Ana Carbajosa

Sobre la autora

Ana Carbajosa es corresponsal para Oriente Próximo de EL PAÍS. Empezó su carrera en la sección de Internacional y de allí saltó a la corresponsalía de Bruselas. Es autora de Las tribus de Israel. La batalla interna por el Estado judío

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El vuelo fantasma

Por: | 26 de mayo de 2012

Avion



Viajar de El Cairo a Tel Aviv en un vuelo directo a estas alturas de la transición política egipcia resulta una experiencia digamos extraña. Las autoridades egipcias se empeñan en que el trayecto en cuestión sea lo más fantasma posible. Se trata de hacer como si no existiese, de guardar las formas en un momento en el que los líderes políticos y militares evitan cualquier gesto de acercamiento al vecino Israel. Más bien al contrario. Echan leña al fuego antiisraelí, porque saben que es un tema que siempre cotiza al alza en los mercados electorales.

El vuelo en cuestión lo opera una tal Air Sinai. Tal, porque en realidad la compañía es más un eufemismo que otra cosa. Se podría decir que en realidad no existe. Hay que saber muy bien de qué va la cosa para poder acabar montado en el avión. Hay que saber que en realidad se trata de Egypt Air, pero que por motivos políticos no quieren que se les asocie con un destino israelí.

En el mostrador del aeropuerto, uno pregunta por “el vuelo de Air Sinai”. Le venden el billete y a partir de ahí empieza una aventura repleta de sobre entendidos y conversaciones con subtítulos por toda la Terminal 3 del aeropuerto de El Cairo.

El vuelo no aparece en las pantallas luminosas, lo que significa que dar con el mostrador de facturación es poco menos que una gincana. “Por favor, el vuelo de Air Sinai” grita una por  toda la terminal, hasta que se topa con alguna sonrisa cómplice de algún operario avispado que sabe de qué va el tema. Antes de facturar, unos policías egipcios examinan de arriba abajo el pasaporte sin dar demasiadas explicaciones antes de autorizar la salida del país.

Ya en la puerta de embarque H1, la pantalla anuncia un vuelo a Ginebra y de manera fugaz y en letra pequeña de repente aparece la palabra Tel Aviv, que instantes después desaparece. Los altavoces del aeropuerto recorren las ciudades de medio mundo, Anuncian todas y cada una de las próximas salidas, excepto la del vuelo que despegará en breve con destino a Israel. Señor, esto es muy complicado, ¿Cómo es que no anuncian el vuelo?, le pregunto al aeromozo. “Es que tenemos problemas técnicos”, me explica. 

Después viene el viaje en autobús hasta la pista en la que se encuentra el avión, también fantasma. Es un aeroplano blanco, sin ningún letrero que lo asocie con una compañía o destino.  Ya dentro del aparato, donde lejos de los ojos del público general, se relajan las formas. El logo de Egypt Air aparece por todas partes. En la cabecera del asiento, en la revista de abordo…

La llamada paz fría que Egipto e Israel firmaron en 1979 atraviesa una fase delicada. Los israelíes esperan con cierta impaciencia hasta ver cómo se resuelve el proceso electoral. “Estamos callados porque no queremos calentar la campaña. Hay que esperar hasta el final de las presidenciales”, me explicó recientemente un diplomático israelí.

El 16 y el 17 de junio los egipcios eligen en segunda vuelta y por primera vez en su historia de manera libre, al presidente que liderará la transición política del Egipto de después de la revolución. Imagino que gane quien gane decidirá qué tipo de relación aspira a establecer con el vecino israelí y acabará con la ambigüedad actual. Mientras tanto, seguiremos viajando de tapadillo.

La travesía del desierto de Simón

Por: | 16 de mayo de 2012



Hace poco conocía a un hombre en Tel Aviv. Se llama Simón Mayer. Es cristiano y llegó a Israel desde Jartum, donde le persiguieron según cuenta, debido a su religión y por ser originario del sur. Su padre se gastó una fortuna y compró un pasaporte para que Simón pudiera huir a Egipto. Así se hizo. En El Cairo limpió casas, se ganó la vida como pudo. Lo pasó mal. “Negro, negro’, te dicen. Allí te pegan por nada. La calle es muy difícil”. Harto de aquella vida, un buen día, en el año 2005, decidió acampar frente al edificio de la ONU en la capital egipcia. Allí estuvo tres meses, indignado, pidiendo protección. Su protesta no dio los frutos esperados. Cuando tuvo claro que a Naciones Unidas no le interesaba su caso, decidió iniciar su particular travesía del desierto camino a Israel.

Como tantos otros inmigrantes pagó altísimas sumas de dinero. Le timaron los contrabandistas y le pegaron una paliza los beduinos del desierto del Sinaí egipcio. Le pasó casi de todo, hasta que por fin, una noche, se encontró junto a su mujer y su hijo de siete años ante la ansiada valla, la que separa Egipto de Israel. En la oscuridad sortearon a un soldado egipcio que se había quedado dormido. Su hijo, milagrosamente no lloró. Simón trepó la valla y consiguió lanzar al niño y a su mujer. Su amigo Gabriel se quedó atrás. Le pillaron los soldados.

Simon
Simón Mayer en Tel Aviv.

“No me lo podía creer. Habíamos llegado a un país democrático. Los judíos son gente de la Biblia. Venir era mi sueño. Quería que mis hijos se alistaran en el Ejército israelí”. En seguida  se dio cuenta de que aquí la vida tampoco iba ser fácil para él. No tiene papeles ni muchas posibilidades de obtenerlos y ahora teme que le expulsen. Sus temores están bien fundados. Israel planea deportar a los sudaneses del sur, ahora que tienen nuevo país desde julio pasado.

“Mi padre está escondido en Sudán. A otros miembros de mi familia los han matado. Incluso en Sudán del Sur me matarían. No hay millones que puedan comprar la seguridad allí”, cuenta a quien le quiera oír. El consejo de Seguridad de la ONU ha anunciado recientemente que las relaciones entre Sudán del Sur y su vecino del norte podrían acabar en breve en guerra abierta.

Las organizaciones que trabajan con los solicitantes de asilo en Israel calculan que hay unos  50.000 y de ellos, cerca de 3.000 están encarcelados en una suerte de detención administrativa, es decir sin cargos ni abogados de oficio. Permanecen encerrados durante meses o años, según sus abogados, que alertan de que este número podría dispararse una vez que Israel ponga en funcionamiento el nuevo centro de detención con capacidad para 12.000 personas.

El 90% de los demandantes de asilo son eritreos, sudaneses o marfileños, países a los que las autoridades israelíes daban hasta ahora una protección especial. Gracias a ese estatus no les deportan, pero tampoco les reconocen como refugiados ni les conceden permisos de trabajo. Este limbo legal privilegiado les ha condenado a la cárcel o a vivir tirados parques o en casas con camas calientes al sur de Tel Aviv.

Del otro 10% de inmigrantes africanos, las autoridades examinan sus casos uno por uno. Omer Shatz, abogado de la ONG Somos Refugiados cree que cuando el Gobierno dice que estudia los casos “es sólo una excusa. Aquí es casi imposible que reconozcan que estás perseguido”. Sarah Robisnson, coordinadora de Amnistía internacional en Israel de los derechos de refugiados sostiene que “el sistema israelí está lleno de fallos. Se acepta a menos del 1% e los solicitantes de asilo y esa es una cifra extremadamente baja”. Dice además que “hay fallos estructurales en el sistema. No puede ser que por ejemplo detengan a la gente cuando va a presentar su solicitud de asilo. Es sorprendente cómo Israel, un país formado por refugiados  no cumple sus obligaciones respecto a la ley internacional de los refugiados”.

Hasta ahí, al margen de las particularidades del sistema legal israelí, la situación de los inmigrantes africanos y solicitantes de asilo podría ser más o menos igual de terrible que en cualquier país-fortaleza europeo. La cuestión que ha hecho saltar la chispa en el caso israelí son los planes del Gobierno de rescindir la protección a los sudaneses del sur y deportarlos a su país, porque el ministerio de Interior israelí piensa que allí estarán a salvo.

A principios de febrero, les enviaron una carta a los sudaneses diciendo que tenían que abandonar el país antes de abril. Algunos se fueron y han acabado en campos de refugiados de países vecinos tras escapar una vez más de la violencia en Sudán del Sur a su regreso. Luego el ministerio de Exteriores recomendó una extensión de seis meses hasta ver cómo evoluciona la situación en Sudán del Sur. Ahora parece que Exteriores también se decanta por la deportación de los 700 sudaneses del Sur, la mitad de ellos niños, que esta semana han logrado saltar a la primera página de la prensa local. El abogado Shatz cree que con la deportación el Gobierno intentará enviar de vuelta también a los del norte –unos 15.000- ya que cuando unos y otros llegaron a Israel no había dos sudanes sino uno solo. “Tenemos clientes incluso de Darfur a los que Inmigración les intenta convencer de que se vayan a Sudán del Sur”, asegura.

El ministro de Interior, Eli Yishai, del partido ultraortodoxo Shas, ha puesto hoy la guinda con unas declaraciones en las que viene a decir que la mayoría de los inmigrantes son criminales y que Israel está dispuesto a financiar los viajes y las ayudas que hagan falta con tal de que se vayan. Los inmigrantes están tan atemorizados como confundidos ante el embrollo administrativo que terminará por decidir sobre sus vidas. El 3 de junio, el Gobierno israelí se pronunciará con vistas a una solución definitiva.

Enemigo sin rostro

Por: | 08 de mayo de 2012

Hace unos días se despidió Ethan Bronner, el corresponsal del New York Times en Jerusalén. A su fiesta acudió la plana mayor de las cabezas pensantes de Israel, lo que da una idea de el peso del Times por estas tierras. La cobertura de Bronner como la de sus predecesores ha sido escrutada  con lupa en Israel, porque la opinión que se formen los judíos estadounidenses de lo que aquí pasa cuenta y mucho. A los palestinos lógicamente también les va media vida en lo que voten o dejen de votar los judíos americanos y siguen al milímetro la cobertura de los grandes diarios anglosajones. Como sucede en estos casos, la cobertura de Bronner ha gustado a unos y disgustado a otros tantos.

Gustos aparte, lo cierto es que Bronner es un hombre que lleva décadas paseándose por El conflicto con mayúsculas y que alcanza a distinguir entre cómo eran las cosas antes y cómo son ahora. Tal vez por eso, su discurso de despedida se centró en una sola idea: el creciente desconocimiento entre palestinos e israelíes. Bronner no está ni mucho menos solo en su apreciación. Es un mantra que se escucha a la derecha y a la izquierda, en boca de palestinos y de israelíes. Porque si los noventa y los acuerdos de Oslo provocaron una explosión de furor y de pseudo coexistencia entre los pueblos enemigos, la segunda Intifada, la construcción del muro de hormigón israelí y el despliegue de checkpoints por todo el territorio palestino ha creado un abismo entre palestinos e israelíes.

Checkpoint

Trabajadores palestinos esperan temprano por la mañana para cruzar el checkpoint de Belén. / A. C.


Es cierto que no se deben idealizar las relaciones del pasado, que los viejos del lugar cuentan  que se trataba de intercambios comerciales más que de otra cosa, pero rara era la familia israelí que no conocía a una palestina por su nombre y al revés. Al menos eran capaces de poner cara al enemigo. Hoy, el número de trabajadores palestinos con permiso para entrar en Israel es mínimo. Los pocos que cruzan a diario los checkpoints son como sombras, que con la bolsa de plástico negra con la comida del día en la mano cruzan a la carrera medio país hasta llegar al tajo al amanecer–frecuentemente en algún asentamiento- y vuelven corriendo cuando cae la noche a sus pueblos cisjordanos.

Los israelíes tampoco se dejan ver en los territorios palestinos. El Gobierno israelí prohíbe a sus ciudadanos entrar a las ciudades cisjordanas, la llamada zona A. Sólo los atrevidos izquierdistas desafían la prohibición y cruzan para manifestarse junto con los palestinos en contra del muro, la ocupación o lo que toque. Pero esos son la minoría de la minoría, retratados por cierto con maestría en Budrus, una película que ayuda a entender unas cuantas cosas. La mayoría de los jóvenes israelíes no tiene ni idea de qué pinta tiene Ramala o Belén a pesar de vivir a 15 o 20 minutos en coche de esas ciudades palestinas. Gaza ya es simplemente para muchos israelíes otro planeta. A la franja de Gaza sólo pueden entrar los diplomáticos oenegeros y periodistas autorizados por el Gobierno israelí. El acceso es a través del siniestrísimo paso de Eretz; un lugar escalofriante como pocos. 

Los jóvenes palestinos no lo tienen mucho mejor. Para la mayoría, el único contacto que han tenido en su vida con un israelí ha sido con los soldados de los checkpoints o con los colonos que complican su vida hasta el infinito. El desconocimiento merma la empatía y sin empatía no hay puentes que tender ni entendimiento que valga.

Estando así las cosas y con el proceso de paz en horas bajísimas parece que los llamados proyectos de coexistencia, -algo así como el buen rollo institucionalizado-, cosechan cada vez menos adeptos. Hubo una época en la que estos foros de encuentro entre palestinos e israelíes estaban muy de moda, pero últimamente, como publicaba hace unos días el diario Haaretz, a los palestinos ya no les entusiasma participar en esos encuentros ciudadanos en los que  la idea es poner rostro al enemigo, humanizarlo y justificar de paso el presupuesto de alguna institución europea. Decía el artículo que ahora, los palestinos que se prestan a  participar lo hacen con un fin político concreto y de la mano de organizaciones israelíes como Combatants for Peace o el Foro de las Familias, poco, por no decir nada complacientes con las políticas oficiales. A casi nadie se le escapa ya que aquí la solución es política.

Que cada vez menos crean en estos encuentros es sólo un reflejo del escepticismo y la desesperanza reinantes. El proceso de paz hace tiempo que anda moribundo. Lo de que algún día habrá dos Estados –Israel y Palestina viviendo uno al lado del otro en paz y armonía- no se lo creen ya ni los promotores de la idea, como publicaba recientemente The Guardian. Dicen los que saben, que aquí lo que hace falta es liderazgo, un buen Mandela. Pero da la impresión de que la gente está tan harta, que el día que llegue el Mesías vestido de líder de masas no lo van a reconocer.

El País

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