentos, circunstancias y sentimientos trágicos, la comicidad y el drama llevan el sello de un cerebro tan poderoso como original, frecuentemente es lírico pero no hace ostentación de ello, prefiere que los cretinos le etiqueten como un cínico en vez de un poeta del claroscuro.