Hace poco conocía a un hombre en Tel Aviv. Se llama Simón Mayer. Es cristiano y llegó a Israel desde Jartum, donde le persiguieron según cuenta, debido a su religión y por ser originario del sur. Su padre se gastó una fortuna y compró un pasaporte para que Simón pudiera huir a Egipto. Así se hizo. En El Cairo limpió casas, se ganó la vida como pudo. Lo pasó mal. “Negro, negro’, te dicen. Allí te pegan por nada. La calle es muy difícil”. Harto de aquella vida, un buen día, en el año 2005, decidió acampar frente al edificio de la ONU en la capital egipcia. Allí estuvo tres meses, indignado, pidiendo protección. Su protesta no dio los frutos esperados. Cuando tuvo claro que a Naciones Unidas no le interesaba su caso, decidió iniciar su particular travesía del desierto camino a Israel.
Como tantos otros inmigrantes pagó altísimas sumas de dinero. Le timaron los contrabandistas y le pegaron una paliza los beduinos del desierto del Sinaí egipcio. Le pasó casi de todo, hasta que por fin, una noche, se encontró junto a su mujer y su hijo de siete años ante la ansiada valla, la que separa Egipto de Israel. En la oscuridad sortearon a un soldado egipcio que se había quedado dormido. Su hijo, milagrosamente no lloró. Simón trepó la valla y consiguió lanzar al niño y a su mujer. Su amigo Gabriel se quedó atrás. Le pillaron los soldados.

Simón Mayer en Tel Aviv.
“No me lo podía creer. Habíamos llegado a un país democrático. Los judíos son gente de la Biblia. Venir era mi sueño. Quería que mis hijos se alistaran en el Ejército israelí”. En seguida se dio cuenta de que aquí la vida tampoco iba ser fácil para él. No tiene papeles ni muchas posibilidades de obtenerlos y ahora teme que le expulsen. Sus temores están bien fundados. Israel planea deportar a los sudaneses del sur, ahora que tienen nuevo país desde julio pasado.
“Mi padre está escondido en Sudán. A otros miembros de mi familia los han matado. Incluso en Sudán del Sur me matarían. No hay millones que puedan comprar la seguridad allí”, cuenta a quien le quiera oír. El consejo de Seguridad de la ONU ha anunciado recientemente que las relaciones entre Sudán del Sur y su vecino del norte podrían acabar en breve en guerra abierta.
Las organizaciones que trabajan con los solicitantes de asilo en Israel calculan que hay unos 50.000 y de ellos, cerca de 3.000 están encarcelados en una suerte de detención administrativa, es decir sin cargos ni abogados de oficio. Permanecen encerrados durante meses o años, según sus abogados, que alertan de que este número podría dispararse una vez que Israel ponga en funcionamiento el nuevo centro de detención con capacidad para 12.000 personas.
El 90% de los demandantes de asilo son eritreos, sudaneses o marfileños, países a los que las autoridades israelíes daban hasta ahora una protección especial. Gracias a ese estatus no les deportan, pero tampoco les reconocen como refugiados ni les conceden permisos de trabajo. Este limbo legal privilegiado les ha condenado a la cárcel o a vivir tirados parques o en casas con camas calientes al sur de Tel Aviv.
Del otro 10% de inmigrantes africanos, las autoridades examinan sus casos uno por uno. Omer Shatz, abogado de la ONG Somos Refugiados cree que cuando el Gobierno dice que estudia los casos “es sólo una excusa. Aquí es casi imposible que reconozcan que estás perseguido”. Sarah Robisnson, coordinadora de Amnistía internacional en Israel de los derechos de refugiados sostiene que “el sistema israelí está lleno de fallos. Se acepta a menos del 1% e los solicitantes de asilo y esa es una cifra extremadamente baja”. Dice además que “hay fallos estructurales en el sistema. No puede ser que por ejemplo detengan a la gente cuando va a presentar su solicitud de asilo. Es sorprendente cómo Israel, un país formado por refugiados no cumple sus obligaciones respecto a la ley internacional de los refugiados”.
Hasta ahí, al margen de las particularidades del sistema legal israelí, la situación de los inmigrantes africanos y solicitantes de asilo podría ser más o menos igual de terrible que en cualquier país-fortaleza europeo. La cuestión que ha hecho saltar la chispa en el caso israelí son los planes del Gobierno de rescindir la protección a los sudaneses del sur y deportarlos a su país, porque el ministerio de Interior israelí piensa que allí estarán a salvo.
A principios de febrero, les enviaron una carta a los sudaneses diciendo que tenían que abandonar el país antes de abril. Algunos se fueron y han acabado en campos de refugiados de países vecinos tras escapar una vez más de la violencia en Sudán del Sur a su regreso. Luego el ministerio de Exteriores recomendó una extensión de seis meses hasta ver cómo evoluciona la situación en Sudán del Sur. Ahora parece que Exteriores también se decanta por la deportación de los 700 sudaneses del Sur, la mitad de ellos niños, que esta semana han logrado saltar a la primera página de la prensa local. El abogado Shatz cree que con la deportación el Gobierno intentará enviar de vuelta también a los del norte –unos 15.000- ya que cuando unos y otros llegaron a Israel no había dos sudanes sino uno solo. “Tenemos clientes incluso de Darfur a los que Inmigración les intenta convencer de que se vayan a Sudán del Sur”, asegura.
El ministro de Interior, Eli Yishai, del partido ultraortodoxo Shas, ha puesto hoy la guinda con unas declaraciones en las que viene a decir que la mayoría de los inmigrantes son criminales y que Israel está dispuesto a financiar los viajes y las ayudas que hagan falta con tal de que se vayan. Los inmigrantes están tan atemorizados como confundidos ante el embrollo administrativo que terminará por decidir sobre sus vidas. El 3 de junio, el Gobierno israelí se pronunciará con vistas a una solución definitiva.