
por RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
Aparentemente, los años de la crisis en Estados Unidos y Europa
han resultado ser una época muy innovadora en tecnología. Facebook y Twitter,
creados en 2004 y 2006 respectivamente, han ido creciendo en número de
ususarios, funciones y relevancia pública mientras la economía se hundía. El
primer iPhone fue presentado por Steve Jobs el 9 de enero de 2007; se vendieron
6,1 millones de dispositivos, y desde entonces han aparecido cinco modelos más
con ventas muy superiores. El primer teléfono con el sistema operativo Android
apareció en 2008. WhatsApp, en 2009. El iPad, en 2010. En 2011, Amazon anunció
que estaba vendiendo más de un millón de Kindles a la semana. En 2012, Google
presentó un modelo de gafas que permiten a su usuario hacer fotos, consultar
mapas y ver el correo desde sus lentes mediante órdenes de voz o gestos de la
mano.
Todos estos inventos y algunos otros han contribuido a crear la
sensación de que los años de estancamiento económico han sido también años de
incremento de la velocidad a la que vivimos. Las conversaciones son constantes,
la información fluye con poquísimas fricciones y hasta parece que la geografía
importa menos que nunca porque, como quien dice, todos podemos estar en todas
partes al mismo tiempo. Durante este penoso quinquenio, se han publicado libros
de éxito que aseguran que los avances tecnológicos contemporáneos harán que
muchas más cosas sean gratis (Chris Anderson), que Google será el modelo de
gestión para todas las demás empresas (Jeff Jarvis) y, en definitiva, que todo va a cambiar
(Enrique Dans). Eso, por no hablar de la multitud de libros, artículos de
periódico y posts que aseguran que esta revolución tecnológica va a propiciar
una inminente revolución política de la que saldrán unas democracias más
conectadas, más deliberativas, más 2.0.
La verdad es que todo esto suena bien, pero también es probable
que sea infundado. De hecho, con crisis o sin ella, nuestros tiempos son,
comparados con el último siglo y medio, muy poco innovadores en cuestiones
tecnológicas. A pesar del placer que nos produce pensar que estamos siendo
protagonistas de un cambio de paradigma novedoso y brutal, lo cierto es que
quienes experimentaron innovaciones realmente trascendentes, que cambiaron de veras
la existencia, fueron nuestros bisabuelos, nuestros abuelos o nuestros padres,
entre el último tercio del siglo XIX y los dos primeros del XX. Como señala el
economista Tyler Cowen en The Great Stagnation, fue en el transcurso de
sus vidas cuando se inventaron cosas que dispararon el bienestar y la
productividad: la electricidad y el agua corriente (y caliente) en las casas,
la penicilina, el teléfono, la radio, los vuelos comerciales, el televisor, la
nevera, el lavaplatos o ese inmenso impulsor de la liberación femenina que fue
la lavadora. Comparado con todo eso, chatear con un amigo o ver las últimas
noticias desde el autobús debería parecernos apenas una curiosidad interesante
(excepto, por supuesto, para los sectores y empresas que está barriendo).
Primero, como decía, porque es una mejora solo marginal. Pero también por algo
más inquietante: porque es un paso adelante que no parece estar generando los
beneficios en el empleo, el rendimiento o la calidad de vida que consiguieron,
casi instantáneamente, algunos de esos avances anteriores.

["Porque la democracia también tiene una oportunidad en el futuro" fue uno de los lemas del Partido Pirata en las elecciones parlamentarias alemanas del 27 de septiembre de 2009. Foto: Efe]
Como apunta Evgeny Morozov en su último libro, To Save
Everything Click Here, las expectativas -económicas, políticas, morales-
que estamos depositando en internet y la tecnología que está apareciendo a su
alrededor son excesivas y, en cierto sentido, peligrosas. Pareciera, afirma,
que no hay ningún problema humano que no pueda ser solucionado mediante la
tecnología y, especialmente, mediante las telecomunicaciones, cuando en
realidad buena parte de la industria tecnológica de Silicon Valley está
intentando solucionar cosas que nada tienen que ver con los verdaderos
problemas de nuestro tiempo. Sin embargo, quizá sea más grave la sensación de
que la política puede y debe parecerse a la tecnología y avanzar al mismo ritmo
-aparentemente velocísimo- de ésta. Pero esto es un error. Aunque estemos con
razón exasperados con los casi incomprensibles mecanismos políticos y legales
de nuestra democracia, no parece que esos agujeros negros puedan arreglarse
mediante más y mejor tecnología. Ciertamente, a nuestros juzgados no les
vendrían mal unos cuantos ordenadores con un buen procesador de textos y un
servidor central, y la tecnología actual permitiría que los gobiernos fueran
mucho más transparentes si así lo desearan. Pero más allá de esto, seguimos sin
tener ni idea de si los foros, Facebook o Twitter sirven de veras para mejorar
la participación política -aunque sin duda facilitan la organización informal y
el desahogo-; si los smartphones son una herramienta que crea lazos
profundos y vinculantes políticamente -o simplemente muchos más contactos
superficiales-; si un voto electrónico o una deliberación en internet pueden
mejorar la vieja papeleta y lo que durante más de doscientos años hemos hecho
en los parlamentos, los periódicos y los cafés. Los únicos que han tenido el
valor de poner todo esto a prueba -y hay que que reconocerles el mérito- han
sido los integrantes del Partido Pirata alemán, que con un programa centrado en
internet han logrado representación en varias instancias políticas del
país. Sin embargo, su sistema de
relación entre bases y respresentantes y diseño de propuestas, LiquidFeedback
-un sofisticado mecanismo de deliberación en el que se mezclan el viejo
asamblearismo y las nuevas tecnologías-, ha resultado ser igual o menos
funcional que los viejos congresos de partido tradicional. Discutimos más, más
rápidamente y con más gente, pero no está claro que lleguemos a mejores
conclusiones.
Esto no es, por supuesto, ni el manifiesto de un ludita ni la
afirmación de que vivimos en el mejor de los mundos políticos posible. Pero sí
hay algo claro: el utopismo tecnológico, como todo utopismo, va a acabar
decepcionándonos. La política real, con sus miles de problemas pendientes, no
va a hallar soluciones tanto en la tecnología como en la mejor y más justa
organización de las instituciones. Es decir, en la vieja política. La
democracia, aunque a veces nos resulte irritante, es por su propia esencia
lenta, poco innovadora y predecible. Las marginales innovaciones tecnológicas
de nuestro tiempo son todo lo contrario, aunque no sean ninguna panacea. Pero
arreglar un bug en el sistema operativo de un ordenador o un teléfono
siempre será más fácil que solventar una, solo una, de las muchas ineficiencias
de nuestro sistema operativo, la democracia. Confundir ambas cosas es el camino
más corto -y sí, más rápido- a la desilusión.
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Ilustración: tira de Peridis publicada en EL PAÍS el 30 de julio de 2008.
Ramón
González Férriz es editor de la revista Letras Libres en
España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).