
por SERGIO DEL MOLINO
Desde que las primeras vanguardias los pusieron en cuarentena, los sentimientos han sido sospechosos. Llevamos más de cien años renegando de las emociones intensas en la literatura. Teníamos nuestras razones. Dos matanzas mundiales dieron la razón a quienes abominaban de una concepción demasiado romántica del arte y de las letras. Hubo incluso quien proclamó que escribir poesía después de Auschwitz era tan criminal como Auschwitz mismo. La intimidad devino frívola. Las emociones, peligrosas. Adorno y su amigo Horkheimer lo dejaron claro en una de las reflexiones sobre la cultura más influyentes del pasado siglo, Dialéctica del iluminismo. Echaban la culpa de la destrucción misma del arte a la industria cultural, que, en su insaciable búsqueda de oro, había consentido que las emociones más primarias y abyectas embrutecieran a unas masas ya de por sí muy embrutecidas. Atontaron a la gente —sostenían— con jazz sincopado y cine de romances de baratillo, desintelectualizando la experiencia artística.
Los escritores reaccionaron con más intelecto. Las emociones podían estar bien para las masas, pero el Arte con mayúscula debía situarse por encima de ese sentimentalismo plañidero. Los autores que abogaban por una exploración radical y solipsista de los sentimientos fueron despreciados, especialmente, en Europa. Salvo Nabokov y alguna otra excepción, los escritores que se miraban en el espejo de Marcel Proust parecían decadentes y estrafalarios aristócratas que pedían a gritos que alguien les guillotinara. En Europa, de la mano del existencialismo y sus muchos post-ismos, la literatura se entregó a una competición de juegos florales cada vez más metaliterarios y divorciados de los gustos populares. En Estados Unidos, convivieron dos intensidades impostadas: la de la generación beat y su épica de los vagabundos, y la del realismo sucio y su lírica de los barrios residenciales. La primera murió, pero la segunda sigue marcando el tono de la narrativa contemporánea. En ambos casos, sin embargo, se trataba de buscar la trascendencia a través de la intrascendencia. Los alumnos de Kerouac buscaron la intensidad fingiéndose mendigos y persiguiendo el éxtasis químico. Los alumnos de Cheever exploraron esa misma intensidad contemplando la inanidad de una vida gris y adocenada sin aventuras ni secreciones de adrenalina. Pero ni Kerouac ni Cheever se enfrentaron a dolores groseros y totales. Sus dolores eran inaprensibles, adolescentes y sutiles. Dejaron los dolores de alarido y lágrima gruesa al bolero y a la telenovela.
Como la literatura renunció al sentimiento, los mercachifles, los trileros y los nigromantes que se intitulan psicólogos colonizaron ese territorio que los escritores entregaron al enemigo sin ofrecer resistencia. Entre explosiones de cinismo y versiones bastardas del distanciamiento de Brecht, nos quedamos solos, lamentando que las masas no consintieran leer nuestras sofisticadas genialidades y nuestros inanes cuentos de autoficción.
La actual renovación de un género durante mucho tiempo vilipendiado, el memoir de duelo, es quizá un síntoma de que algunos escritores queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los gurús y los depredadores de lo cursi. A través de unos relatos que, en el más contenido y sobrio de los casos, siempre serán desgarradores, devolvemos a la literatura parte de la intensidad a la que renunció cuando empezó a burlarse de la hiperestesia de Proust. Al escribir sobre la muerte de nuestros amados y de nuestros amantes, no solo nos entroncamos en una poderosa tradición que, en castellano, empieza en Jorge Manrique, sino que resucitamos la capacidad de emocionar. Un poder que los escritores literarios dosifican y parecen usar con complejo de culpa.
Los recientes memoirs de Francisco Goldman (Di su nombre) y Joan Didion (Noches azules), en el ámbito anglosajón, o de Abad Faciolince (El olvido que seremos) y Giralt Torrente (Tiempo de vida), en el hispano, demuestran que el testimonio de la pérdida y del dolor, por sí solo, no basta para emocionar. Solo un enfoque genuinamente literario —como el que se percibe en estas obras— puede desarmar el tinglado cursi, infantil, condescendiente y ñoño que la autoayuda y sus derivados seudoliterarios y new age han montado sobre las cenizas de nuestros sentimientos.
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En la imagen, Joan Didion y su marido, John Dunne, en 1977.
Artículo publicado en Babelia, suplemento del diario EL PAÍS, el 18 de mayo de 2013.
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Sergio del Molino (Madrid,1979) es escritor. Su último libro es La hora violeta (Mondadori).