Dedicado al pensamiento desde todas las perspectivas posibles –la ética y la estética; la antropología y la sociología; la física y la metafísica-, este blog es un espacio para razonar. Y para debatir.
Sobre los autores
Tormenta de ideas es un blog colectivo de información y opinión. La primera toma forma en la redacción de EL PAÍS. La segunda, en el cerebro de sus expertos y colaboradores.
Hace un año se celebró un congreso en la ciudad bávara de Elmau para ver cómo se había organizado la vita intelectual en Alemania a partir de los años sesenta. Jürgen Habermas tuvo el valor de reconocer que quien rescató a la universidad alemana del provincianismo postbélico fueron los pensadores judíos. Pocos volvieron del exilio, unos porque no quisieron y otros, los más, porque nadie les ofreció trabajo. Pese a la animadversión del mundo académico germano contra ellos, la opinión pública a y los estudiantes les hicieron suyos, convirtiendo a los Jonas, Arendt, Scholem, Strauss, Benjamin, Bloch, Kelsen, Elias Anders y tantos otros, en sus "maîtres à penser".
El paso del tiempo no parece que haya apagado su voz. Al contrario, cada son más nuestros contemporáneos. El filósofo francés Pierre Bouretz ha convocada a una decena de ellos para desentrañar el misterio de su actualidad. Son filósofos judíos, todos alemanes menos uno, Levinas, lituano de origen y francés de adopción, nacidos en la segunda mitad del siglo diecinueve, es decir, en un momento en que se produce la emancipación de los judíos en Alemania. El judío ya puede ser ciudadano pero a condición de que abandone sus raíces. Tiene que transformarse en un asimilado. Pero llega un momento en el que el mundo al que tienen que asimilarse, el de la modernidad, hace aguas. Hegel, Nietzsche y luego Heidegger lo han convertido en un solar. El judío, con su experiencia de exilios y persecuciones, no puede instalarse en lo que hay, como pide Hegel; ni puede aceptar que el bien y el mal sea cosa de gustos, como predica Nietzsche; ni puede seguir a un Heidegger que despide el humanismo en nombre de oscuras llamadas del ser.
[La pensadora española, autora del prólogo para las Obras completas de Baruch Spinoza que publicará próximamente en Brasil la editorial Perspectiva, comenta en esta conversación la obra del autor barroco]
Miedo a Spinoza 1
“Baruch Spinoza es uno de los grandes pensadores de la modernidad, eso que empieza con la paz de Westfalia [1648] y todavía no ha terminado porque mantenemos un mundo de valores muy parecido. Lo curioso es que a Spinoza se le negó siempre, fue un filósofo prohibido. Alguna gente no se atrevía ni a escribir su nombre y se limitaban a escribir su inicial. Hasta tal punto parecía peligroso.
Daba miedo el poder, al que no le gustaba Spinoza, y daba miedo su propia filosofía. No solo por los poderes constituidos, que estaban absolutamente vigilantes, sino porque la imagen del mundo que transmitía su obra producía pánico. ¿Por qué? Porque rompía muchas de las seguridades en que se movía aquel. En particular las seguridades religiosas”.
Anoche, poco antes de acostarme, me di una bofetada. Sin embargo, he dormido bien, ya que afortunadamente no soy un hombre vengativo.
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Automáticamente, en cuanto me pongo enfermo, cambio mi sistema de convicciones, mi método de análisis, mi preferencia de unas tesis sobre otras. Es más, compruebo a menudo por dicho cambio que he contraído o estoy contrayendo alguna enfermedad. Se conoce que pienso con el cuerpo.
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Soy poco partidario de los pasajes de sexo explícito. Prefiero la literatura para adultos.
En la era de Twitter, de Facebook, de YouTube ¿es posible aún una reflexión filosófica independiente sobre la técnica? En un momento de hipervelocidad en el cambio técnico ¿es posible encontrar una distancia suficiente como para poder responder de otra manera que no sea la sumisión a las continuas demandas de lo técnico? Precisamente el libro Los filósofos contemporáneos y la técnica. De Ortega a Sloterdijk trata de demostrar que sí, que no sólo es posible sino también necesario. Con un estilo sereno y reflexivo, Josep M. Esquirol nos ofrece, desde una perspectiva histórica, modélicas posturas filosóficas frente a este omnipresente y decisivo problema de hoy. El simple hecho de presentar una historia del pensamiento sobre la técnica supone una crítica encubierta a una forma suya de ver el mundo, caracterizada por despreciar el pasado: el nuevo aparato, más eficiente, más rápido, más económico, parece cancelar los anteriores, convertirlos en obsoletos. Revisitar la filosofía de la técnica en pensadores clave supone siempre un refrescante ejercicio para recobrar una serenidad que se ha convertido desde hace tiempo en “recurso escaso”.
Pregunta. Acaba de publicar usted Postales de Barcelona(Triangle editorial) un libro de no ficción en el que repasa su relación, como persona y escritora, con la ciudad, Barcelona.
Respuesta. Yo empecé escribiendo relatos pero la ciudad estaba siempre en ellos. Era casi un personaje. Lo que ocurre es que la estructura implacable del cuento hacía que, a veces, tuviera que suprimir cosas. Recuerdo un relato en el que estaba viendo la ciudad desde la casa de mi madre. Y veía Montjuïc. Un paisaje, el de cuando llegamos a Barcelona, totalmente distinto al que vería hoy: había casitas, la Colonia Castells, el barrio de Les Corts, el hospital de San Juan de Dios y la ciudad se acababa y los coches se iban. Una vista preciosa. Todo eso ha sido barrido. Incluso hicieron un edificio al lado. Lo escribí para un cuento, pero lo tuve que cortar porque no lo admitía.
P. De todas formas no es su primera incursión en el ensayo. Antes ha dedicado usted un libro a la lucha por salvar un árbol amenazado y otro a la guerra de los Balcanes
R. Fui a los Balcanes porque no entendía lo que pasaba. No entendía la guerra, no entendía lo que Europa estaba permitiendo que ocurriera. Como mi forma de aprender era leyendo ficción y poesía, decidí intentar comprender aquello a través de entrevistas con escritores. Recuerdo que alguien allí me comentó que aquella era la única guerra en la que casi todos los protagonistas eran escritores, con la excepción de algún mafioso. Pero había mucha gente que había escrito y publicado libros. Cuando les pregunté por qué los intelectuales estaban tan implicados en la guerra, me respondieron que ésa era una pregunta que sólo podía hacer alguien que llegara de un país no comunista. En los países comunistas los escritores eran “ingenieros de almas” y tenían la función de alimentar al Estado con ideología. Los que no lo hacían era considerados disidentes y vivían en precario, mientras que el resto tenía un estatus importante. Y esta gente, tras la caída del telón de acero, tenía que encontrar otra ideología y descubrió el nacionalismo, algo mítico y prohibido y fácil de alentar por el silencio que había habido tras la segunda guerra mundial. De forma que mi intento de comprender lo que pasaba en los Balcanes se convirtió en una forma de pensar sobre nuestra propia guerra civil y de pensar desde la literatura.
Como es bien sabido, la mayor catástrofe que se abatió sobre el África subsahariana en los tiempos modernos fue la trata de esclavos. Sus protagonistas fueron sobre todo los mercaderes europeos establecidos en las factorías esclavistas de la costa (portugueses primero y después holandeses, franceses e ingleses), que impulsaron la transferencia masiva y forzosa de las poblaciones africanas hacia el continente americano, esencialmente para servir de mano de obra a la economía de plantación practicada en las colonias de todas estas potencias y de la monarquía hispánica, que sólo tuvo acceso a las fuentes de abastecimiento de esclavos más tardíamente, ya a finales del siglo XVIII.
Este hecho ha sido en buena parte responsable de que sobre el comercio y la explotación de los esclavos africanos en la América española hayan corrido determinados tópicos que aún hoy siguen desorientando al curioso que no está especializado en esta temática. Libros como La esclavitud en las Españas y La Corona española y el tráfico de negros, aunque en diversa medida y desde diferentes perspectivas, vienen a aclarar algunos puntos esenciales para comprender el fenómeno y así contribuir a mejorar el deficiente conocimiento que se suele tener acerca de tantos aspectos de nuestro pasado.
Es una estrella no solo en el ámbito académico, sino en el mundo de la comunicación y de la cultura. Premio Príncipe de Asturias en Ciencias Sociales, Martha Nussbaum (Nueva York, 1947) reúne un enfoque innovador y a la vez clásico, solvente. Un discurso que establece nexos dialécticos entre disciplinas diferentes que finalmente ni están tan alejadas entre sí ni son siempre antagónicas. Filósofa especializada en la Grecia Antigua, su abanico de intereses es amplio: la justicia social, el desarrollo humano y la naturaleza de las emociones son cuestiones medulares en su investigación. Aunque sus libros son densos están imbricados en la realidad cotidiana y no teme descender al debate público. Piensa que los grandes temas de la existencia constituyen espacios compartidos más allá del credo o la ideología y que habría que establecer ciertos principios éticos universales y aplicarlos allá donde haya situaciones de desigualdad y de injusticia. Es por tanto una filósofa política, de la calle, ferozmente contemporánea. No excluye de sus investigaciones los temas de actualidad y no elude manifestarse sobre cuestiones espinosas, como la prohibición del velo o la relación entre ética y política, violencia y religión. Cuestiones que la filosofía no siempre atiende por entender que escapan de su propio campo o que son efímeras. Nussbaum, sin embargo, piensa que es ahí, en el presente, con sus luces y sombras, donde la filosofía se juega su razón de ser. No en vano promueve un marco constitucional y político que, respetando las instituciones locales, permita actuar y fundamentar éticamente la ayuda al desarrollo.
Mi primer encuentro con Virginia Woolf fue en una biblioteca del Instituto peruano-británico. Como cualquier chica de mi edad, no leía mucho, pero estaba ansiosa por descubrir autoras después de haber leído finalmente a las hermanas Bronte y a Jane Austen. Solitaria, buscaba guías, referencias, sentía que el ambiente limeño era asfixiante. Me encontré con Las olas en versión original, conseguí la versión en castellano y comparé ambas tratando de verificar la traducción. Lo primero que pensé: Si se puede escribir así, todo está permitido. Había libertad en la forma, además de una manera de enfrentarse con la realidad que me parecía casi visual, plástica, sensible, una carne que latía lentamente al contacto con los ojos. Me sentía frente a un cuadro impresionista. Creo que también pensé, por fin una autora que se rebela contra un modelo dominante, por fin, alguien que puede señalarme cómo escapar de la tortura de no ser más que una prótesis en un mundo de mayoría masculina, una acompañante, una voz que balbucea cuando no puede ser clara e imponerse. Solo una reinscripción del mundo parecía prometer el final de una separación eterna entre los dos sexos, y ella me proponía una forma distinta de verme en ese mundo en guerra.
No ha provocado muchos llantos, pero entierros no le están faltando. La posmodernidad huele a mortaja. En Londres, el Victoria & Albert Museum ya le ha dedicado una retrospectiva con fechas de nacimiento y muerte incluidas (1970-1990). En Madrid, el Museo Reina Sofía -De la revuelta a la posmodernidad. 1968-1982- le ha reservado un epígrafe en la historia del arte español, en el que se intuye como un capítulo superado. La exposición británica enfatiza su impacto estilístico; algo curioso para una corriente que intentó demoler el estilo. El Reina Sofía escarba en su arista política; algo sorprendente para una tendencia que ha sido acusada de apolítica.
Glenn Adamson y Jane Pavitt proponen un recorrido que no mira más allá del primer mundo. La lectura de Manuel Borja Villel, Rosario Peiró y Jesús Carrillo atisba en España una posmodernidad periférica; algo plausible en un país donde, a menudo, un posmoderno no es más que un espécimen degradado de la modernidad: un “modernillo”.
En esa cuerda, quizá sea el momento de romper una lanza por esa posmodernidad de los demás. Esos que no la lloran hoy como tampoco lo hicieron ayer con la aireada hecatombe del proyecto moderno. Entre otras cosas, porque el posmodernismo ofreció, en la periferia, un poco de oxígeno a la hora de lidiar entre los determinismos poscoloniales y las opresiones locales. Operó, por así decirlo, como un experimento de democracia cultural en lugares donde la democracia política era precaria o lejana. Y si bien es cierto que, con la posmodernidad, La Cultura creyó perder mucho en Occidente, también es verdad que, por esos territorios, las culturas creyeron que habían ganado algo.
De eso se trató, a fin de cuentas, esa posmodernidad de los otros. Lo mismo en Latinoamérica que en la India. En Asia y en los países del Bloque Comunista.
Desde Chile, Nelly Richard proclamó que había llegado el momento de “la crisis del original y la revancha de la copia”. Desde Nigeria, Wole Soyinka dictaminó la “tigritud” y los críticos indios –Spivak, Bhabha, Kapur- invadieron en tromba la academia anglosajona con un desparpajo inédito hasta entonces. En La isla que se repite, Antonio Benítez Rojo se valió de la teoría del caos para remover los estudios antillanos y dinamitar, de paso, los imperturbables criterios binarios que habían atenazado las encrucijadas caribeñas: Norte o Sur, Centro o Periferia, Próspero o Calibán, Patria o Muerte…
Roger Bartra, por su parte, se valió de la deconstrucción para dejar a la vista las redes imaginarias del nacionalismo mexicano en La jaula de la melancolía. Todavía hubo espacio, incluso, para establecer un negociado con la utopía (Aníbal Quijano) o echar un ancla que evitara el naufragio de las identidades (Geeta Kapur).
Esto no quiere decir que hablemos de la panacea. La posmodernidad, en la periferia, fue también pose y complicidad con un mercado necesitado de refuerzos pintorescos. Fue copia de la copia y, en alguna medida, concomitancia imperialista (caso de la política cultural ejecutada por la operación Cóndor en el Cono Sur).
El mismo Bartra se inventó un vocablo, “desmodernidad”, para definir el asunto en esa geografía. Lo hizo desde una intencionada traducción, con ligero disparate incluido, de la palabra “dismothernism”. Como diciéndonos que, antes de reparar en Derrida, era conveniente que nos detuviéramos en el “desmadre”.
Otra traducción, en este caso de Rita Indiana, avanza en esa estrategia. Indiana, que escribe novelas y canta merengues “electrónicos”, tiene su propia versión de Sweet Dreams, el himno de Eurythmics. Esa canción sobre el desasosiego sin respuesta en la que, All Over the World and the Seven Seas, every body está buscando algo. Cantada por ella, esta pieza es inequívocamente antillana. Arrastra la diáspora de África, los boat people, el exilio, todas las formas de desarraigo contenidas en las islas. Sólo necesita un diminuto cambio al final de la letra para hablar de la apropiación, de la invasión abrupta de las periferias, o de esa tragicómica circunstancia de tanto remar para dar con uno mismo. Ese momento que invoca el mundo al revés y en el que, a través del mundo y los siete mares, todo el mundo está buscando mambo.
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Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS, el 2 de junio de 2012
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IVÁN DE LA NUEZ (La Habana, 1964), crítico de arte y escritor, es autor, entre otros títulos, de El mapa de sal. Un postcomunista en el paisaje global (Mondadori, 2001 y Periférica, 2010), Fantasía roja. Los intelectuales de izquierdas y la revolución cubana (Debate, 2006) e Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: Invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989-2009 (Debate, 2010). www.ivandelanuez.org.