Territorio Boyero

Sobre el blog

Las películas, las series, las canciones, los libros, la comida y la bebida, el sexo y sus selvas, los viajes y sus imponderables, los festivales, la gente, la vida... este es el ancho mundo en el que se incrusta el 'Territorio Boyero': una exhaustiva amalgama de lo escrito y dicho por el más corrosivo de nuestros cronistas...

Sobre el autor

Carlos Boyero es crítico de cine y de televisión en las páginas de EL PAÍS. Cada jueves, su encuentro digital y su videochat son seguidos por decenas de miles de lectores.

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Negocios (Columna en Pantallas del 13 de mayo)

Por: | 15 de mayo de 2012

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Aunque la haya visto muchas veces me sigue dando miedo y conmoviendo la terrible película de Cronenberg Promesas del Este. El mal, encarnado por un zar ruso del caballo, se rige por métodos feudales. Desvirga y preña a crías del Este a las que ha llevado a Londres con engaños y falsas promesas, les inyecta heroína sin prisas y sin pausas, las prostituye. Encuentra natural no solo el exterminio de la que pueda crearle un problema, sino también del bebé que tuvo una desgraciada y que él engendró en sus estratégicas violaciones.

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Supremo (Columna en Pantallas del 12 de mayo)

Por: | 15 de mayo de 2012

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Viviendo permanentemente en la incertidumbre y la duda, con el desasosiego y la inseguridad que ello provoca, sentí un alivio grandioso cuando un monarca, condición opulentamente terrenal que obedece a un infalible designio de Dios, nos reveló en un discurso navideño y torrencialmente humanista, que la justicia era igual para todos. Viniendo esa afirmación de boca tan sabia y ecuánime despejaba para siempre no solo el enraizado escepticismo de la plebe o la cínica confirmación de los poderosos de que la justicia ha tenido, tiene y tendrá distintos y lógicos criterios al dictar sentencia sobre los delitos que cometen los ricos (aunque sus neuronas deben de ser ínfimas, cosa de pringaos, si se ven obligados a que les juzgue un tribunal) y los pobres. La frase del monarca también niega esa sentencia transmitida a través de múltiples generaciones, esa ordinariez maximalista de que la sentencia siempre dependerá del humor, los intereses o los caprichos del muy humano juez que te haya tocado en el juicio. Como si eso fuera una vulgar lotería, desconfiando de la sagrada objetividad y el anhelo de verdad que resulta inherente a la condición de juez.

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