por ARTHUR SCHOPENHAUER
El jovencito Schopenhauer viaja por Europa
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), célebre por su pesimismo metafísico, también fue niño. Y fue un niño de clase acomodada que disfrutó de una infancia feliz, tal y como correspondía a un vástago de la gran burguesía europea de comienzos del siglo XIX. Su padre, un acaudalado comerciante cosmopolita, quería que su primogénito llegase a ser un refinado hombre de negocios; aparte de enviarlo a excelentes escuelas, fue su deseo que dominase varios idiomas y que a temprana edad conociera personalmente los países con los que habría de comerciar en el futuro, cuando menos Inglaterra, Francia y Holanda; así que los viajes fueron un pilar básico en la educación de Schopenhauer.
Los Diarios de viaje que presentamos (inéditos en castellano) y que publicará en breve Editorial Trotta, los llevó Schopenhauer en su adolescencia, durante dos largos viajes que realizó por Europa en compañía de sus padres en los años 1800, 1803 y 1804. En dichos diarios no hay textos filosóficos, pero el Schopenhauer maduro siempre se jactó de que su filosofía partía del “contacto directo con las cosas”, que había nacido de la experiencia personal y de una “atenta lectura en el libro del mundo”. Sostenía que sus viajes de niñez y adolescencia le habían aportado unos conocimientos más puros que los obtenidos en los libros. En el curso de aquellos periplos europeos el jovencito Schopenhauer visitó grandes ciudades, admiró obras de arte, hasta vio a Napoleón, a los reyes de Inglaterra y Prusia y al emperador de Austria. Subió montañas y admiró las maravillas de la Naturaleza… Y, aunque en menor medida, también observó cosas que le disgustaron, como los presos condenados a galeras en el Arsenal de Tolón. La miseria de aquellos forzados despertó su piedad. Muchos años después, en su exitosa obra Parerga y Paralipómena, Schopenhauer comparó la vida humana a una «colonia penitenciaria», «el ergasterion de los filósofos griegos». Decía que los seres humanos son como presos en la cárcel de la vida, en ella moran cargados de cadenas y padeciendo tormentos sin cuento. ¿Recordaba Arthur a los presos de Tolón como experiencia viva de su metáfora? Es posible que la negrura del carácter que poseyó a Schopenhauer de adulto lo condujera más bien a recordar a los presos del Arsenal, pero a olvidar el goce de haber contemplado también los naranjos en flor y esa orgía de colores y frutos primaverales que tanto lo entusiasmó en su excursión a Tolón. Sus diarios de viaje, por cierto, contienen muchos más testimonios de admiración y dicha romántica que de negrura y displacer; y es que recogieron el sentimiento de un Schopenhauer fresco, ávido de vida y todavía no golpeado por las decepciones que le depararía el futuro. Luis Fernando Moreno Claros
Excursión a Tolón y su Arsenal (mediados de abril de 1804)
Después de haber pasado diez días en Marsella hicimos una excursión a Tolón y Hières. Una joven inglesa, Miss Nichols, se ofreció a venir con nosotros; como ella iba sola en su coche de dos plazas, ocupé yo la otra plaza e hice el recorrido con ella. Pasamos por una región muy montañosa, casi todo el tiempo viajamos entre dos hileras de elevados riscos, en parte yermos y en parte cubiertos de pinos y romero. Habíamos salido al mediodía y hacia el final de la tarde divisamos Cuge abajo en el valle, circundado de altas montañas. Allí es donde pasamos la noche. Sorprende la profusión de hierbas aromáticas que crecen en esta región, y el romero abunda en tal cantidad que no hay otra cosa que se utilice como combustible para el fuego; uno de estos fuegos de romero dispersa un olor muy agradable por la habitación.
A la mañana siguiente partimos temprano a fin de poder llegar a Tolón al mediodía. Conforme nos adentramos en ella, la comarca va tornándose cada vez más rocosa, más silvestre y extraña; las montañas son cada vez más peladas, grandes masas pétreas destacan entre los pinos; el valle se estrecha y, finalmente, a una posta de Tolón, el camino serpentea y se torna todavía más angosto entre hileras de torreones de peñascos y a lo largo de un pequeño torrente alpino que se precipita espumeante entre las rocas. Aquí no se divisa ningún árbol, solo de vez en cuando algo de hierba, todo es roquedal; masas de un gris claro se superponen unas a otras conformando las más extraordinarias estructuras, forman picachos y cuevas y todo tipo de curiosas figuras que sobresalen por encima del camino. El propio camino es pura roca y transcurre con tantas revueltas que es imposible ver su trazado entre las rocas, provocando una sensación de encierro. Después de transcurrida una media hora por entre esos pavorosos riscos cambió de repente el panorama, pues penetramos en las fértiles vegas de Tolón; y cerca de la ciudad ya vimos huertos con naranjos plantados al aire libre. En cuanto llegamos entregamos enseguida nuestras cartas de recomendación.
Lo más interesante no pudimos verlo hoy, el Arsenal, puesto que para visitarlo hace falta un permiso especial. Entretanto, el señor Aguillon, a quien íbamos recomendados, nos llevó a dar una vuelta por la ciudad. Tolón no es grande ni tampoco está bien edificada, las calles son en su mayoría estrechas. Visitamos la parte del puerto que no pertenece al Arsenal y en la que se encuentran los barcos mercantes: está muy vacío y muy yermo. El lugar más bonito de Tolón es el Champ de Bataille, es muy grande y está rodeado de bellas casas y paseos; en el centro se ejercitan los soldados.
Al día siguiente fuimos de excursión a Hières para ver los huertos de naranjos. Partimos temprano. El camino hasta Hières es horrible, a menudo hay piedras que amenazan con destrozar el coche, y a veces había lodazales en los que se hundía hasta los ejes. Pasábamos por una comarca extremadamente fértil. El clima es aquí más suave que en Marsella. Encontramos todo muy verde. Los viñedos estaban floreciendo, lo mismo que las higueras y los morales, que en Marsella en su mayoría todavía no tienen hojas. También aquí todo crece notablemente mejor, lo que puede advertirse sobre todo en los olivos; en Narbona, donde los vi por primera vez, son pequeños y esmirriados; pero cuanto más se aleja uno de allí, van siendo más hermosos; ahora se los encuentra del tamaño de un tilo normal; también las higueras y los granados que vemos aquí en el campo y junto a las carreteras comarcales son extremadamente bellos y altos. Los granados también crecen aquí silvestres, aunque estos no tienen flores ni frutos tan grandes. Los campos despiden el perfume de olorosas flores silvestres, tomillo, mejorana y lavanda. A las doce alcanzamos Hières. Justo un poco antes de llegar se disfruta de una vista muy hermosa desde el monte en el que se ubica la ciudad, se ven los huertos de naranjos y el mar con las islas de Hières, que están muy cerca del puerto. Hières es un pequeño pueblo; el monte en el que se sitúa la villa fue antiguamente un volcán, pero está apagado desde hace mucho tiempo; parece como si antiguamente la ciudad se hubiera extendido a lo largo del monte, ya que las fortificaciones que se conservan llegan hasta su misma cima y en ella pueden encontrarse aún restos de viejos torreones.
Después de almorzar, nos fuimos enseguida a ver las plantaciones de naranjos. Esta vista debe de encantar a todos los habitantes del norte; los nobles árboles están siempre cubiertos de hojas, frutas y flores, todo al mismo tiempo; no hay invierno que los deshoje. Aunque como hacía poco que se había recogido la cosecha, justo en este momento tenían muy poca fruta, a excepción de un parterre en el que la habían dejado y en el que pudimos admirar unos árboles tan cargados de limones y naranjas que las ramas se inclinaban hasta tocar el suelo. Estas plantaciones proporcionan mucha riqueza a sus dueños; no son huertos, sino bosques enteros de naranjos y limoneros, todos muy juntos, cruzados por estrechos pasillos en los que uno puede aspirar su purísimo aroma. Visitamos diversas plantaciones, todas son muy parecidas; en una encontramos muchos árboles foráneos, entre otros, una espléndida palmera datilera de cien años de edad, esbelta y tan alta como los robles más grandes; tenía muchos frutos pero todavía no estaban maduros, de modo que tenían un gusto desagradable; no suelen madurar hasta el verano. También vimos aquí un cocotero, que guarda bastante similitud con el árbol del plátano. Una vez que nos hubimos solazado a gusto en estas plantaciones regresamos sin más dilación a Tolón, a donde llegamos a las cinco de la tarde. Enseguida nos encontramos con el señor Bastianelli, uno de los inspectores del Arsenal a quien íbamos recomendados y con quien enseguida fuimos allí a fin de visitarlo entero antes de que oscureciera. El Arsenal no es en absoluto lo que se entiende bajo ese nombre, un almacén de municiones; es tan grande como toda la ciudad; en realidad es una parte del puerto, con cantidad de edificios en los que se dispone cuanto sea de necesidad para la marina de guerra. Vimos la gran fragua, un monstruoso edificio abovedado; aquí uno cree hallarse en la fragua de Vulcano. Hay veinticuatro hornos con hierro al rojo vivo. En otra gran dependencia se fabrican clavos de todas las medidas y formas; y en otra más, se hacen toda clase de herramientas e instrumentos cortantes: hachas, buriles, cuchillos, sables, etc. De aquí fuimos a la Corderie, donde se preparan todas las cuerdas y amarres de ancla para los barcos de guerra; este edificio tiene en su interior dos hileras de pilares de piedra que lo sostienen y que forman tres corredores en los que se enrollan las cuerdas, y que proporcionan una perspectiva muy bella puesto que el edificio tiene 1.250 pies de largo, y de un extremo a otro es casi inabarcable. A este edificio se agrega otro más en el que se elaboran las escalas de cuerda, las poleas, etc. Vimos también los cañones y los morteros ya listos para servir como armamento en los nuevos buques de guerra. Ahora solo se quieren ya cañones de hierro porque el tronar de los de bronce es demasiado fuerte y deja sordos a los soldados.
Una de las cosas más interesantes del Arsenal es la casa de las maquetas. Alberga una gran cantidad de pequeñas maquetas de madera de toda clase de embarcaciones, así como de toda suerte de máquinas que se usan en los puertos o para la construcción de barcos; maquetas curiosas de barcos que han navegado muy rápido; finalmente, las miniaturas de todo aquello que guarda una mínima relación con el arte de navegar, hasta llegar a todas las clases de clavos que se necesitan para los buques. Todas estas maquetas son extraordinariamente finas y están trabajadas hasta el más mínimo detalle. Los jóvenes aspirantes a ingenieros las utilizan para aprender de ellas.
En el puerto solo vimos dos barcos de línea que esperaban a sus tripulaciones; no subimos a verlos, puesto que dentro había todavía mucho desorden. Otros dos estaban en construcción. Y un quinto estaba siendo objeto de reparaciones; para tal menester lo habían situado sobre una especie de pequeño dique seco, construido con enormes costes para este fin, dotado con una compuerta que retiene el agua para que el barco yazca en lugar seco. Hasta que no se ve un barco de guerra en este espacio tan reducido, en seco, donde uno puede contemplarlo por entero de parte a parte y de abajo arriba, no podemos hacernos una idea exacta de las enormes proporciones de estas monstruosas máquinas de navegar. Fuera del puerto pueden apreciarse con mucha claridad seis buques de línea y algunas fragatas ancladas en la rada; por lo visto, a veces hasta es posible divisar la flota inglesa.
Los trabajos más duros del Arsenal se dejan para los galeotes; verlos suscita una fuerte impresión en el extraño que los observa. Están divididos en tres clases: a la primera pertenecen los que solo están aquí por delitos leves y por poco tiempo, desertores, soldados insubordinados, etc.; estos solo llevan un grillete de hierro en el pie y pueden moverse con libertad de acá para allá, es decir, dentro del Arsenal, pues a la ciudad no se le permite ir a ningún forçat. A la segunda clase pertenecen los que han cometido delitos más graves; trabajan de dos en dos amarrados por los pies con pesadas cadenas. Los de la tercera clase, aquellos que han cometido los peores crímenes, están encadenados al banco de la galera, que nunca abandonan; estos se ocupan con trabajos que pueden despachar sentados. El destino de tales desgraciados lo considero mucho más aterrador que las condenas a muerte. Las galeras, que he visto por fuera, parecen ser el lugar más sucio y repugnante que pueda imaginarse. Estas galeras son viejos barcos condenados que no salen más al mar. El lecho de los forçats es también el banco al que están encadenados. Su alimento, solo pan y agua; no comprendo cómo sin una alimentación más potente y consumidos por las penalidades siguen aún con vida con ese trabajo tan severo; pues durante su esclavitud se los trata como a bestias de carga. Es horroroso pensar que la vida de estos miserables «esclavos de las galeras», lo cual ya dice todo, carece por completo de cualquier tipo de dicha, y para aquellos cuyos sufrimientos, aun después de veinticinco años, siguen sin tener un final, de cualquier esperanza. ¡Qué horrible imaginar la sensación de uno de estos desdichados mien- tras se lo encadena al banco de la oscura galera del que nada más que la muerte lo separará! Muchos ven incrementado su sufrimiento a causa de la inseparable compañía que está amarrada a su misma cadena. Y cuando al fin llega el momento que el condenado deseó suspirando con desesperación día a día desde hace diez o doce o, lo que sucede raramente, veinte años largos como una eternidad, el final de la esclavitud, ¿qué será de él? Regresará a un mundo para el que está muerto desde hace diez años y las posibilidades que hubiera podido tener entonces se habrán desvanecido: nadie quiere contratar a quien ha estado en galeras, y diez años de castigo no habrán servido para limpiarlo de un delito que cometió en un instante. Se verá obligado a delinquir por segunda vez y terminará en el patíbulo. Me horrorizó oír que aquí hay seis mil galeotes. Los rostros de estos hombres proporcionan abundante materia para consideraciones fisonómicas.
Arthur Schopenhauer, Diarios de viaje. Traducción, introducción y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Trotta, Madrid, 2012, 252 páginas. 23 euros.
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LUIS FERNANDO MORENO CLAROS se doctoró en Filosofía con la tesis Platonismo en la filosofía del joven Schopenhauer. Traductor de E.T.A. Hoffmann, Nietzsche o Goethe, fue coordinador de la Biblioteca de Grandes Pensadores de la editorial Gredos. Es autor de las biografias Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba) y Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf). Ejerce la crítica literaria en Babelia, el suplemento cultural de EL PAÍS.
Hay 4 Comentarios
¡Qué maravilla! Gracias, de nuevo, al profesor Moreno Claros por seguir traduciendo a Schopenhauer.
Saludos cordiales.
Publicado por: Carlos Javier González Serrano | 07/03/2012 16:08:38
Veo que se ha corregido la fecha. Por lo tanto, la primera frase de mi comentario sobra...
Publicado por: augustbecker | 07/03/2012 15:53:51
augustbecker,
ya está corregido la fecha; gracias por el aviso.
Y puede usted mencionar a Antonio Priante, por supuesto. ¿Dónde dice que está prohibido? Precisamente, Luis Fernando Moreno Claros reseñó en Babelia el libro que usted cita. Ahí va el enlace:
http://elpais.com/diario/2006/09/16/babelia/1158362235_850215.html
Publicado por: Javier | 07/03/2012 15:51:46
Solo quiero recordar que Schopenhauer no murió en 1861 sino en 1860, y recomendar un librito que da una idea muy viva del personaje, El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, sin mencionar al autor, porque parece que eso está prohibido en estos blogs. Gracias.
Publicado por: augustbecker | 07/03/2012 9:49:14