Tormenta de Ideas

Sobre el blog

Dedicado al pensamiento desde todas las perspectivas posibles –la ética y la estética; la antropología y la sociología; la física y la metafísica-, este blog es un espacio para razonar. Y para debatir.

Sobre los autores

Tormenta de ideas es un blog colectivo de información y opinión. La primera toma forma en la redacción de EL PAÍS. La segunda, en el cerebro de sus expertos y colaboradores.

A la lucidez la llaman misantropía

Por: | 05 de marzo de 2012

 

 

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Papiroflexia. Instrucciones para construir una cabeza de arrendajo.

por JORGE RIECHMANN

Sabemos desde hace mucho que las catástrofes sociales pueden desencadenarse en un lapso de apenas unos años. Ahora sabemos también que las peores catástrofes ecológicas –grandes cambios climáticos, por ejemplo— pueden ocurrir en un lapso de sólo decenios. Estamos en la cuenta atrás.

En cierto radical sentido, no hay buenos y malos... hay seres perdidos en un viaje proceloso. (Una parte importante de lo que adviene al mundo como maldad procede de no reconocer ese carácter de extravío que pertenece a la condición humana.) Nuestra única posibilidad de llegar a buen puerto es ayudarnos unos a otros.

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Siete años y medio después de la invasión de Irak, el 19 de agosto de 2010 EEUU retira del país sus tropas de combate. Atrás quedan más de cien mil muertos civiles, un país devastado, una guerra civil que no cesa, y el fortalecimiento de las corrientes sociales más retrógradas. Irak es hoy un país arruinado y con pocas perspectivas de estabilidad, subraya la prensa. Todo un éxito de los gobiernos neocon que en 2003 mandaban en EEUU, Gran Bretaña y España.

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Los tontos nos entontecen.

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El juego de la mano que gana si queda encima de todas las demás manos... Ellos, los jóvenes narradores y ensayistas posmodernos, tienen que ser siempre la mano de encima. Agotador.

El malditismo –dice el recién novelista Miqui Otero— era el cáncer de la anterior generación, y el cinismo el de la mía (tiene treinta años). Aunque la “cuestión generacional” debería causar hastío a cualquier ser pensante, eso está bien visto.

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Para el pensamiento postmoderno, todo lo humano es construido –artificial— y básicamente no existen límites. Cualquier apologeta inteligente del capitalismo estaría de acuerdo.

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Los posmodernos se acomodaron dentro del capitalismo financiarizado con las mismas expectativas de protección que un faraón egipcio dentro de su tumba: al menos un ratito de sosiego… Pero lo que los cobijaba no era una pétrea pirámide, sino una sombrilla de papel.

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El disparate del que parece que los filósofos están siempre a sólo un paso: si no tengo el absoluto, no quiero nada.

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Me impresiona el hallazgo, en el yacimiento prehistórico sevillano conocido como Dolmen de Montelirio (municipio de Castilleja de Guzmán), de un enterramiento donde yacen los restos de un cacique o reyezuelo... acompañado de nada menos que diecinueve mujeres.

Qué terrible crisol, hace cuatro mil quinientos años: la dominación política, las jerarquías sexuales, el rechazo a nuestra finitud, el miedo a la muerte, el desquiciado deseo de una pervivencia en el más allá...

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Ángel: criatura imaginada por los seres humanos mediante el sencillo expediente de sustraer de sí mismos sólo dos rasgos básicos: sadomasoquismo y narcisismo.

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En el escaparate de la madrileña Librería Científico-Técnica Díaz de Santos, el libro central, alrededor del cual se ordena todo el resto, no es ninguna obra de cristalografía, termodinámica, topología ni biología de poblaciones: se titula Cómo ligar en internet.

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Iba a decirle a mi amigo: venga, hombre, estamos en el mundo real, no en una teleserie. Sin embargo reflexioné y me contuve: también en este terreno la naturaleza imita al arte. En un país como España, el mundo real va pareciéndose cada vez más a una teleserie.

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¡Punto final!, dice con energía el maestro de vedanta advaita Bob “Sailor” Adamson al discípulo que no acaba de ver las cosas. (Por ejemplo: “Si entiendes que no hay nada incorrecto ahora mismo, que [lo que está sucediendo] es bueno, ¿hay lugar ahí para un ‘querer’? ¿Verdad que no? ¡De acuerdo! ¡Punto final!”. O también: “¡Punto final! Hay un funcionar natural actuando y la mente sólo puede traducir o comprender una cierta cantidad de él. (...) ¿Cuál es la manera de ‘salir’ de la mente? ¡El punto final! En ese punto final, sin ningún pensamiento, sin que suceda el pensar, ¿acaso se ha detenido el ver, el oír o el ser? El funcionar continúa pero ya no existe una conceptuación de él.”)

Pues con la misma energía tenemos que ser capaces de decir a los demás, de decirnos a nosotros mismos: ¡fuera de la pantalla! ¡Fuera, hombre, fuera! ¡Punto final!

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Viajo a Gerona en el único tren lento Madrid-Cataluña que subsiste: el Estrella nocturno, que sale de la estación de Chamartín a las 22’50. Es una obscenidad cómo Renfe expulsa a los viajeros y viajeras de ciertas líneas ferroviarias, para luego declarar que son deficitarias y hay que cerrarlas. Un detalle: tomé dos cafés, servidos en vasito de cartón. En ambos casos el recipiente goteaba: es muy probable que lo mismo sucediera con todos los vasos para bebidas calientes que uno pudiera encontrar en ese tren. No se podía beber café sin mancharse la camisa. (Por supuesto, he bebido decenas de tazas de café en trenes de alta velocidad, sin que jamás gotease ninguna de ellas.)

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Postmodernismo como filosofía, neoliberalismo como teoría económica (ampliamente divorciada de la práctica, eso sí: habría que llamarla más bien –con José Manuel Naredo— neocaciquismo), nihilismo y marketing como cultura, vuelos baratos como herramienta de control social: así hemos vivido. ¿Quieres seguir viviendo así?

Aquella terrible frase de Lenin --¿de Lenin?— según la cual los revolucionarios eran cadáveres de permiso… Hoy, las perspectivas de colapso civilizatorio arrojan una sombra análoga sobre los colectivos humanos. Somos sociedades extintas de permiso.

En la sombría noche que habitamos, a la lucidez crítica la llaman misantropía y gusto por el apocalipsis.

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Elias Canetti y su impugnación de la muerte. ¿Cuál es la función de lo imposible en la vida humana?

Canetti se equivocó de enemigo. No se trata de hacerle la guerra a la muerte, sino al nihilismo.

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Nuestra vida ¿siempre inacabada?

Nuestra muerte ¿acabada alguna vez?

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Ningún culto a los muertos. A los muertos muertos, tierra (y buen aire y buen agua). Con los muertos vivos, seguir viviendo.

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“La revolución desembruja la ciudad”. Walter Benjamin (citado por Daniel Bensaïd)

“Se recomienza siempre por el medio”. Gilles Deleuze (citado de segunda mano)

…………………….

Fragmentos de La pluma del arrendajo, “diario de trabajo” escrito entre el 1 de septiembre de 2009 y el 1 de septiembre de 2010. Lo publicará la editorial Eclipsados (Zaragoza) esta primavera.

JORGE RIECHMANN es profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, poeta y traductor de autores como René Char y Heiner Müller. Su último libro de poemas es El común de los mortales (Tusquets, 2011). Es autor de ensayos como Todo tiene un límite. Ecología y transformación social (Debate, 2001), Biomímesis. Ensayos sobre imitación de la naturaleza, ecosocialismo y autocontención (Los Libros de la Catarata, 2006) o ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena (Los Libros de la Catarata, 2011). También ha publicado dos entregas de sus diarios de trabajo: Una morada en el aire (El Viejo Topo, 2003) y Bailar sobre una baldosa (Eclipsados, 2008). Escribe regularmente en su blog Tratar de comprender, tratar de ayudar.

Quemar los libros (y 3): las excepciones

Por: | 02 de marzo de 2012

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No siempre quema Carvalho. Hay veces que se rinde, consciente, como era, de la divisa de Heine. quien dice que allí donde se queman los libros acaba quemándose a la gente. Las quemas de Carvalho no tienen que ver con las del 10 de mayo de 1933 en Berlín. Él quema desde la rabia de la esperanza insatisfecha. Por eso no siempre puede entregar el papel a la hoguera.

En cierta ocasión se prometió quemar el teatro completo de Lorca, pese a que ya había intentado quemar Poeta en Nueva York, pero se entretuvo releyéndolo camino de la chimenea y se topó con unos versos que le parecieron demasiado cargados de verdad:

Son mentira los aires. Sólo existe

una cunita en el desván

que recuerda todas las cosas.

“He de quemar ese libro antes de morir. O él o yo. Pero hoy no”, se mintió a sí mismo y optó por otro de Carlos Fuentes.

Volverá Carvalho a la carga con Lorca. “Un libro le pedía ser quemado desde su condición de estorbo sentimental, y desgajó de su reino de palabra muerta Poeta en Nueva York para llevarlo al holocausto. Última gracia, abrió el libro por una página que había conservado durante años la distancia con otras páginas, memoria de una predilección. “Luna y panorama de los insectos”. Al pie de la hoguera los versos le golpearon como el grito de un inocente:

Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos

y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos”.

Volvió sobre sus pasos y depositó el libro donde había estado. Más adelante dará una explicación falsa: “Sólo una vez indulté un libro: Poeta en Nueva York, y fue por una opción sentimental. Me pareció como si quemar el libro fuera fusilar dos veces a García Lorca y lo salvé, a pesar de que el García Lorca vocacional internacional me resulta insoportable”.

No, Carvalho no pudo nunca quemar a Lorca, como no pudo entregar a las llamas las novelas de Conrad, “los únicos libros que aún era incapaz de quemar”, se miente a sí mismo en La muchacha que no sabía decir no.

En otra ocasión, cena con Charo. Hay incluso cava, pero falta algo:

“– ¿Tampoco hay libro hoy.

“– ¿A qué te refieres?

“– No eres el que eras. ¿Hoy no quemas libros?

“– No faltaba más.

“– No, no si yo no tengo nada contra los libros. Es para que te animes.

“– Tienes razón. Hoy voy a quemar un peso pesado, una auténtica conspiración contra la libertad de mirar (…)

“Escoge un tomo de la Estética de Lukács, lo desguaza, arranca las hojas y las coloca en la chimenea de su casa como base del fuego que va a emprender”.

En el cuento, Pablo y Virginia, Carvalho tiene que viajar y se da cuenta de que “le faltan todos sus puntos de referencia habituales”. La melancolía se adueña de él, a pesar de que esta haciendo un arroz o quizás por eso, y “mientras la leña flameante esperaba el inicio del guiso tuvo que reprimir el gesto de desgajar de la biblioteca un tomo del Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Corominas”. No lo hizo. “Le contuvo no sólo el prejuicio de que ni el libro era suyo, ni el fuego, ni la casa, sino también el temor de que el humo del papel estropeara el sabor de la paella”.

Con los propios, sostiene, no tiene misericordia.

“¿No tiene usted libros?”, pregunta alguien a Carvalho. Y presume: “Conservo unos cuantos miles, pero para quemarlos o para encender la chimenea”.

Carvalho es Carvalho y Manuel Vázquez Montalbán no lo es. Y ninguno de los dos es Sánchez Bolín, escritor que aparece en Balneario y que dice que quemar libros  “es de fascistas”, aunque de inmediato confiesa: “Yo a veces dedico algunos libros al destino funcional de papel higiénico, por ejemplo ahora tengo en el retrete El niño judío, de Leonardo Mazacot. Es un libro de papel absorbente como la prosa de su autor. Es una prosa tan absorbente que te produce glaucoma. Si la lees te puedes quedar ciego”.

La sintonía entre Sánchez Bolín y Carvalho es evidente, de modo que el escritor tratará de comprender las dificultades que vive el detective en sus peripecias por el mundo:

“– ¿Y cuando viaja también quema libros?

“– Hago lo que puedo.

“– ¿Lleva un fogón portátil?

“– No. Me adapto a las circunstancias y la infraestructura crematoria a mi alcance.

“– Ahí tiene una chimenea. Escoja el libro que quiera y quémelo.

“– Oriénteme.

“– ¿Por el precio, la encuadernación, la editorial, el contenido?

“– Suelo inspirarme por la memoria. Mi cultura es mi memoria.

“– Coño. Habla usted como un poeta de la generación del cincuenta. Coja aquel libro de allí. El de color gris. Son los poemas completos de Jaime Gil de Biedma. Quémelo y no se preocupe, tengo otro ejemplar. ¿Ha leído usted a Jaime Gil de Biedma?

“– Eso sólo lo confesaré en presencia de mi abogado.

Quemó el libro de Jaime Gil de Biedma ante la mirada atenta de Sánchez Bolín. Los labios del escritor susurraron:

“– Nada hay tan triste como una habitación para dos cuando ya no nos queremos demasiado… Son dos hermosos versos de desamor de uno de los mejores poetas contemporáneos. Pero arden bien. Hay que reconocer que arden bien. Si usted es un pirómano de los libros se habrá fijado en que los libros de versos arden mejor que los de prosa. Los espacios en blanco facilitan las combustión”.

Se trata de una más que sorprendente confesión por parte de Sánchez Bolín quien, poco antes, acaba de confesar que él no quema libros y que tal práctica le parece de fascistas. ¿De dónde le llega el conocimiento?

No todo es comprensión. También habrá reproches. Y el mayor suena así: “Yo no podría quemar libros. Para mí son sagrados. Si considero que son malos y corruptores, no los leo, pero tampoco los quemaría como usted hace. Y le diré por qué, amigo. Porque a mí me han educado en un respeto a todo lo que cuesta esfuerzo, y hacer un libro cuesta esfuerzo y no lo puede hacer todo el mundo. ¿A qué le jode que le hable así un policía?”.

En Milenio, la pasión pirómana de Carvalho ha entrado en una fase de decadencia y, hasta el final de la novela, que es el final definitivo, no habrá más que una quema: la obra de Flaubert ya citada y cuyos nombres han utilizado él y Biscuter en esta aventura. El narrador lo cuenta desde el interior del detective: “Hete aquí que hay libros que no llegan a escribirse y que, por tanto, no pueden quemarse”, dice que “pensó Carvalho”, en referencia a la hipotética narración de un viaje que nunca nadie ha hecho. Pero ese libro no escrito no es el que acaba de robar a “los propietarios de la alquería” donde ha pasado la noche tras despedirse de Biscuter. Y ése sí “estaba dispuesto a incinerarlo como colofón del viaje: Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert. Una edición de bolsillo, intocada, posiblemente nunca leída, que condujo hacia las afueras del villorrio, donde amontonó hojarasca y ramitas, les prendió fuego y desparramó sobre las breves llamas el breve libro desfoliado, y mientras ardía musitó: “Adiós, inacabados señores Bouvard y Pécuchet, que consiguieron llegar desde la más absoluta curiosidad a la nada; ni siquiera consiguieron ultimar su propia novela”.

Está Carvalho volviendo del viaje, sin pretenderlo, angustiado, pensando en vender la casa de Vallvidrera “y marcharse a algún lugar del que no quisiera regresar”. Pero no va a ninguna parte. No vale la pena porque “vida e historia están mal planteadas para siempre”. La vida, hubiera podido escribir Manuel Vázquez Montalbán, padre de la criatura, es un conjunto de movimientos sin éxito. Y la lectura fue sólo uno de ellos, aunque no el menos importante. Pero, en el proceso de su educación sentimental, resultó un camino equivocado hacia la sabiduría y la felicidad, antes de que se hiciera evidente la máxima de Antonio Machín, el filósofo más importante del siglo XX: “Se vive solamente una vez”.

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Biografía sucinta de Pepe Carvalho

José Carvalho Tourón (aunque en cierto momento de su vida se llamó también José Carvalho Larios, minucia que ahora y aquí apenas tiene relevancia) nació en Barcelona en la inmediatísima posguerra incivil. El padre, llamado Evaristo, era de Galicia; Rosa, la madre, de Murcia. Creció en la zona del barrio llamado Chino y hoy rebautizado como Raval. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y militó en el Partido Comunista de España (PCE), en su versión catalana, es decir, Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC). Se casó muy joven con una compañera de militancia, de nombre Muriel, de la que se separó en la primera novela y que no volvió a aparecer en sus aventuras, aunque haya vagas evocaciones. Tuvo con ella una hija de la que tampoco hay apenas noticia. Con posterioridad mantuvo relaciones con una prostituta de teléfono llamada Charo que lo abandonó durante unos años para instalarse en Andorra. Años más tarde, la mujer volverá a Barcelona y a las novelas de Carvalho, cuando un burgués nacionalista le ponga una tienda en la Barcelona olímpica, novísima e inodora.

La militancia le llevó a la Cárcel de Lérida, que en algunas de sus aventuras el narrador (Manuel Vázquez Montalbán) denomina Aridel. Allí conoció a uno de sus ayudantes, que le acompañará hasta el viaje final. Apodado Biscuter, su nombre real es Josep Plegamans Betriu. Al salir de la cárcel, Carvalho se dedicó durante un tiempo a la enseñanza de la literatura, vía por la que entró en contacto con la CIA, que le reclutó primero como profesor de lengua castellana y, más tarde, como agente secreto. Eran tiempos en los que Carvalho aún creía en la Historia.

Imagenes: arriba, Manuel Vázquez Montalbán y Juanjo Puigcorbé, quien protagonizó una serie de Carvalho (EFE), en el restaurante Casa leopoldo; abajo, Eusebio Poncela representando a Carvalho en otra de las series protagonizadas por el detective.

Quemar los libros (2): El Quijote

Por: | 01 de marzo de 2012

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El Quijote es, nada casualmente, el libro en el que se narra la primera quema de libros profunda y meditada de la historia de la literatura. Carvalho no quema, desde luego, un Quijote cualquiera. En aquellos años hubiera podido optar por la edición de Espasa Calpe, la de bolsillo, en Austral, barata y también rectangular y con muchas hojas. En su lugar, apostó por una versión ornamental y distinta: “Prefería quemar un libro y esta vez fue sobre seguro a por una edición de El Quijote de Editorial Sopena. Era una obra a la que guardaba una vieja manía, sintiendo un deleite previo por el simple hecho de ir a sacrificarla, y el único reparo, fácilmente superable, eran las ilustraciones que acompañaban las aventuras de aquel imbécil”. Un psicoanalista diría que se trataba de matar al padre (de la novela, de las parodias de novelas y de las quemas de libros que sorben el seso y lo estropean).

En su primera entrega a la piromanía literaria quemó el Quijote. Y más adelante, a lo largo de su vida, lo recordará repetidamente. Así, en Quinteto de Buenos Aires:

“– ¿Usted quema libros?

“– Siempre que puedo.

“– Pero ¿Libros importantes? Por ejemplo, ¿Usted quemaría el Quijote?

“– De los primeros que quemé. De no ser importantes, ¿Para qué quemarlos?”

Y antes, en El hermano pequeño, piensa: “Menos mal que el Quijote ya lo había quemado en un momento de lujuria de la lucidez”.

Es en La soledad del mánager donde empieza a teorizar su relación con los libros. En Tatuaje había quemado uno porque carecía de papel de diario y otro porque le tenía una manía especial. Ahora, la quema es un ajuste de cuentas con su propia historia. “¡Y cuánta cultura! Libros que había que leer. Peripecias intelectuales que secundar. La polémica entre Naville y Lefèvbre en el seno del Partido Comunista Francés. La madre que los parió”, exclama tras recordar el pasado de la clandestinidad. Y entonces: “Buscó La crítica de la razón dialéctica de Lefèvbre, Así se templó el acero de Ostrovski y Ensayos sobre Heine de Sacristán. Junto a la chimenea rompió los libros con la tranquilidad de experto y dispuso las hojas encuadernadas en un montoncito sobre el que situó teas secas (…) el fuego brotó incontenible y la cultura impresa ardió cumpliendo su función de alimentar fuegos más reales”.

Los títulos han sido calculadamente elegidos: un marxista francés, una novela clave en el realismo socialista ruso y los ensayos de un miembro del PCE sobre un poeta al que Marx admiraba. Arde la cultura, arde la izquierda. Arden los maestros. Manuel Sacristán reaparecerá transmutado en dos figuras, Malibrán y Cerdán, en novelas posteriores. Quede sólo constancia de este primer ajuste de cuentas con uno de los cerebros de la izquierda con quien Manuel Vázquez Montalbán, a través de sus heterónimos literarios, mantuvo una relación tensa, una distancia intelectual y afectiva imposible de salvar. Se podría, si se quisiera, rastrear la relación del narrador, Manuel Vázquez Montalbán, con Sacristán, pero no aquí, porque el narrador lo dejó muy claro: “Yo soy yo y Carvalho es Carvalho”.

En Tatuaje, la primera vez que asume su condición de pirómano, afirma que le quedan tres mil libros. Era el año 1974. Cinco años más tarde, al publicarse Los mares del Sur (premio Planeta de 1979), Carvalho ha consumido un tercio de su biblioteca, porque le quedan ya sólo dos mil. “Le quedaban unos dos mil volúmenes: a libro diario tenía para seis años”.  Acababa de encender “la chimenea con La Filosofía y su sombra, de Eugenio Trías”. En este instante, Carvalho no es ya sólo un quemalibros, según le define Enric Fuster, su vecino y amigo. Va a por ellos sin que, con poquísimas excepciones, puedan esperar la más mínima gracia. Así lo comenta a otro de los personajes de aparición reiterada: el profesor de Literatura Sergio Beser.

Es Fuster quien inicia el comentario: “Cuidado Sergio, que éste es un quemalibros. Los utiliza para encender la chimenea”.  La información hace que Beser se enfrente “a Carvalho con los ojos iluminados” y quiera saber:

“– ¿Es cierto?

“– Completamente cierto.

“– Ha de producir un placer extraordinario.

“– Incomparable.

“– Mañana empezaré a quemar aquella estantería. Sin mirar qué libros son.

“– Produce mucho más placer escogerlos.

“– Soy un sentimental y los indultaría”.

Sólo un amor tardío, Yes, asume sin preocupación la fiebre flamígera del detective e incluso se presenta en su casa una noche para decirle: “Te he traído un libro para que lo quemes. Se llama La balada del café triste. ¿Lo has leído?”. La respuesta de Carvalho no podía ser negativa. Ya se ha dicho que lo había leído todo: “Antes de que tú nacieras. Empieza a romperlo. Cuando tengas mi edad me agradecerás el haber leído un libro menos y sobre todo ése. Está escrito por una pobre desgraciada que no consiguió sobrevivir ni gracias a la literatura”.

Muy diferente es la relación entre Carvalho y Charo. En esa misma obra, páginas antes, ésta ha asistido desde la perplejidad a la quema de Maurice.

“– ¿Es malo?

“– Es extraordinario.

“– ¿Por qué lo quemas?

“– Porque es una chorrada, como todos los libros”.

El remate de Charo está muy lejos de la ingenua comprensión de Yes: “Cuando te da, te da”.

Mañana: Quemar los libros (y3): las excepciones

Imagen: Juanjo Puigcorbé caracterizado como Pepe Carvalho en una de las series televisivas del personaje.

El País

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