por IVÁN DE LA NUEZ
Como ha sucedido en otros ámbitos, las franquicias se han abierto paso, cada vez más, en la cultura, donde han llegado para quedarse y, sobre todo, propagarse. A estas alturas, no puede hablarse del Louvre, la Sorbona o Berstelmann exclusivamente como un museo, una universidad o un sello editorial. Son además marcas globales que, es lo que tiene la cultura, cuentan con la ventaja añadida de disponer de un evangelio propio incorporado.
Pensemos en Barcelona. En el último mes, se ha desatado en esta ciudad una polémica por la futura implantación, en el mismo puerto, de una franquicia del Hermitage, la pinacoteca rusa que se ha mantenido desde los zares hasta Putin, pasando por la revolución bolchevique, Stalin, dos guerras mundiales o la caída del Comunismo. Un museo que ha conocido la expansión a Las Vegas, en tándem con el Guggenheim (un fracaso), o a Ámsterdam, esta vez sin fusionarse (y con cierto éxito).