Tormenta de Ideas

Sobre el blog

Dedicado al pensamiento desde todas las perspectivas posibles –la ética y la estética; la antropología y la sociología; la física y la metafísica-, este blog es un espacio para razonar. Y para debatir.

Sobre los autores

Tormenta de ideas es un blog colectivo de información y opinión. La primera toma forma en la redacción de EL PAÍS. La segunda, en el cerebro de sus expertos y colaboradores.

Quemar los libros (1)

Por: | 29 de febrero de 2012

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Pepe Carvalho fue un detective privado que primero lo leyó todo y luego se prometió quemar todo lo leído. El narrador de sus aventuras lo cuenta en La Rosa de Alejandría: “Decidió convertir su biblioteca en una galería de condenados a muerte”. En la hoguera. “Leí libros durante 40 años de mi vida y ahora los voy quemando porque apenas me enseñaron a vivir”, explica él mismo en Quinteto de Buenos Aires. La mayoría de las veces que presume de sus quemas aduce que los libros no le han enseñado apenas nada útil para la vida, que es, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa. Más aún: los libros eran una mistificación, una suplantación de la vida. “Ahora estoy trabajando en la Crítica del programa de Gotha, de Marx”, dice a Carvalho un personaje de La soledad del manager. Y le responde: “Regáleme un ejemplar. Suelo encender la chimenea con libros trascendentales. Cuanto más trascendentalidad, más culpabilidad. Seguro que han conseguido engañar a alguien”. Y en Los Mares del Sur aparecen una pregunta y su respuesta: “¿Cómo amaríamos si no hubiéramos aprendido en los libros cómo se ama? ¿Cómo sufriríamos? Sin duda sufriríamos menos”.

El primer libro que quemó Pepe Carvalho fue España como problema, de Pedro Laín Entralgo. Era un ajuste de cuentas ideológico a una discusión que se le antojaba baladí. Libro, además, doblemente perverso: no sólo era él mismo una obra olvidable, también había dado lugar a una réplica (no menos inane, en opinión del detective) de Rafael Calvo Serer, otro teórico de la época: España sin problema. Serer fue un activo y activado miembro del Opus Dei que, con el andar del tiempo, acabaría apuntándose al antifranquismo.  “Fue hasta la estantería que respaldaba toda la habitación. Dudó en la elección pero finalmente se decidió por un libro rectangular, verde, con mucha hoja”. Y ahora la información y los motivos: “Se titulaba España como problema y había sido escrito por un tal Laín Entralgo en unos años en que se suponía que los problemas de España se reducían a ella misma como problema”.

El primer volumen, pues, fue un ensayo. La novela vendrá después y la primera será el Quijote. Ocurre en Tatuaje, la segunda aventura carvalhiana. Poco antes, en la misma obra, había quemado una revista, porque no sólo de libros vive el hombre sino de toda palabra o imagen que impresione su espíritu. El último libro al que prenderá fuego, ya en Milenio, es Bouvard y Pécuhet, de Flaubert.

Pero ¿qué quema Carvalho? Lo que puede. Y no siempre puede quemar lo que desea, porque no siempre coinciden la realidad y el deseo. A veces ni siquiera puede encender fuego y tiene que conformarse con la mera destrucción de un volumen. Otras, en cambio, la suerte le acompaña y puede entregar a las llamas estanterías completas de una nutrida biblioteca porque, después de todo, como afirma uno de los anfitriones que le estimula el gesto, “sólo son libros”. Carvalho quema, sobre todo, novela, algo de ensayo y una escasísima cantidad de poesía y teatro. Pero quema también otras cosas que se ponen a su alcance y que tienen el formato del libro, aunque no sean de lectura lineal: un volumen de la Enciclopedia Espasa y un álbum de fotografías familiares.

Para comprender la quema del volumen de la enciclopedia conviene recurrir a la explicación a su poética que da Manuel Vázquez Montalbán en la antología de la poesía española contemporánea que hizo José Batlló. Allí explica, no Carvalho sino su padre putativo, que el lector no debe acudir a la poesía en busca de convicciones ni creencias y sugiere, a quien se halle muy necesitado de ellas, el Espasa como último recurso.

En tiempos previos a la Wikipedia, el Espasa era la fuente del conocimiento que, se creía, era la fuente de la vida, en lo que tiene de dominio de la naturaleza y de organización de las relaciones con los otros. Pero esa conclusión del joven Carvalho es errónea. Por lo tanto, al  fuego. Que las llamas devoren la confusión entre aprender cosas y aprender a vivir. Le habían vendido que el saber equipara a los hombres y a los dioses. Es decir, convierte a los frágiles humanos en seres eternos y felices. Y, al final, el conocimiento ni siquiera sirve para consolidar las esperanzas no ya de eternidad, ni siquiera de felicidad terrenal. La única que pareció algún día al alcance de la mano.

La quema del tomo de la enciclopedia se produce en un cuento titulado Por una mala mujer. Este cuento relata una anécdota que reaparecerá en Quinteto de Buenos Aires, donde incluso los nombres de los protagonistas, él y ella, se mantienen sin variación.  Carvalho utiliza el volumen  para prender “la primera chimenea del otoño” y, dice el narrador, emplea “como combustible un tomo de la enciclopedia Espasa, síntoma evidente de que su irritación era profunda”, porque sólo quemaba “diccionarios enciclopédicos en estados de ánimo muy próximos al nihilismo más irreversible”.

Quemar el álbum familiar tiene otro sentido. Arde allí la memoria perdida por la desaparición de sus portadores. Lo que fue y ya nadie recuerda, por lo tanto, ha dejado de ser. La narrativa carvalhiana ha sido calificada de “novela negra”, pero Vázquez Montalbán prefería decir que era “novela sepia”. Novelas contra la desmemoria. Esta defensa de la memoria es un gesto de resistencia ante el intento nada disimulado de las dictaduras de acabar con los recuerdos de los vencidos, además de tratar de acabar también con los vencidos mismos.

A lo largo de sus aventuras conocidas, Carvalho quemó 55 volúmenes de título o autor identificado y una cantidad indeterminada de tomos de una biblioteca argentina, tomados a voleo, de los que no se conoce ni el título ni el contenido ni la autoría. De esos 55 volúmenes, 27 caen del campo de la llamada ficción narrativa. Tres más son de poesía (uno de ellos una antología) y otro incluye dos piezas de teatro. La suma de la ficción da 31. El resto de textos, incluido el volumen del Espasa, son ensayos, aunque de pelaje muy diverso. Predomina la filosofía.

En Yo maté a Kennedy se informa de que Carvalho mató al que fuera presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy. Lo que, a efectos del historial del personaje, no deja de ser un detalle relevante. Pero lo es más el argumentario que utiliza para aceptar su participación en la CIA, organismo que, en aquel momento, representaba la reacción frente a la posibilidad de lograr si no el paraíso, al menos su versión más terrenal y humana: la sociedad sin clases. Los motivos que le llevarán a ser agente de la CIA son paralelos a los que acabarán por impulsarle a la quema de libros. La misma aparente paradoja que hace que Pepe Carvalho, comunista convencido de que el futuro será como se espera que sea, se aliste en la CIA, es la que hace que Pepe Carvalho, filólogo y lector empedernido, acabe abjurando de la literatura y de la filosofía y quemando su expresión más depurada y duradera: los libros. Así lo cuenta su reclutador: “El socialismo podrá imponerse sin que usted o yo muramos en la guerrilla y si lo abandonamos a tiempo viviremos mucho mejor hasta que llegue esa, hoy por hoy, lejana consecuencia. Nuestro trabajo (el de la CIA) tiene un nivel de modificación poética de la historia: somos lo único que se enfrenta a la descarada con el avance del comunismo, precisamente porque no nos importa que a la larga gane. Se trata de un mero desafío técnico: cuánto tiempo seremos capaces de ir entreteniendo ese avance (…) Un revolucionario es como el santo, el mártir o la virgen, un ventajista repugnante” porque “sin la CIA no habría ni historia ni dialéctica. Un agente de la CIA es no sólo un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución (…) es un héroe aséptico y total”.

Como ya viera Milton en El paraíso perdido, sólo vale la penar jugar si se puede perder y ése no era el caso de la izquierda a principios de los sesenta, cuando tantos jóvenes (entre ellos Pepe Carvalho y también Manuel Vázquez Montalbán) eran capaces de acabar en cárceles de Lérida o Aridel porque tenían “fe y deseos de vencer”, según decía una canción de la época.

Sí, a principios de los sesenta, la vida era posible. Por lo visto. El futuro no estaba escrito y la felicidad dependía de los propios actos. Por eso Carvalho se hizo de la CIA. Y por eso quemó libros, porque su papel (acéptese la ambivalencia) ya no es de este mundo. El libro es la reminiscencia de otros tiempos y los autores que no lo han entendido merecen la hoguera, porque no enseñan a vivir. Y los que lo han entendido, también, porque pretenden lo imposible.

Imagen de Manuel Vázquez Montalbán en la Rambla de Barcelona, tomada por Joan Sànchez.

La letra escrita

Por: | 24 de febrero de 2012

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Por CHANTAL MAILLARD

“Se lo digo francamente, Señora”, le dijo el comisario de policía a Arundhati Roy, “este problema no podemos resolverlo los policías y los militares. El problema, con estos tribales, es que no comprenden la avidez. Y mientras no se vuelvan golosos, no habrá para nosotros ninguna esperanza. Le he dicho a mi jefe, quitad la fuerza y, en su lugar, poned una TV en cada casa. Todo se arreglará automáticamente”.  

Hoy, después de muchos años pasados en el estudio de la letra escrita, empiezo a pensar que las sociedades ágrafas tendrían mucho que enseñarnos si tuviésemos la paciencia de escucharlas. Pueblos cuya economía de subsistencia respeta los ciclos naturales, pueblos que se saben formando parte del ecosistema y que, por tanto, ni lo degradan, ni lo corrompen. Pueblos que saben compartir su territorio con los demás seres que lo habitan y toman de él tan sólo lo que necesitan. Pueblos que no conocen el ansia.

ChantalCosechagetcoverPero fueron silenciados porque se le atribuye a la letra escrita más valor y más poder que a la voz. La voz cambia, dicen; la oralidad no es de fiar. Y, ciertamente, lo escrito no varía, de allí que ciertas escrituras se hayan considerado “sagradas” y “verdaderas”. Pero la verdad es una noción de correspondencia, y cuando nada hay con que hacerla corresponder, la letra es pura redundancia y germen de “ideologías”: discursos de ideas que se alimentan de sí mismas. No obstante, las sociedades de la letra escrita consideran a quienes no la tienen pueblos “atrasados”. Cuando éstos levantan la voz, nadie se entera porque a nadie le interesa. Me refiero a los poblados rurales de la India pero también a los de África y a los de las selvas amazónicas y a las de Birmania y tantos otros de los que no tenemos noticia.

Los ágrafos no son noticia hasta que alguien les concede voz en la lengua oficial del mundo global. No se les oye porque no interesa que existan y si, en contra de los intereses capitalistas, hacen muestra de existir, se les neutraliza rápidamente: se les convierte en operarios, se les desplaza o se les mata. Es fácil despojarles de sus tierras: sin los títulos de propiedad que nunca han necesitado, su hábitat de repente pertenece al Estado, que se lo vende a las grandes empresas, mineras, pesqueras u otras sin que a nadie parezca importarle que devasten las costas, destruyan los manglares, contaminen las aguas costeras, intoxiquen el suelo y deserticen las selvas con industrias “de saqueo y huida”. Los gobiernos hacen oídos sordos.  

ChantalDiosesimagesCAP0MW5XVuelvo la mirada hacia los pueblos ágrafos, hacia su milenaria sabiduría, y considero con terror nuestra economía de producción. Pienso en la cantidad de objetos útiles e inútiles que, en cada segundo, se están manufacturando en industrias que no paran ni de día ni de noche. Considero lo que cada aumento productivo le resta a la Tierra. Y tiemblo.


Nosotros, los que creemos en la letra escrita y, en razón de ello, nos pensamos mejores e independientes del resto de este mundo, ¿qué hemos hecho por él? Hemos colonizado, socavado y pervertido naciones, hemos aprisionado, esclavizado, vendido, oprimido, convertimos el sustento en mercancía. Crecimos y nos multiplicamos sobre cadáveres y restos. No dudamos en llamar “plaga” al crecimiento desmedido de una especie en detrimento de otra, pero no parece que seamos capaces de aplicarnos la palabra, a pesar de la evidente destrucción que nuestro crecimiento y nuestra voluntad de perdurar eternamente le depara al resto del planeta.

Chantalviolencia_politica_en_la_india¿Volver a una economía de subsistencia? No parece que sea posible. ¿Decrecer? Como mínimo, debería intentarse. Al menos, menguar en soberbia, en individualismo, en creencias, y crecer en respeto y comprensión; cosas que a cada uno nos competen.

 

Vandana Shiva, Cosecha robada. El secuestro del suministro mundial de alimentos. Traducción de Albino Santos Mosquera. Ediciones Paidós. 

Alain Daniélou, Mientras los dioses juegan. Traducción de Antonio Rodríguez Esteban. Editorial Atalanta

Alberto Cruz, La violencia política en la India. Ediciones La Caída.


Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS, el sábado 25 de febrero de 2012.

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CHANTAL MAILLARD (Bruselas, 1951) fue profesora de Estética en la Universidad de Málaga y es autora de ensayos como Filosofía en los días críticos, Diarios indios y Rasa. El placer estético en la tradición india. Como poeta, fue Premio Nacional de Literatura por Matar a Platón y Premio de la Crítica por Hilos (ambos publicados por la editorial Tusquets).

 

Steve Martin después de ARCO

Por: | 21 de febrero de 2012

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por IVÁN DE LA NUEZ

Lacey Yeager es una joven ambiciosa, que llega a Nueva York con lo puesto y consigue escalar en el mundo del arte –flanco dinero- desde una modesta posición de becaria en Sotheby´s hasta la de marchante con galería propia que se codea con la crema de la escena artística. Por el camino, algún que otro damnificado, alguna que otra transacción turbia, un par de secretos bien administrados.

Lacey tiene la inteligencia justa, la vista larga y la mirada corta. Y la imprescindible habilidad para repetir los eslóganes que hacen falta en los lugares adecuados. A nuestra heroína no le falta escudero, el fiel Daniel, aplicado a seguir su vida, paso a paso, con devoción humillante. Esta actitud tiene premio: Daniel es el narrador de la ascensión y caída de la protagonista. Ambos atraviesan, de punta a punta, An Object of Beauty, la novela que Steve Martin dedica a los últimos veinte años del mundillo del arte –flanco dinero, no lo olvidemos- en la Gran Manzana.

Sí, estimado lector, Steve Martin. El mismo actor cómico –que a menudo padece de sobredosis histriónica-, un narrador por otra parte nada insolvente, incorporado a la tropa creciente de autores contemporáneos que han novelado el arte. Otro artífice de esa colección intangible (aunque rica en obras, artistas, curators y hasta museos imaginarios) que puede ser nuestra por el precio ¿módico? de un libro. 

Martin con su novelaY sí, estimado lector, lo sabemos. Steve Martin no es Henry James ni Oscar Wilde, ni Don Delillo ni Paul Auster ni Roberto Calasso, ni tantos otros que, en la historia de la cultura moderna, han convertido al arte en un género literario. Por si fuera poco, cuesta sustraernos de su jeta (su repertorio de muecas) mientras leemos el libro. Sin embargo, y que me perdone la crítica literaria, su novela mantiene una dignidad más que correcta y consigue describir su objeto –no siempre de belleza, no siempre motivo de orgullo- desde una trama tan divertida como precisa.

Pero aún admitiendo la obviedad de que Martin no está a la altura de los maestros, debemos reconocer que Lacey Yeager sí está a la altura de los mejores personajes del arte contemporáneo que han habitado una novela.

Esta Dorian Gray posmoderna, que tiene por maestros a Leo Castelli o Larry Gagosian, se va descomponiendo internamente en esos veinte años rutilantes que recorren el boom de Chelsea y la invasión japonesa, la eclosión del arte chino y la inflación del arte contemporáneo, el derribo de las Torres Gemelas y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria.

Si Jed Martin, el artista de Houellebecq en El mapa y el territorio, hace todo lo posible por salirse del mundo del arte, Lacey Yeager necesita, a toda costa, estar dentro -más rápido, más alto, más fuerte- con una competitividad olímpica. Ese, y no otro, es el reto de esta atleta de las relaciones publicas y privadas, de las galerías nítidas y los negocios sucios. Houellebecq le confiere un tono trágico a aquello que surge casi como una broma (Jeff Koons o Damien Hirst). Steve Martin, por el contrario, nos regala una comedia de todo lo que desde el arte se nos vende como solemne.

MartinMondadoriimagesAsí las cosas, no hay que buscar aquí los tormentos –a veces exagerados, a veces sobreactuados- con los que la literatura o el cine han recreado el acto creativo. Martin va directo a los entresijos del mercado del arte y su Lacey es la Beatriz que nos conduce por ese infierno fastuoso de ferias, ventas y fiestas que casi nunca dejan entrever los discursos museísticos o los centros de arte públicos. A fin de cuentas, no hay feria que no se comporte como una feria de las vanidades. A una feria no se va a comprar sino a hacer visible que se compra. No se colecciona, sino que se patenta el poder de hacerlo. En ellas no se expone; se exhibe. Y las (los) Lacey Yeager de ese mundo tienen mucho que enseñarnos sobre esa necesaria estación de servicio en la que los artistas, incluso los más indómitos, suelen repostar para avanzar hacia empresas más sólidas y confesables.

En tiempos en que la cultura se privatiza a marchas forzadas -la crisis no es mas que una coartada perfecta que exonera de explicar el nuevo modelo-, lo que era excepcional va camino de convertirse en regla. Y si antes las ferias intentaban parecerse a los museos –de ahí que aparecieran en ellas proyectos curatoriales, eventos teóricos, episodios alternativos, capítulos radicales que las apuntalaban ante la mirada admonitoria de los especialistas-, a partir de ahora los museos se parecerán, cada vez más, a las ferias. Tan solo basta echar un vistazo a su colonización pantagruélica, su apabullamiento de los espacios más pequeños y, sobre todo, esa obsesión por abarcar la mayor cantidad de metros posibles sin la más mínima necesidad de demostrarnos su capacidad intelectual para llenarlos.

Ante este retomado modelo –que no es nuevo y ha conocido fracasos de estrépito en otros tiempos y lugares- An Object of Beauty funciona como un manual de supervivencia y, a la vez, como un espejo de nuestro futuro. De haberse paseado por ARCO en Madrid, el actor Steve Martin hubiera sido reconocido de inmediato. Lo que no sabemos es que el autor Steve Martin ya nos había reconocido antes a todos nosotros. 

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IVÁN DE LA NUEZ (La Habana, 1964), crítico de arte y escritor, es autor, entre otros títulos, de Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: Invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989-2009 (Debate) y El mapa de sal (Periférica). www.ivandelanuez.org.

 

Otras Asias

Por: | 20 de febrero de 2012

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Mapa. Tapiz de Alighiero Boetti (1940-1994).
 

 

 

 

 

 

 

Por GAYATRI CHAKRAVORTY SPIVAK

SpivakRetratoHoy llega a las librerías españolas el ensayo Otras Asias, de Gayatri Chakravorty Spivak, SpivakCubiertapublicado por la editorial Akal en traducción de Pablo Sánchez León. El texto que sigue es el fragmento inicial del prefacio del libro. G. Ch. Spivak (Calcuta, 1942) es Avalon Foundation Professor in the Humanities en la Universidad de Columbia (Nueva York) y autora de Thinking Academic Freedom in Gendered Post-Coloniality, In Other Worlds, Outside in the Teaching Machine o Crítica de la razón poscolonial, considerada su obra magna y publicada también por Akal. Su ensayo «Can the Subaltern speak?» (1988) es un texto clási­co de los llamados estudios poscoloniales.

 

Los docentes universitarios de Humanidades tienden a ser jóvenes arrebatados

Stephen Metcalf

 

En general la crítica literaria ha venido en el siglo XXI a interesarse más por la globalización. Por razón de mi continuo interés en comprobar la validez de las generalizaciones por medio de la incursión en esferas subalternas, no me satisfacían del todo las visiones culturales generales sobre la posmodernidad. Y ahora me encuentro, por las mismas razones, igualmente incómoda ante las ideas heredadas en materia de cultura y globalización. Llevo de hecho sintiéndome incómoda con esta cuestión desde hace tiempo. Años atrás definí el problema como «electronificación de los mercados de valores». En los ensayos de Otras Asias la insatisfacción tiene que ver con el posnacionalismo fácil que se supone que ha surgido con la globalización. La solución que se pondera (no que se propone abiertamente, pues se trata de cosas prácticas y contextuales) es el «regionalismo crítico». En mi ayuda viene el hecho de que la Literatura Comparada fue siempre regionalista incluso en sus primeros atisbos como disciplina.

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Miguel Morey: de Nietzsche a Diógenes

Por: | 15 de febrero de 2012

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Miguel Morey acaba de publicar Hotel Finisterre (Galaxia Gutenberg)  libro que incluye este relato y Camino de Santiago (texto de 1987), su primera incursión en la ficción. Pero dice que abandona el género, que está cansado de que lo confundan con el narrador. Se ha jubilado como catedrático de Filosofía y trabaja en las notas acumuladas durante 30 años, muchas, dice, sobre Nietzsche y Platón. En su última obra, con Diógenes como invitado, incita al lector a pensar, contradecirle e incluso irritarse. Pero siempre por su propia cuenta.

Pregunta: Acaba usted de publicar Hotel Finisterre, una obra infrecuente en un pensador, por su carácter más narrativo que discursivo. En alguna ocasión, ha sugerido que es un esquema que produce confusión.

Respuesta. Sí, éste país es muy duro al respecto. Lo cierto es que con Hotel Finisterre cierro una etapa iniciada con Camino de Santiago. De ahí la voluntad de publicarlos juntos. En ambos casos se tantea un formato a caballo entre ficción y ensayo. Quizás más en Camino de Santiago que tiene la forma circular del cuento, con un argumento y un contrargumento. Lo que se mantiene en ambos libros, y en Deseo de ser piel roja, es la voz narrativa: una presunta primera persona, cruzada con una segunda persona que puede ser tanto el lector como uno mismo, como interlocutor. Ahora he querido cerrar esa voz para pasar al él o al ello o a vete a saber qué. Una modalidad de escritura que no fuera, presuntamente, confesional. Los lectores están poco acostumbrados a distinguir entre el autor y el narrador y me atribuyen cosas que me ha costado mucho tiempo inventar e hilvanar. De pronto llega alguien y me dice que tuvo un abuelo como el mío, pero yo no conocí a mi abuelo. Es un personaje literario y me costó mucho fabricarlo. Aunque ése no es el motivo desencadenante. La razón es que ya no necesito esa voz. La utilicé cuando obtuve la cátedra. Entonces tenía un pasado de prosa de profesor. En aquellos momentos teníamos la conciencia de que el franquismo había hecho mucho daño y de que la Universidad tenía un atraso de siglos, que había que aportar nuevas lecturas. En mi caso, fue Foucault. Pero al sacar la cátedra sentí la necesidad de escribir un texto de contrapeso, lejos de la prosa del profesor, con todo lo que te ronda mientras estás trabajando y no lo puedes decir porque no cabe en de la prosa profesoral. Busqué una salida en la ficción, una ficción que se va construyendo a partir de las propias palabras. Juegan las palabras que describen la angustia o la soledad hospitalaria y que se van trenzando. Lo que se narra es algo tiene que ver con el conocimiento de uno mismo.

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Una tarea de doble filo

Por: | 13 de febrero de 2012

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Una tarea de doble filo:

pensar en Schiele y en la Viena finisecular en la actualidad

 

Por CARLA CARMONA

SchieleEgon-Jahrbuch_bigEl 18 de enero se presentó en la Albertina el primer volumen de la revista anual de corte académico Egon Schiele Jahrbuch (ESJB). Los editores de la revista, Johann Thomas Ambrózy, Eva Werth y yo misma, deseamos que se convierta en un foro de discusión interdisciplinar en torno a la cosmovisión y la obra de Egon Schiele, así como de aquellos aspectos de la Viena finisecular que pudieran contribuir a esclarecerlas. De hecho, el primer volumen recoge tanto artículos que enfocan directamente la vida y obra de Schiele como entrevistas a filósofos que examinan cuestiones artísticas y de pensamiento de gran importancia en aquella Viena.

De este último tipo es la contribución de Isidoro Reguera, una reflexión acerca de una serie de paralelismos y divergencias entre la obra y el pensamiento de Schiele y los de otras figuras de la Viena finisecular, especialmente con los de Ludwig Wittgenstein:

  Wittgenstein1-big“La sombra no creo que sea una metáfora típicamente wittgensteiniana (no puede haber sombras para un lógico, que ama la transparencia del cristal, o las sombras no son nada), ni creo que sea una realidad pictórica schieleana (en su pintura no hay fondo que dé sombra ni dónde darla, y sus cuerpos ni tienen músculos). No hay sombra relevante en ninguno de los dos, que yo sepa. ¿De qué o de quién?, repito. De nada. ¿De la nada, de la nada originaria? Podría ser: luz y sombra en el origen de todo (una metáfora de Jacob Böhme). ¿La luz es la sombra de la nada y la nada la sombra de la luz? (…) Pero ¿quién o qué da sombra?, insisto. La sombra es irrelevante, nada ni nadie puede hacer sombra a la luz pura. Sólo hay luz y oscuridad; mejor dicho: luz y falta (o turbiedad) de luz, consciencia o inconsciencia; no hay nada más que luz o lo demás no es nada más que luz: simples modulaciones caprichosas de la luz o falta de la capacidad para verla. (Schiele sólo pintaba “la luz que proviene de los cuerpos”, como decía, nada ni nadie puede hacerles sombra tampoco, los cuerpos son el absoluto Schiele, diríamos, esa era quizá su luz pura; en su pintura todo lo demás son inflexiones o torceduras, no sombras, de ella.)”.

A la pregunta acerca de posibles líneas de investigación de actualidad dentro del ámbito de la Viena finisecular responde Reguera sugiriendo la comparación entre el entresijo de preguntas e impulsos afines y multidisciplinarios de aquellos luceros que guiaron los últimos días de la humanidad desde la gran Kakania con la coetánea generación del 98 española. No es casualidad que tanto Reguera como Jean-Pierre Cometti (filósofo y traductor al francés de autores como Wittgenstein, Richard Rorty o Robert Musil) apuesten por no quedarse en el mundo de correspondencias que, por lo general, ha marcado los esfuerzos académicos (y los no tan académicos) a la hora de hacerle frente a aquella Viena, apuntando una serie de clichés que es necesario superar para seguir investigando con sentido en esas arenas.

Musil1_grLa entrevista a Cometti parte de una cadena de paralelismos entre la manera de ver y de interpretar el mundo de Schiele y determinados aspectos del pensamiento de Wittgenstein y de Musil que a veces pone de relieve divergencias iluminadoras de los trabajos de cada uno de ellos por separado. Así sucede con la comparación de Cometti entre las figuras de Schiele y las que pululan en El hombre si atributos de Musil. En ambos casos, dislocadas, sin centro:

“El personaje que me viene a la cabeza es Clarisse. Pero también hay otros, como el de Gerda, y quizás el de Hans Sepp. Esto está relacionado con el problema de la sintaxis del que veíamos hablando en relación a la pintura de Schiele. Estos personajes están particularmente dislocados. En su caso, el problema del yo surge de forma abrupta –si bien de maneras diferentes. Es diferente en el caso de Ulrich, pues la manera que tiene de lidiar con este problema no es existencial, sino intelectual e hipotética, es decir, como si se tratase de un experimento. Aunque El hombre sin atributos a veces esté lleno de emoción y sensualidad (en particular en la segunda parte de la novela), Musil es un escritor muy “cerebral”. En ese sentido, los aspectos de la novela que dan lugar a comparaciones con la inspiración artística de Schiele están principalmente vinculados a su descripción de la Viena finisecular”.

Este tipo de paralelismos artístico-literarios son muy interesantes a la hora de estudiar la obra de Schiele, dada su faceta poética. El artículo de Eva Werth incluido en el ESJB alumbra las correspondencias entre la pintura de Schiele y su obra poética, esta última no tan conocida en España, a pesar de que existe una traducción de una selección de sus poemas (eso sí, claramente mejorable, y no del alemán, sino del francés). Los poemas de Schiele ponen de relieve aspectos importantes de su Weltanschauung, como la idea de la interdependencia entre la vida y de la muerte (afín a otras figuras de la Viena finisecular, como Georg Trakl o el propio Wittgenstein) y sus consideraciones acerca de las relaciones entre lo divino y lo humano. 

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Es llamativo el interés que todavía hoy despierta la Viena finisecular. Particularmente por el público tan variado que alimenta esa disposición. Pero no es de extrañar si se tiene en cuenta lo que hay detrás de aquella afirmación de Kraus que convertía a Viena en “el campo de pruebas para la destrucción del mundo”. Los temas que tuvieron un lugar destacado en aquel momento están lejos de haber perdido vigencia; en cierto modo son atemporales, quizás por su carácter humano, demasiado humano. Esos asuntos han dado lugar en los últimos años a películas que han generado discusiones interesantes y alegrado el paladar de muchos aficionados al cine. Pienso, por ejemplo, en Un método peligroso de David Cronenberg o en Klimt de Raoul Ruiz. Estas películas, sin embargo, pecan de abusar de las profundidades de los temas de aquella Viena, explotándolos como para hacerse con un público que, de repente, se ve condenado a interpretaciones reduccionistas y sensualmente edulcoradas de problemas serios y figuras complejas de la cultura, el arte y el pensamiento.

KlimtCartelEste tipo de excesos, no restringido al ámbito cinematográfico, generalmente va acompañado de un olvido de uno de los ejes cartesianos que sostenían el trabajo de los grandes kakanios: la preocupación por la representación, la forma, la manera de organizar las cosas, ya fuera en la pintura, la arquitectura o la filosofía. ¿Por qué no hacer referencia una vez más a aquello que escribió Wittgenstein en relación al Tractatus, que la forma en que estaba escrito el libro era tan importante como su contenido? Fueron muchos los que apostaron por esta doble vía de acercamiento –a última hora convergente– a la comprensión de uno mismo y del mundo.

El primer volumen del ESJB se esfuerza por dar cuenta de este camino binario. Si bien incluye artículos especializados que alumbran problemas de contenido muy concretos dentro de la pintura de Schiele (como es el caso del artículo del historiador del arte Thomas Ambrózy, que decodifica el significado de las peculiares manos de algunos de los lienzos de Schiele, remontando las inclinaciones del artista a Bizancio y a Lutero), el texto de Allan Janik explora las correspondencias entre ética y estética en el pensamiento de Wittgenstein y el mío enfoca el lenguaje de Schiele, concretamente el uso que hizo de una serie de estructuras muy frecuentes en su pintura (la silla, la cuerda floja, la ropa, el halo y la prótesis), que tanto cuando están presentes como cuando latentes ejemplifican de forma envidiable la máxima wittgensteiniana de que el significado está en el uso. 

Este conjunto de esfuerzos sitúa la obra de Schiele en la misma órbita que otras figuras intelectualmente reconocidas de la Viena finisecular, como Wittgenstein, Kraus, Musil o Loos.

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CARLA CARMONA es autora del ensayo En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele, de próxima publicación en la editorial Acantilado.

El primer volumen de Egon Schiele Jahrbuch puede adquirirse en tiendas especializas o a través de la página web de la revista. El segundo número está previsto para setiembre de 2012.

 

Rabia desde la máquina

Por: | 11 de febrero de 2012

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Jaron Lanier, autor del ensayo Contra el rebaño digital, editado en España por Debate.

por IVÁN DE LA NUEZ

Aunque dos terceras partes del planeta no están conectadas a Internet, la época contemporánea ya se ha establecido como la “era digital” y su panteón ha consagrado a un Dios (Steve Jobs), ha coronado un rey (Bill Gates) y condenado a un demonio (Kim Dotcom). Ese tercio que viaja por las redes se ha bastado para definir este tiempo que identifica, cada vez más, lo real con lo virtual, el tiempo con la velocidad de conexión, el espacio con el ancho de banda, el horizonte con la pantalla…

Por esos cables se desliza asimismo una ética (Pekka Himanen la llama “nética”), que hoy marca la moral productiva del capitalismo así como los conflictos generados por el vértigo de su apoteosis conectiva. Con el desplazamiento del PC al teléfono (bajo cualquiera de sus formas), nos vamos convirtiendo en un ciborg cotidiano para quien el archivo se ha transparentado, las puertas del laboratorio se han dinamitado, los medios de comunicación se han multiplicado, las fronteras entre lo privado y lo público se han derribado. ¿Qué decir, entonces, de lo que hasta hace poco compartíamos como sociedad y como arte, como literatura o política?

Con estos truenos, no puede resultar extraño el crecimiento paulatino de una tendencia a la desconexión, o al desenchufe radical de nuestra cableada experiencia. Una sintomatología que podemos percibir en el sueño de regresar a cierta escala táctil o a la magnitud artesanal de los oficios (como ha evocado Richard Sennett). En la nostalgia por el slow food y en la añoranza de la hemeroteca. En la reivindicación del vinilo o en el réquiem por el papel.

LudditesBajo estas actitudes subyace, de muchas maneras, un nuevo tipo de ludismo. Una ira —más o menos enfática— que quizá tuviera su momento seminal en un día de 1978; cuando el FBI clasificó a Unabomber como “neoludita”. Leído —cómo no, por Internet— el manifiesto contra la sociedad industrial que sostenía a sus acciones, podemos constatar, sin embargo, que el prefijo “neo” era exagerado; y que el terrorista se comportaba más bien como un ludita convencional, atrapado en su particular Rage Against The Machine.

Pero el ludismo contemporáneo es algo más complejo y en ningún caso debe reducirse a la tecnofobia. (No tratamos con un escuadrón de cascarrabias que optan por regalarse una jornada, unplugged, de vida “natural”). Es más, buena parte de los nuevos luditas son disidentes de la tecnología (el caso sintomático de Jaron Lanier), cuya comprensión de la “máquina” no está dirigida contra los artefactos sino contra el sistema que los aloja. Plantados entre las nuevas tecnologías y su anacrónica legalidad, encontramos lo mismo a autoproclamados “luditas sexuales” (cuyo objetivo no es otro que “dar rienda suelta a las pasiones inmorales”, en la cotidianidad y en las intimidades), que a esos crackers ultratecnológicos capaces de desmantelar cualquier sistema (desde archivos militares hasta webs de celebrities). A ecologistas y a movimientos antisistema. A las teorías del colectivo Tiqqun sobre el presente de la Guerra Civil y a las performances de Eric Cantona contra la omnipresencia de los bancos. No conviene olvidar, en ningún momento, el ludismo “estatal” de los Gobiernos opuestos a Internet.

LuditasabotageEn la blogosfera, por la parte que le toca, el anónimo ataca a la autoría, el hacker  al sistema mismo del blog, el troll al sentido…

Desde Kafka, Musil o Deleuze, sabemos que las máquinas no son sólo los ferrocarriles y los ordenadores, los tanques de guerra y las catapultas: lo maquínico se inserta en nuestros cuerpos y comportamientos. Vistos los apéndices de nuestra vida interconectada, no cabe duda de que esa convicción está a punto de alcanzar su apoteosis. Y que las batallas de los luditas actuales tendrán, cada vez más, la forma de una contienda fisiológica, casi “natural”.

Acaso el nuevo ludismo represente la militancia de una sociedad líquida (descrita por Bauman) contra un poder sólido. Y si desde Karl Marx hasta Marshall Berman, “todo lo sólido se desvanecía en el aire”, hoy podemos decir que todo lo sólido parece disolverse en la Red. Incluidos nosotros mismos; expuestos como estamos a cerrar el círculo suicida que caracteriza también, no lo olvidemos, a cualquier ludismo que se precie.

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Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS, el sábado 11 de febrero de 2012.

IVÁN DE LA NUEZ (La Habana, 1964), crítico de arte y escritor, es autor, entre otros títulos, de Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: Invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989-2009 (Debate) y El mapa de sal (Periférica). www.ivandelanuez.org.

Reflexiones de un traductor de “pensamiento”

Por: | 08 de febrero de 2012

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 Ilustración de MIGUEL BRIEVA para la cubierta del libro Educación para la ciudadanía, publicado por Akal. Autores: Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero. (Cortesía Galería Casa sin fin: www.casasinfin.com)

por EDGARDO DOBRY

GaosComo anunciando la aridez del texto que el lector se aprestaba a atravesar decía Manuel García Morente, en el cierre del prólogo a una de sus canónicas traducciones de Inmanuel Kant: “La elegancia que yo hubiera añadido no habría sido kantiana”. Uno de los mejores discípulos de García Morente, José Gaos, durante los fatídicos años treinta, primero en Madrid y después en el exilio mexicano, dedicó muchas horas al estudio y la traducción de Ser y tiempo de Martin Heidegger, seguramente el libro de filosofía más influyente del siglo XX. Gaos (a la izquierda) escribe en su Introducción a Ser y tiempo, en referencia a su versión española: “donde el estilo del original hace efecto de hirsuta aspereza no hiciese el de la traducción efecto de pulida lisura”. En ambos casos el traductor muestra la contención que debe ejercer para no hacer el texto más legible de lo que es el original, para no endulzar al lector la dificultad –lógica en Kant, más bien filológica o lingüística en Heidegger– del texto de partida. En ese margen movible y sutil se juega la diferencia –decisiva, sin embargo- entre traducir y parafrasear, como el propio Gaos advierte.

A partir de Nietzsche la filosofía ha ido perdiendo aspereza técnica en favor de la discursividad y legibilidad, cada vez más cerca de la literatura: el carácter sublime, tonante, persuasivo de la prosa nieszcheana es un elemento imprescindible en el impacto que produce su obra, hecha precisamente de cuestionamientos de las categorías y doctrinas clásicas. Borges, en una de sus muchas provocaciones –que suelen considerarse entre los fundamentos del posmodernismo–, invitó a leerlo todo, “incluidos los tratados de teología”, como si fuera literatura fantástica. Es una idea muy siglo XX, cuando muchas ideas que, en otro momento, se hubieran formalizado de modo estricto, según un protocolo infalible para cada disciplina, pasaron a desarrollarse en ese género que conocemos como “pensamiento”. El “pensamiento” es un género híbrido, que utiliza las herramientas del ensayo pero se deja contaminar de la novela, de la que toma cierta urdimbre narrativa para sostener su desarrollo.

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Roberto Calasso en Barcelona. Fotografía de Susanna Sáez.

La mayor parte de los libros de Roberto Calasso, para poner un ejemplo, visiblemente alejados de toda intención ficcional, han sido publicados sin embargo –y sin escándalo visible– en una colección denominada “Panorama de Narrativas”. Son libros que versan sobre Kafka (K), mitología hindú (Ka), el último gran momento del arte veneciano (El rosa Tiepolo), o la fundación de la modernidad literaria y artística europea (La folie Baudelaire). Uno de los puntos fuertes de la obra de Calasso es el rigor y la profundidad de la investigación en que se asientan esos libros: incluso en escritores tan infinitamente abordados como Baudelaire o Kafka consigue, si no rescatar documentos inéditos, sí al menos prestar atención a detalles significativos que, sin embargo, parecen haber pasado inadvertidos a los ojos de los demás estudiosos. Véase, por ejemplo, el sorprendente y genial “sueño del burdel-museo” de Baudelaire, registrado por el poeta en una carta a su amigo Asselineau de marzo de 1856, que Calasso pone en el centro de La folie Baudelaire. Y sin embargo son libros concebidos, escritos y editados para robarle lectores a la novela, para buscar su público fuera del restringido número de personas que, en las librerías, se acerca a las estanterías rotuladas “ensayo” o “pensamiento” o, mucho más aún, “filosofía”, que siempre están un poco más arrinconados que los anaqueles de novelas.

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Giorgio Agamben fotografiado por Gorka Lejarcegi.

¿Cómo se traduce, entonces, el “pensamiento”? ¿Hay que dejarse llevar por la seducción narrativa de la obra o primar la coherencia de la argumentación, el rigor del análisis? En ocasiones, el traductor es como un cantante lírico: debe encontrar el tono, la impostación de la voz que lo guiará en la interpretación: algo en verdad difícil de definir, de codificar, que necesita una intuición de orden literario. Después, más parecido en esto a un ventrílocuo que a un divo de ópera, debe permanecer en la sombra: su trabajo será mejor cuanto menos se haga notar. Sobre todo en libros que, precisamente por buscar su público en colecciones comerciales, deben reducir al mínimo, casi a cero, las notas al pie, ese zumbido de la mosca filológica tan presente en las ediciones académicas. El trabajo del traductor debe ser, entonces, sutil y a la vez arriesgado; debe buscar buenas traducciones de los textos citados para no retraducir (es decir, para no alejarse en dos grados de la referencia citado por el autor al que está traduciendo) pero a la vez, en muchas ocasiones, debe acomodar el sentido y la modulación de la cita al del discurso del autor que la inserta en su trabajo. Debe, obviamente, permanecer muy atento a las falsas proximidades sobre todo cuando se traduce de otra lengua neolatina, y sobre todo cuando se vierten textos de autores que trabajan mucho con la raíz etimológica –latina o griega– de las palabras, como es el caso de Agamben (no en vano discípulo del último Heidegger).

Kant no buscaba seducir a su lector –al menos, no por el estilo de su prosa–, y por eso García Morente se sentía en el deber de no “agregarle elegancia”. Hoy en día los ensayistas, que son en buena medida los herederos de aquella alta tradición del pensamiento occidental, construyen la tesitura de sus obras sobre entramados narrativos por los que el lector pueda deslizarse con el mismo impulso con que se lanza a la deglución de una novela. ¿Debe el traductor, entonces, encargarse de “quitar elegancia”?

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EDGARDO DOBRY es poeta y ensayista argentino. Traductor de autores como Giorgio Agamben, Luciano Canfora o Roberto Calasso, su último ensayo es Una profecía del pasado. Lugones y la invención del "linaje de Hércules" (Fondo de Cultura Económica).

El cliché es un lobo para el hombre

Por: | 06 de febrero de 2012

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Dead doctrines (1987), obra del artista portugués Leonel Moura


por ISMAEL GRASA

Después de trabajar seis años como profesor de filosofía para alumnos de bachillerato, de haber leído miles de sus comentarios de texto y de debatir con ellos casi a diario, estoy en condiciones de señalar algunas de las “ideas hechas” más extendidas entre ellos sobre el hombre y la sociedad, y que no son más que las que están en la calle. A veces son ideas que ni ellos mismos piensan, y que saben que yo tampoco pienso, pero que de algún modo, extrañamente, se sienten obligados a repetir. Una de ellas es que la especie humana ha seguido un camino equivocado y que la civilización es mala (y la Occidental, ¡no digamos!); que antes (no se especifica cuándo, claro está, como sucede con los mitos) las personas eran más felices que ahora (cada no mucho tengo que volver a oír eso de que en África la gente no se suicida ni toma antidepresivos como lo hace en Suecia, y yo tengo que ironizar con esas famosas embarcaciones atestadas de gente que huye de Europa hacia África en busca de una vida mejor y más digna, ¡la dicha del analfabetismo!); otra es que nuestras sociedades capitalistas o de libre mercado nos hacen necesariamente seres insatisfechos (como si la felicidad no dependiese de la libertad individual y la autonomía personal, sino que las personas necesitasen a alguien por encima que les racione y administre los bienes, como se hace con los menores de edad cuando se les da la paga), consumistas (al parecer es mejor no poder elegir), egoístas (el altruismo ha de venir desde arriba, se deduce) y, como muchos de los alumnos dicen, “materialistas”.

Carter_landscape02Cuando explico la teoría aristotélica del zoon politikon, de que el hombre necesita de la sociedad para desarrollarse conforme a sus capacidades y ser feliz, los minutos parecen a veces pasar sin pena ni gloria, pero en cuanto paso a explicar a Hobbes y su homo homini lupus –el hombre es un lobo para el hombre–, sus antenas parecen desplegarse y, de hecho, no hay alumno que no lo memorice y lo cite en el examen, se pregunte o no, incluso en latín, sin saber latín. Y lo mismo sucede con Rousseau, a quien en rigor ni siquiera tienen que estudiar, porque es el autor que respiran cada día: su idea de que las sociedades complejas corrompen al hombre, de que la naturaleza va ligada a la bondad, y todo lo que dio lugar al mito del buen salvaje: los indígenas y comunidades “no contaminadas” son el ámbito del bien, nuestra civilización es el del mal, etcétera. Recientemente puse en clase un documental, una producción televisiva sobre los orígenes del ser humano, y, al tratar sobre el abandono del nomadismo, volvimos a escuchar el ideario: el nómada es el hombre libre frente al que cultiva la tierra y cuida del ganado, que se hace esclavo de su nuevo modo de vida y se vuelve egoísta; el hombre sedentario defiende mezquinamente la linde de sus propiedades, frente al nómada que tiene el privilegio de dormir “bajo las estrellas” (el caso es que en el documental se ve a los nómadas de noche en medio de una tormenta, y su “privilegio” no parece que lo sea tanto, a decir verdad; se ve también a una mujer que tiene que parir a la intemperie y muere, de modo que sus compañeros tienen que dejar al recién nacido al cuidado de los sedentarios, porque no pueden asegurar su supervivencia –pero nada de esto hace cambiar el enfoque de la voz en off, como si las palabras no tuviesen el compromiso de ajustarse con los hechos que muestran–).

Podría seguir extensamente describiendo las ideas con las que me enfrento diariamente, y que me duelen más por lo que tienen de clichés, de lugares comunes, que por el hecho de que discrepe de ellas. Y otro apartado sería el de las teorías conspirativas –verdaderamente, todo un género, muy del gusto juvenil– y el de las leyendas urbanas –las más repetidas tratan sobre chinos en España, con trasfondo racista y pueblerino–.


Dicho esto, diré también que tengo una confianza grande en mis alumnos, y en las personas y en la democracia. Yo no era mejor que ellos, ni creo serlo ahora. De hecho, son ellos los que en estos años me han reafirmado en algunas convicciones básicas: que el hombre es capaz de hacer cosas desinteresadamente, como buscar la verdad; que el conocimiento y la tecnología forman parte de una corriente deseable y no necesariamente depravada; y que las personas nos hacemos mejores junto a las otras personas.



GrasaIsmaelLibroISMAEL GRASA (Huesca, 1968) es profesor de Filosofía y autor de obras como De Madrid al cielo, Días en China y La Tercera Guerra Mundial (todos en Anagrama). También ha publicado el volumen de relatos Trescientos días de sol  (Xordica. Premio Ojo Crítico de Narrativa). Su último libro es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).




 

 

A sangre fría

Por: | 04 de febrero de 2012

 

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Manifestación en Nueva York en 1927 en contra de la ejecución de Sacco y Vanzetti. Foto: Jose Costa / New York Daily News / Getty Images.

Por JOSÉ LUIS PARDO
     
Si hubiera que elegir una sola imagen, tan honesta como completa, que resumiese con la fuerza del relato vivido todas las razones que pueden esgrimirse contra la pena de muerte, ninguna sería tan clara como la historia que cuenta Albert Camus al comienzo de sus Reflexiones sobre la guillotina, reeditadas ahora en castellano por Capitán Swing. En 1914 se produjo en Argelia un crimen especialmente execrable (porque comportaba ensañamiento con menores), que despertó las iras de la opinión pública contra el asesino. El padre de Camus unió su honrada indignación a la de la muchedumbre enfurecida que reclamaba para el culpable la ejecución pública en la guillotina. A través de los recuerdos de su madre, el escritor reconstruye cómo se vivió en su hogar el día del cumplimiento de la sentencia: su padre se levantó antes del amanecer para sumarse a la multitud que se agolpaba en el escenario del patíbulo; acabada la ceremonia, regresó a casa, pálido y trastornado, se tumbó un momento en la cama, vomitó largamente y nunca más volvió a decir una palabra sobre aquel asunto. «En lugar de pensar en los niños asesinados» —comenta Camus— «sólo podía pensar en ese cuerpo jadeante que acababan de arrojar sobre una tabla para cortarle el cuello».



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