El paso fronterizo de Erez es uno de los lugares más desconcertantes que conozco. Es el que une el norte de Gaza con Israel y por el que entran y salen los diplomáticos, periodistas y oenegeros acreditados además de algún que otro enfermos crónico o empresario de la Franja. Somos los archiafortundados que entramos y salimos de Gaza cuando nos apetece. El más de millón y medio de palestinos de Gaza tiene que buscarse la vida por la frontera sur, la que comunica con Egipto y que abre y cierra según la temperatura política de la región.
Erez desconcierta, porque una vez que uno entra en la gigantesca terminal, cualquier rastro de vida humana desaparece. Los soldados israelíes operan el paso desde la distancia y a través de interfonos para evitar exponerse a potenciales ataques terroristas. El edificio lo componen un entramado de pasillos, escáneres varios y torniquetes. Hay también puertas blindadas que se abren cuando la cámara de vídeo avisa al soldado de que un humano se aproxima, o que permanecen cerradas el tiempo que haga falta, sin que el visitante pueda dirigirse a nadie para tratar de averiguar cuánto tiempo piensan tenerle allí esperando. El paisaje cromático de Erez fluctúa entre el gris cemento y el acero metálico, lo que contribuye a crear esa sensación de extrema frialdad, que acompaña al visitante durante el camino. El proceso puede durar media hora, una o lo que se tercie. Cuando se abre la última puerta, la luz del día indica que estamos en Gaza. Falta sin embargo por recorrer aún un eterno pasillo-jaula, en el que a menudo yacen arrumbadas las sillas de ruedas de los enfermos.
La primera vez que entré en Gaza hace cinco años, el pasillo era todavía un descampado de cerca de un kilómetro de largo, que los periodistas tenemos que recorrer a pie hasta llegar al puesto fronterizo que controla el Gobierno de Hamás. Esa primera vez, los disparos del Ejército, que yo creí cercanos, interrumpieron mi caminata. Muerta de miedo, me tiré al suelo y me escondí detrás de un bloque de cemento. Ya de vuelta en Jerusalén conté mi supuesta hazaña a los colegas periodistas, que se rieron de mí, con razón y a carcajadas. El fuego israelí en el norte de la franja ha sido durante años una constante, me explicaron. Es normal que haya “pum pum”, me dijeron. Los soldados disparan contra los palestinos que se acercan al llamado perímetro de seguridad. Aunque da la impresión de que los disparos están demasiado cerca, normalmente no es así. En estos cinco años he pasado por el paso de Erez muchas veces, pero nunca he llegado a acostumbrarme al sonido de los disparos.
Tampoco me he acostumbrado a las largas esperas ni a tener que desnudarme. Ni tan siquiera a la máquina que por su aspecto podría recordar al orgasmotrón de El dormilón de Woody Allen, pero cuya función no podría ser más distinta. Es un aparato de rayos X con forma de cápsula, al que hay que entrar con las manos arriba y que cuando se cierra da vueltas para captar la imagen del cuerpo. Si la máquina detecta algún metal, te envían al cuartito en el que se realiza una inspección corporal. En una ocasión, me tocó meterme en la cápsula embarazada. Nunca llegué a informarme bien, pero me olía que tanto escáner y tanto detector no podía ser bueno en pleno embarazo. Así que antes de poner pie en el falso orgasmotrón grité: “Estoy embarazada. No puedo entrar”. Pronto comprendí que no tenía demasiado sentido gritar al vacío. Respiré hondo, me metí en la cápsula, levanté las manos y crucé los dedos para que aquello acabara cuanto antes. Poco después, un escándalo saltó a las primeras páginas de la prensa israelí. El ministerio de Defensa israelí pedía disculpas por haber obligado a pasar por la máquina y a someterse a un cacheo a una fotógrafa del New York Times que estaba embarazada.

Alguien me dijo una vez que pensaba que el paso de Erez le recordaba al túnel del tiempo, que entras desde el Israel moderno, el de las cafeterías con huevos a la benedictina y sales en la Edad Media, donde la población se desplaza en carros tirados por burros. Yo creo que no. Gaza es el siglo XXI empobrecido, en el que los carros tiran de los burros porque cuando el bloqueo israelí aprieta no hay gasolina. Y que cuando la hay y no llueven las bombas, los coches circulan con normalidad por las calles a medio asfaltar. Es el siglo XXI en el que los grupos armados palestinos echan mano de la alta tecnología para disparar sus cohetes por control remoto y en el que a cualquier emprendedor palestino que se precie no le queda más remedio que echar mano de Internet y del ingenio para dar salida a sus creaciones ante el prolongado y en ocasiones intermitente cierre de los pasos fronterizos a personas y mercancías de la franja que dura ya más de cinco años.
Este es un vídeo que grabé hace unos años en Gaza. Los protagonistas son unos jóvenes hip hoperos que dicen que se sienten encarcelados en Gaza, donde el Gobierno islamista boicotea su arte y el israelí les bombardea. Ellos comparten sus canciones en la Red e incluso componen al alimón y on line con cantantes de Cisjordania. Hace unas semanas, después de la última contienda militar que volvió a destrozar Franja y a atemorizar a sus habitantes, me tomé con ellos una limonada- de cerveza ni hablamos en Gaza-. Ayman, uno de ellos, se ha casado y acaba de tener un hijo. Su mujer estaba de nueve meses cuando los F-16 y los drones vomitaron su carga letal sobre Gaza. Toda la familia se apiñó durante los ocho días de ataques en el salón de la casa, donde se sentían más protegidos. Al baño iban de dos en dos, para no morir solos. Los raperos me dijeron que estaban desesperados por salir de Gaza para tocar y porque dicen que hay algo que anhelan: “li-ber-tad, salir de aquí ¿lo entiendes?”. Ahora el Gobierno de Hamás no les da permiso para salir por Egipto sin darles demasiadas explicaciones. Con Israel ni lo intentan. Termino la limonada y confieso con cierta culpabilidad que al día siguiente tengo pensado salir temprano de Gaza rumbo a Jerusalén. Que yo sí puedo entrar y salir libremente. Aunque sea a través del paso de Erez.