Semprún sin desencanto

Por: | 12 de abril de 2014

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por ISMAEL GRASA

Me ha gustado volver a leer a Jorge Semprún, he salido de sus páginas reconfortado. El volumen aparecido con el título Vivir es resistir es una obra de senectud, y en cierto modo residual, en cuanto que agrupa los textos de unas conferencias que dio en 2002 y una entrevista mantenida con el cineasta francés Franck Appréderis en el verano anterior a su muerte. Es un libro, por tanto, de un Semprún oral y divagante. Y es una publicación un tanto azarosa, en la medida en que agrupa bajo su título dos libros aparecidos previamente en francés y en editoriales distintas. Y, sin embargo, el libro funciona muy bien como síntesis y aun como testamento de uno de los escritores españoles de mayor peso e interés del siglo veinte, con todas sus singularidades, incluida la de haber tenido a Francia y su lengua como suyas. No tenemos quizá a ningún intelectual que pueda resumir en una vida y en una obra el siglo pasado tan cabalmente como Semprún, desde el republicanismo familiar y el exilio a Buchenwalt, su paso por el comunismo y su desengaño, la presidencia del ministerio español de Cultura y la práctica de un tipo de escritura pegada siempre a su propia experiencia, tanto como novelista como pensador.

La primera parte del libro, El oficio del hombre, reúne tres conferencias que estaban inéditas, y que formaban parte de un ciclo. Los autores que trata en ellas son Edmund Husserl, Marc Bloch y George Orwell. Las conferencias quizá sólo sean sistemáticas en su fondo o intención, porque lo cierto es que en su transcurso van dando pie a meandros donde el autor reflexiona sobre su propia vida o da lugar a digresiones sobre Europa y su pasado. Semprún se presenta en estas charlas como alguien que siempre quiso ser filósofo profesional, tras su paso por la Sorbona. Desde luego, su vida estuvo lejos de ser la de un profesor convencional de filosofía, pero no por  ello se puede decir que no cumpliese su deseo inicial en un sentido profundo. El nexo de las tres conferencias, según dirá el propio autor al final, como quien cae en la cuenta de ello, es “la razón democrática” vinculada a la idea de Europa. Este es el punto de vista desde el que aborda a Husserl y la conferencia que dio en 1935, donde, según Semprún, se encuentra el anuncio de nuestra comunidad europea. Bloch le da pie a una serie de interesantes digresiones y sobre Orwell hace una lectura atenta a algunos de sus ensayos, en particular al giro que tuvo que dar desde posturas socialistas hacia la reivindicación de cierto patriotismo inglés que, por encima del nacionalismo, significaba la defensa de un modo de vida vinculado a la democracia y a las libertades civiles.

Aunque no cite a Kant, su ideal de una federación de democracias europeas con proyección cosmopolita recuerda al proyecto de aquel ilustrado prusiano. Y me parece muy significativo que Semprún, pese a haber vivido en primera persona la experiencia de los campos de concentración, saque al final de su vida el balance de que el siglo veinte no debe ser recordado por sus guerras mundiales y sus experiencias de exterminio, sino por el del afianzamiento de la democracia y “de la emancipación de la mujer, de los pueblos coloniales, de los progresos de la ciencia, etcétera”. Steven Pinker estará entre los que han aportado estadísticas que confirman esta intuición moral.

En las dos partes del libro se repite, por cierto, una paradoja que invita a la reflexión y que, de modo directo, afecta al propio autor. Reconoce que “resulta más fácil pasar de un sistema autoritario fascista a la democracia que hacerlo de un sistema autoritario bolchevique a la democracia”, con todo lo que esto significa, si bien, según el autor, en el campo de lo personal podemos reincorporar a nuestro trato humano y cordial a un excomunista, mientras que parece difícil que podamos hacer lo mismo con quien proceda del nazismo y sus alrededores.

La parte del volumen dedicada a entrevistar a Semprún se abre con un prólogo de Bernard Pivot, en el que propone que sus restos sean llevados al Panteón de París, y un preludio que fue escrito por el propio Semprún. En este preludio trata de resumir su vida con una cita de Scott Fitzgerald: “Así, habría que comprender que las cosas no tienen remedio y sin embargo estar decidido a cambiarlas”. Semprun identifica esta aparente contradicción con una “moral de la lucha”, aunque podemos encontrar en ella, en un tono sereno, y más moral que militante, el eco también de Camus. Escribe Semprún: “Si tuviera que limitarme a una sola cita –con el evidente riesgo de esquematismo que conlleva siempre semejante elección– para resumir mi moral personal, elegiría la de Francis Scott Fitzgerald (…) esa frase encarna lo que deseo afirmar realmente porque es muy dialéctica, para retomar ese concepto desacreditado e incluso malogrado, por el uso que de él han hecho los estalinistas”.

Semprún habla en algunos pasajes sobre su paso por el ministerio de Cultura español, y reconoce que la existencia de un ministerio así procede de una tradición jacobina y estatalista –sin ir más lejos de Malraux, tan próximo a él–. Semprún fue ministro mientras lo era en Francia Jack Lang, y cuenta cómo en Alemania, por ejemplo, no existía un rango político equivalente, aplicando un criterio puramente liberal a las cuestiones culturales. Marc Fumaroli hizo en su ensayo El Estado cultural una crítica poderosa a esta visión de lo cultural como una “campaña” o misión de Estado, con la que es difícil no estar de acuerdo en buena medida. Aunque, por otra parte, me parece que el hecho de que Semprún aceptase la oferta de Felipe González le engrandece y hace que su figura resulte todavía más creíble y atractiva.

Desde luego hay pasajes también que pueden resultar ya sabidos o reiterados para los lectores de Semprún, como cuando cuenta que el campo de Buchenwald no fue desmantelado tras su liberación, sino que sencillamente cambió de dueños, pasando a depender de la policía soviética –es memorable el momento en que en La escritura o la vida se describe cómo el compañero comunista de Semprún le pide, en el momento de la liberación, que devuelva los libros a la biblioteca del campo, unas instalaciones que en el fondo admira–. Y una y otra vez sus reflexiones terminan en la idea de Europa como un horizonte político y moral: “Así pues, en el transcurso de ese ejercicio personal, no siempre fácil, de destrucción del ideal comunista, que rigió buena parte de mi vida, me encontré con Europa”.

Jorge Semprún termina reflexionando en el libro sobre el presente y el papel hoy del intelectual, que, felizmente, ya no es “orgánico” ni afiliado. “Estamos mucho más solos y mucho menos seguros de nosotros mismos”, dice, pero sin que esto le conduzca a un estado nostálgico o desesperanzado. Las últimas páginas me han resultado particularmente luminosas, en cuanto que él mismo se coloca en un lugar desde el que no se propone dar lecciones a nadie, a la vez que se mantiene firme sobre su particular fe en lo humano y en el sentido crítico individual.

Quiero acabar este texto con dos reflexiones sobre el desencanto que me han acompañado durante la lectura. Una aparece en una entrevista a Adolfo Suárez que estaba inédita y que se ha publicado con motivo de su muerte. En esa entrevista Suárez describe a la periodista Josefina Martínez del Álamo que en 1977, apenas había empezado a dar los primeros pasos nuestra democracia, se impone el término de “el desencanto”, y exclama: “¡El desencanto! Yo no creo que el pueblo español haya estado encantado jamás. La historia no le ha dado motivos casi nunca” –y esta oportuna cita une accidentalmente dos muertes que han sucedido con unas pocas semanas de diferencia, la de Suárez y la de Leopoldo María Panero, personaje lateral de aquel “desencanto”, tal como se titularía la película de Chávarri–. Y la otra reflexión tiene que ver, ahora que se acercan unas elecciones europeas, con la idea extendida, y tantas veces repetida, de que no existe hoy una ideología “que ilusione”. ¿No hay que pensar, más bien, que la democracia y Europa requieren de una ilusión quizá de apariencia a veces gris y no tan fotogénica como la que lleva a levantar adoquines en las calles, pero no por ello menos poderosa? Algo de esta ilusión es la que destilan estas páginas postreras de Semprún, y que queda resumida, en su actitud de reconocer que se trata de una batalla nunca concluida, la cita de Fitzgerald que eligió para despedirse de nosotros.

Jorge Semprún. Vivir es resistir. Tusquets, 2014.

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En la imagen, Jorge Semprún pronuncia en abril de 2010 un discurso en el antiguo campo de concentración de Buchenwald (Alemania), en el acto de conmemoración del cierre del campo nazi al término de la II Guerra Mundial. Foto de Uly Martín.

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ISMAEL GRASA (Huesca, 1968) es profesor de Filosofía y autor de obras como De Madrid al cielo, Días en China y La Tercera Guerra Mundial (todos en Anagrama). También ha publicado el volumen de relatos Trescientos días de sol (Xordica. Premio Ojo Crítico de Narrativa). Su último libro es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).

 

 

 

 

Hay 1 Comentarios

El afianzamiento democrático, la emancipación de la mujer y el progreso de la ciencia, son en efecto logros dignos de recordar, aunque todos necesitan ir perfeccionándose; en especial la democracia, que parece haberse estancado en un tumulto de slogans, encaminados a atraer votos y una vez conseguidos, se olvidan los comportamientos demócratas.

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