
por RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
A lo largo del siglo XVIII, la novela experimentó un gran auge en
Europa. Sin duda, el género existía antes –para empezar, con el Quijote–,
pero en el transcurso del siglo aparecieron novelas de gran éxito en las que,
además, el protagonista no era un aristócrata, como el propio don Quijote o la
princesa de Cleves, sino gente de clase media o incluso baja como sirvientes,
marineros y muchachas de familia comerciante o agricultora. En algunos casos,
como las muy existosas Pamela (1740) y Clarissa (1748), de Samuel
Richardson, o Julie (1761), de Jean-Jacques Rousseau, las novelas eran
epistolares y la experiencia de los protagonistas, gente común, era narrada en
sus propias palabras.
En 1795, Matthew Boulton –un industrial– y James Watt –un
ingeniero– fundaron junto al canal de Birmingham la Soho Foundry, una fábrica
de motores a vapor con los que después se fabricaban en masa botones, juguetes,
adornos o monedas. No era exactamente la primera fábrica moderna, pero su forma
de funcionamiento era novedosa y fue una referencia para lo que más tarde
llamaríamos la Revolución Industrial: una alta especialización de los
trabajadores en una línea de producción, la fabricación de piezas
intercambiables, un sistema más eficiente de control de existencias.
Los primeros periódicos impresos aparecieron a principios del
siglo XVII en Alemania. Su importancia creció rápidamente por toda Europa y las
colonias americanas, y a medida que transcurría el XVIII, fueron adoptando los
rasgos por los que los conocemos hoy: empezaron a aparecer con regularidad –a
diferencia de los panfletos o las octavillas anteriores, que eran esporádicos–,
sus propietarios eran conocidos y por lo tanto debían hacerse reponsables de lo
que publicaban, y asumieron una función casi inédita hasta entonces: la de
controlar al gobierno y criticarlo abiertamente cuando lo consideraban
necesario.