Pepe Carvalho fue un detective privado que primero lo leyó todo y luego se prometió quemar todo lo leído. El narrador de sus aventuras lo cuenta en La Rosa de Alejandría: “Decidió convertir su biblioteca en una galería de condenados a muerte”. En la hoguera. “Leí libros durante 40 años de mi vida y ahora los voy quemando porque apenas me enseñaron a vivir”, explica él mismo en Quinteto de Buenos Aires. La mayoría de las veces que presume de sus quemas aduce que los libros no le han enseñado apenas nada útil para la vida, que es, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa. Más aún: los libros eran una mistificación, una suplantación de la vida. “Ahora estoy trabajando en la Crítica del programa de Gotha, de Marx”, dice a Carvalho un personaje de La soledad del manager. Y le responde: “Regáleme un ejemplar. Suelo encender la chimenea con libros trascendentales. Cuanto más trascendentalidad, más culpabilidad. Seguro que han conseguido engañar a alguien”. Y en Los Mares del Sur aparecen una pregunta y su respuesta: “¿Cómo amaríamos si no hubiéramos aprendido en los libros cómo se ama? ¿Cómo sufriríamos? Sin duda sufriríamos menos”.
El primer libro que quemó Pepe Carvalho fue España como problema, de Pedro Laín Entralgo. Era un ajuste de cuentas ideológico a una discusión que se le antojaba baladí. Libro, además, doblemente perverso: no sólo era él mismo una obra olvidable, también había dado lugar a una réplica (no menos inane, en opinión del detective) de Rafael Calvo Serer, otro teórico de la época: España sin problema. Serer fue un activo y activado miembro del Opus Dei que, con el andar del tiempo, acabaría apuntándose al antifranquismo. “Fue hasta la estantería que respaldaba toda la habitación. Dudó en la elección pero finalmente se decidió por un libro rectangular, verde, con mucha hoja”. Y ahora la información y los motivos: “Se titulaba España como problema y había sido escrito por un tal Laín Entralgo en unos años en que se suponía que los problemas de España se reducían a ella misma como problema”.
El primer volumen, pues, fue un ensayo. La novela vendrá después y la primera será el Quijote. Ocurre en Tatuaje, la segunda aventura carvalhiana. Poco antes, en la misma obra, había quemado una revista, porque no sólo de libros vive el hombre sino de toda palabra o imagen que impresione su espíritu. El último libro al que prenderá fuego, ya en Milenio, es Bouvard y Pécuhet, de Flaubert.
Pero ¿qué quema Carvalho? Lo que puede. Y no siempre puede quemar lo que desea, porque no siempre coinciden la realidad y el deseo. A veces ni siquiera puede encender fuego y tiene que conformarse con la mera destrucción de un volumen. Otras, en cambio, la suerte le acompaña y puede entregar a las llamas estanterías completas de una nutrida biblioteca porque, después de todo, como afirma uno de los anfitriones que le estimula el gesto, “sólo son libros”. Carvalho quema, sobre todo, novela, algo de ensayo y una escasísima cantidad de poesía y teatro. Pero quema también otras cosas que se ponen a su alcance y que tienen el formato del libro, aunque no sean de lectura lineal: un volumen de la Enciclopedia Espasa y un álbum de fotografías familiares.
Para comprender la quema del volumen de la enciclopedia conviene recurrir a la explicación a su poética que da Manuel Vázquez Montalbán en la antología de la poesía española contemporánea que hizo José Batlló. Allí explica, no Carvalho sino su padre putativo, que el lector no debe acudir a la poesía en busca de convicciones ni creencias y sugiere, a quien se halle muy necesitado de ellas, el Espasa como último recurso.
En tiempos previos a la Wikipedia, el Espasa era la fuente del conocimiento que, se creía, era la fuente de la vida, en lo que tiene de dominio de la naturaleza y de organización de las relaciones con los otros. Pero esa conclusión del joven Carvalho es errónea. Por lo tanto, al fuego. Que las llamas devoren la confusión entre aprender cosas y aprender a vivir. Le habían vendido que el saber equipara a los hombres y a los dioses. Es decir, convierte a los frágiles humanos en seres eternos y felices. Y, al final, el conocimiento ni siquiera sirve para consolidar las esperanzas no ya de eternidad, ni siquiera de felicidad terrenal. La única que pareció algún día al alcance de la mano.
La quema del tomo de la enciclopedia se produce en un cuento titulado Por una mala mujer. Este cuento relata una anécdota que reaparecerá en Quinteto de Buenos Aires, donde incluso los nombres de los protagonistas, él y ella, se mantienen sin variación. Carvalho utiliza el volumen para prender “la primera chimenea del otoño” y, dice el narrador, emplea “como combustible un tomo de la enciclopedia Espasa, síntoma evidente de que su irritación era profunda”, porque sólo quemaba “diccionarios enciclopédicos en estados de ánimo muy próximos al nihilismo más irreversible”.
Quemar el álbum familiar tiene otro sentido. Arde allí la memoria perdida por la desaparición de sus portadores. Lo que fue y ya nadie recuerda, por lo tanto, ha dejado de ser. La narrativa carvalhiana ha sido calificada de “novela negra”, pero Vázquez Montalbán prefería decir que era “novela sepia”. Novelas contra la desmemoria. Esta defensa de la memoria es un gesto de resistencia ante el intento nada disimulado de las dictaduras de acabar con los recuerdos de los vencidos, además de tratar de acabar también con los vencidos mismos.
A lo largo de sus aventuras conocidas, Carvalho quemó 55 volúmenes de título o autor identificado y una cantidad indeterminada de tomos de una biblioteca argentina, tomados a voleo, de los que no se conoce ni el título ni el contenido ni la autoría. De esos 55 volúmenes, 27 caen del campo de la llamada ficción narrativa. Tres más son de poesía (uno de ellos una antología) y otro incluye dos piezas de teatro. La suma de la ficción da 31. El resto de textos, incluido el volumen del Espasa, son ensayos, aunque de pelaje muy diverso. Predomina la filosofía.
En Yo maté a Kennedy se informa de que Carvalho mató al que fuera presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy. Lo que, a efectos del historial del personaje, no deja de ser un detalle relevante. Pero lo es más el argumentario que utiliza para aceptar su participación en la CIA, organismo que, en aquel momento, representaba la reacción frente a la posibilidad de lograr si no el paraíso, al menos su versión más terrenal y humana: la sociedad sin clases. Los motivos que le llevarán a ser agente de la CIA son paralelos a los que acabarán por impulsarle a la quema de libros. La misma aparente paradoja que hace que Pepe Carvalho, comunista convencido de que el futuro será como se espera que sea, se aliste en la CIA, es la que hace que Pepe Carvalho, filólogo y lector empedernido, acabe abjurando de la literatura y de la filosofía y quemando su expresión más depurada y duradera: los libros. Así lo cuenta su reclutador: “El socialismo podrá imponerse sin que usted o yo muramos en la guerrilla y si lo abandonamos a tiempo viviremos mucho mejor hasta que llegue esa, hoy por hoy, lejana consecuencia. Nuestro trabajo (el de la CIA) tiene un nivel de modificación poética de la historia: somos lo único que se enfrenta a la descarada con el avance del comunismo, precisamente porque no nos importa que a la larga gane. Se trata de un mero desafío técnico: cuánto tiempo seremos capaces de ir entreteniendo ese avance (…) Un revolucionario es como el santo, el mártir o la virgen, un ventajista repugnante” porque “sin la CIA no habría ni historia ni dialéctica. Un agente de la CIA es no sólo un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución (…) es un héroe aséptico y total”.
Como ya viera Milton en El paraíso perdido, sólo vale la penar jugar si se puede perder y ése no era el caso de la izquierda a principios de los sesenta, cuando tantos jóvenes (entre ellos Pepe Carvalho y también Manuel Vázquez Montalbán) eran capaces de acabar en cárceles de Lérida o Aridel porque tenían “fe y deseos de vencer”, según decía una canción de la época.
Sí, a principios de los sesenta, la vida era posible. Por lo visto. El futuro no estaba escrito y la felicidad dependía de los propios actos. Por eso Carvalho se hizo de la CIA. Y por eso quemó libros, porque su papel (acéptese la ambivalencia) ya no es de este mundo. El libro es la reminiscencia de otros tiempos y los autores que no lo han entendido merecen la hoguera, porque no enseñan a vivir. Y los que lo han entendido, también, porque pretenden lo imposible.
Imagen de Manuel Vázquez Montalbán en la Rambla de Barcelona, tomada por Joan Sànchez.