La náusea global

Por: | 14 de abril de 2012

India6 Harsha. Nausea-creators, 2008

 Nausea-Creators den to the supermarket Shelf (2008) (detalle), obra de N. S. Harsha.

La náusea global es la segunda entrega de La India globalizada: ¿quién gana y quién pierde?, una serie que trata de explicar el reverso cultural y social del rápido desarrollo económico de uno de los llamados países emergentes.

por CHANTAL MAILLARD

En los tratados de estética indios, existe una noción de la que se parte para hablar de todas las artes, que las unifica a todas y es su principal ingrediente. Es la noción de rasa. El arte debe ser capaz de transformar las emociones básicas, ordinarias, en otras modalidades de la experiencia susceptibles de ser saboreadas. En su Tratado de la dramaturgia (Natyasastra), Bharata, en el siglo II d.n.e., enunciaba ocho sentimientos ordinarios, cada uno de los cuales, al ser escenificado, se transformaría, para el espectador, en un rasa, una modalidad placentera de la emoción. Así, el amor daría lugar a lo erótico; la risa, a lo humorístico;  la pena, a lo patético; la cólera, a lo furioso; el miedo, a lo terrible; la valentía, a lo heroico; la repugnancia, a lo odioso, y la admiración, a lo maravilloso.  

Me pregunto qué tipo de sentimiento sería el que correspondiese a nuestro mundo global. Y me viene a la mente la náusea representada en el impresionante lienzo de N.S. Harsha, Nausea-Creators den to the supermarket Shelf (2008). El ancho lienzo, dividido en varias franjas o viñetas horizontales, nos muestra a unos ejecutivos con traje negro y maletín, de cuya boca sale una nube negra, pestilente, que todo lo intoxica. Mareados, exhaustos, caminan resbalando sobre una maraña de cuerpos apenas esbozados, cadáveres y miembros dispersos amontonados, difíciles de distinguir. Harsha, que nació, vive y trabaja en Mysore (Karnataka), ha sabido representar, de manera intensa y abrumadora, la población de la India actual sometida al embate de la globalización.

Trato de entender la obra siguiendo los patrones de la estética tradicional india. Constato que la náusea no se menciona de ninguna manera en los tratados. ¿Acaso no existía tal manifestación del ánimo en tiempos pretéritos? Cierto que la náusea no es propiamente un sentimiento, sino más bien un síntoma de algún sentimiento, que bien podría ser la repugnancia. Sin embargo, la náusea implica algo más, que no mueve precisamente al rechazo, sino más bien al desánimo y la sensación de impotencia: el hastío. Y no, el hastío no ha sido contemplado por la estética india en ninguna de sus modalidades: ni el spleen del romanticismo, ni el tedio de finales del XIX, ni el cansancio existencial (el absurdo y la náusea) en torno a la segunda guerra, en el XX (La náusea de Sartre data de 1938; El mito de Sísifo de Camus es de 1942), ni el desaliento o el abatimiento de nuestra época. Tampoco hay rastro de ello en las obras indias; no parece que haya tenido cabida en las artes tradicionales. El hastío y su náusea solamente tienen cabida dentro de los parámetros del arte de la sociedad que los han generado y que los han nombrado como categoría sentimental. ¿Qué puede deducirse de esto? En primer lugar, que las emociones no sólo son culturales, sino también epocales. En segundo lugar, que son exportables. De modo que si un artista indio pinta la náusea es, o bien que en su educación el artista haya sido influenciado por la sociedad occidental, o bien que en su sociedad se haya introducido el germen de esa nueva modalidad existencial.

India2 Payaso soloY vuelvo al Natyasastra de Bharata para preguntarme a qué tipo de emoción estética, a qué rasa daría lugar la náusea. Tengamos en cuenta que un rasa es una emoción transformada por la escenificación y, en razón de ello, siempre es placentero; es ésta, por otra parte, su principal característica. El rasa es el placer de la recepción (de una obra) teñido de un determinado matiz emotivo. No se me ocurre otro nombre para dicha categoría que no sea “lo nauseabundo”, por decir algo. Y ciertamente, a pesar de su tema y el rechazo que provoca, recibo la obra con placer, un placer formal a la par que intelectivo a la vista de cómo ha logrado el artista plasmar la lenta intoxicación de su universo. Y de la misma manera recibo el impacto de los payasos de su Melting Wit: los cientos de payasos resbalándose hacia el abismo sobre una tierra del color de la sangre. Payasos de nariz colorada y grandes ojeras blancas y gorrito rojo con borla, como todos los payasos, sólo que de rostro moreno. Y es que los payasos de Harsha son indios. Indios de tez oscura enfundados en el típico traje del triste personaje decimonónico europeo que hace reír a los demás a costa de su propia desdicha. ¿En eso se ha convertido la población de la India actual?

Arte responsable y artes tradicionales

Enfrentada a las realidades sociales que he referido en los párrafos anteriores, ocuparme de las artes me parecería un pasatiempo vano del que me sentiría hasta culpable si no fuese por dos razones. La primera es mi convencimiento de que si el arte (contemporáneo) tiene sentido hoy en día es como poder de denuncia. Y la segunda es que siendo ahora el arte un producto comercial importante, conviene seguirle la pista para entender qué ocurre en el proceso de eliminación de las funciones sociales que cumplían las artes tradicionales y su transformación en producto valorado de acuerdo con los intereses del mercado. Importa ser conscientes de esta transformación y del vacío que deja en el lugar que antes ocupaba.
 

Arte de denuncia: ¿qué es lo que denuncia?

Muchos artistas indios son conscientes de la responsabilidad que supone tener una voz. Pero ¿dónde y cómo emplearla sin que se vuelva contra uno? No se oiría, por supuesto, de no ser porque el arte de denuncia está de moda y se paga bien. ¿Dónde? En los circuitos del mercado occidental, por supuesto. ¿Cómo no colaborar con el mercado, pues? Y, de no colaborar, ¿podría oírse la voz?

El artista indio contemporáneo se enfrenta, inevitablemente, a una paradoja. El de “artista” es un concepto occidental (la historia del arte europeo lo elaboró hace pocos siglos); esto hace que, para denunciar los resultados de la intromisión de las naciones occidentales, los artistas contemporáneos indios tuvieron que hacerlo con las armas que éstas les proporcionaron, desde unos parámetros que no les pertenecían, que les fueron importados, y de cuya importación ellos son a la vez artífices y beneficiarios. Cuando el artista indio denuncia, para bien y para mal lo hace desde una historia ajena, la que ha hecho posible que existan en India los “artistas”, el “arte” y, por supuesto, también el “arte de denuncia”. Y cuando lo que denuncia es la intromisión de Occidente y sus resultados, está denunciando aquello mismo que ha hecho posible su denuncia. Ésta es la paradoja. 

Veo la globalización como la última colonización, aquella ante la que no habrá revuelta posible porque en su programación está la capacidad de reconvertir cualquier enfrentamiento y utilizar su energía en propio beneficio.

Un peine y una calabaza

Las manifestaciones artísticas, en las sociedades tradicionales, siempre han respondido a necesidades concretas y dotaban de sentido los gestos y costumbres de las comunidades. Cuando, por contagio con nuestras formas culturales, se introducen en el contexto de lo que nosotros denominamos arte, se desvirtúan y pierden su razón de ser. Vaciadas de significado, desplazadas a nuestros ámbitos, vienen entonces a formar parte del paisaje que burdamente clasificamos como “étnico”.  

 “Exposición de artesanía tribal”, reza el letrero a la entrada de un edificio estatal, en una calle de Pune. La pintora está de pie tras una mesa grande. Las pinturas están apiladas en pequeños montones, según el tamaño. Me acerco, ella se levanta. Pregunto, y ella contesta. Explica. La danza de la luna, dice, y nombra el dios que no aparece retratado en el templo, y cuenta la siembra, y el gran tigre nocturno, y la serpiente enroscada de la que no sabe la historia. También me cuenta, si se lo pido, en qué consiste el oficio que era el suyo, en el poblado. 

Al pintor se le requiere, en las tribus rurales, como se requiere al sacerdote. Está presente en las ceremonias y en los grandes acontecimientos. Da cuenta de los preparativos de las festividades y de su desarrollo, levanta acta (en la imagen) de las celebraciones. Cuando alguien muere, se le llama para que pinte en las paredes de la casa la historia del difunto. Para que sea recordada. En las culturas tribales se pinta para recordar. Se pinta como se cuenta, para dejar huella, aunque ésta no sea perdurable. Y no puede serlo, puesto que nada de lo que es utilizado en la elaboración lo es: ni el ocre del barro, ni el negro del carbón, ni el verde que se extrae del estiércol de búfalo. Tampoco son perdurables las chozas en cuyas paredes se pinta, pues están igualmente hechas de barro, de cañas y estiércol, y destinadas a deshacerse con los monzones. Pero la memoria es así como una resonancia que conecta la vida que acaba con el advenimiento de otra. Importa facilitar los enlaces, entre unos y otros orientar la traza para que la historia continúe, la historia de todos, la común historia de todos.   

–Y ¿qué son estos objetos?, le pregunto, señalando el interior del templo pintado.

–Un peine y una calabaza, responde.

¿Un peine y una calabaza? ¿Y por qué no? ¿Tan asociado tenemos lo sagrado con lo inútil o lo intocable?  

La tarea del pintor tribal es contar, pero es también algo más. El pintor dota a su pueblo de un centro en torno al cual la vida se organiza. No hay, en efecto, en muchos de estos poblados, otro templo que el templo pintado, ni otros dioses que los dioses pintados. Son estas pinturas las únicas representaciones del espíritu del poblado, la única constancia, por tanto, de su unidad y de su historia.

No puedo evitar preguntarme qué ocurre cuando el pintor se traslada a la ciudad para vender sus pinturas. Quién tomará el relevo para contar a los que quedan –¿pero, quedan?– la historia de su pueblo. Aun sabiendo que desaparecer es probablemente el destino de las poblaciones tribales y que sería una ingenuidad abogar, en nombre de la tradición, por una estabilidad permanente que, además, es contraria a la concepción india del universo cuyo pilar es la perpetua transformación, no puedo evitar pensar que no debería ser ésta la manera en que una transformación se diese. No, desestabilizar el orden de una sociedad, forzar a sus gentes a exiliarse a un mundo, el de las ciudades, para el que no están preparados, para el que no tienen recursos y que terminará vomitándolos, no es la manera.

Y vuelvo a contemplar las pinturas, que no están hechas sobre paredes sino sobre tela, cartulina y lienzo. Y levanto la cabeza y me doy cuenta de que, en la sala, algunas personas miran de una manera que me resulta familiar, la del visitante de museo, la del coleccionista, la del espectador, y que lo que hay sobre las mesas ya no son, evidentemente, objetos rituales, enseres que formaban parte de una maravillosa estrategia de supervivencia, sino objetos de “arte” o de “artesanía” cuya función es simplemente la de ser contemplados, independientemente de su historia. La función que tuvieron en su origen será, a partir de ahora, todo lo más, una anécdota que añadirá valor exótico a la mercancía. Y bajo la cabeza considerando que, en este caso, ha sido corto el trayecto, que los objetos no han tenido que viajar hasta nuestras salas de exposición o nuestros museos etnográficos porque su nueva función ya está siendo reconocida aquí, en las ciudades indias, donde el concepto “arte” ha sido importado con éxito. Y considero, una vez más, que se conquista a un pueblo mucho más fácilmente con-venciéndolo con abstracciones que sometiéndolo con las armas. 

[Una versión de esta entrega ha sido publicada hoy en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS.]

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Mañana, Trivializar y desvirtuar. La economía del ansia [La India globalizada: ¿quién gana y quién pierde?  y 3]

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CHANTAL MAILLARD (Bruselas, 1951) se especializó en Filosofía y Religión India en la Universidad de Benarés y ejerció como profesora de Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Málaga. Es autora de libros como El crimen perfecto. Aproximación a la estética india (Tecnos), Rasa. El placer estético en la tradición india (Olañeta), Diarios indios y Filosofía en los días críticos (Pre-Textos). En 2004 fue Premio Nacional de Literatura por Matar a Platón (Tusquets).

Hay 2 Comentarios

Gracias por esas palabras, Chantal... vivimos un "postcolonialismo", sin duda, la descontextualización y la esclavitud (con-sentida) en ese "tercer mundo" aún existe. LAs estrategias de poder ( del mercado) son cada vez más perversas. Luego nos quejamos cuando se tambalean un poquito nuestro "bienestar" ... gracias a tus artículos, ayudan mucho, a pesar de nuestra ceguera.

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