
por SALVADOR GINER
El mundo es, hoy, positivista. El mundo es comtiano. Nadie lo esperaba. Los creyentes en el progreso inevitable de la humanidad tenían, en su mayoría, una visión del futuro muy distinta de la que imaginó el sabio. Contrarios a ella si militaban en el campo más radical, el más vecino al socialismo o al comunismo. Los liberales, de ayer y hoy, son por definción anticomtianos, puesto que saben que el sabio filósofo, científico y sociólogo francés, era fuertemente hostil a los preceptos de su doctrina política. Y no digamos las distiancias que toman de él otras inclinaciones culturales, desde las más vitalistas a las más analíticas, visceralmente enemigas de las macroelaboraciones de pretensión científica sobre el mundo y la humanidad que propuso Auguste Comte.
Y, sin embargo, aqui estamos. En un mundo ciertamente nada libre de irracionalidad, pero abiertamente orientado a la promoción de la ciencia, a la reverencia a sus hallazgos, al fomento incesante de la técnica, volcado a la enseñanza de las mayorías y a la creación de minorías de profesionales, técnicos, expertos, como estamento en que poner todas nuestras esperanzas para salir del atolladero de contradicciones en que estamos metidos. Para colmo, seguimos mirando a Comte con condescendencia, sobre todo a algunas de sus ideas entre místicas y mundanas, como su célebre Religión de la Humanidad. Lo hacemos sin percatarnos de que, más allá de las religiones que el mundo pueblan, la más decisiva en esta era tan mundana, es nuestro culto supremo a la sociedad misma. La hemos divinizado, ahora que la Divina Providencia, el Adevenimiento del Comunismo, u otros mitos han sufrido el más inmisericorde y universal descrédito.
Más allá de la fama de Comte por haber inventado la Ley de los Tres Estadios (improbable, pero mucho menos absurda de lo que parece ¿no venimos de una era animista y estamos hoy entrando en un culto general a nuestra raza y cosmos?), o sus pretensiones de que la sociología o física social (sinónimos) iba a ser la reina de las ciencias (irrisorio) o sus veleidades místicas sobre el cosmos, su ‘cosmogonía positivista’ según él decía, está nuestro desdén contra tanta pretensión. Era, en el fondo, la de un romántico del progreso, cuya pasión y fe ciega en él era la que hoy hemos adoptado con tanta alegría. Los perdonavidas anticomtianos tendrían que pensárselo dos veces.
No teníamos de Comte, en castellano, más que algunas selecciones e introducciones (yo mismo soy culpable de una de ellas) de modo que hay que recibir con júbilo esta extensa traducción de los capítulos dedicados a la ‘fisica social’, es decir a la ciencia social y en especial la sociología de su Curso de Filosofía Positiva que el sabio publicara entre 1839 y 1842. Se lo debemos al profesor Juan R. Goberna Falque, que no sólo no se ha arredrado ante la tarea, sino que ha logrado realizarla en un estupendo castellano e introducirla con una ejemplar semblanza del padre del positivismo moderno, que sintetiza mejor que las otras disponibles (en lenguas extranjeras) la vida atormentada, la ‘amarga epopeya’, como él dice, de Auguste Comte. Mis objeciones son menores: hubiera querido ver una mayor distinción entre el positivismo comtiano y el utilitarismo (incluso el de su durante largo tiempo amigo y protector, John Stuart Mill), pues son cosas muy diversas. Al fin y al cabo el mundo es hoy tan comtiano como utilitarista.
Auguste Comte, Física social. Estudio preliminar, traducción y edición de Juan R. Goberna Falque, Madrid: Akal, 2012. 1293 páginas.
Artículo publicado en Babelia, suplemento de cultura de EL PAÍS, el 7 de abril de 2012.
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SALVADOR GINER (Barcelona, 1934) es doctor en sociología por la Universidad de Chicago y catedrático de esa disciplina en la Universidad de Barcelona. Es autor de títulos como Sociedad masa, El destino de la libertad (Premio Espasa de Ensayo, 1987) y Las razones del republicanismo.