Margarida Aritzeta acaba de publicar
dos libros. Los dos se llaman igual: El
pou dels maquis (El pozo de los
maquis, Cossetània edicions), pero uno es una novela y el otro el conjunto
de documentos que le han servido para documentar la historia: en 1946, cuatro
guerrilleros comunistas cruzan la frontera francesa y se instalan en una casa
de campo en Valls (Tarragona) a la espera de iniciar la sublevación que dará al
traste con el franquismo. Utilizan como coartada la construcción de un pozo.
Todos acabarán detenidos. La particularidad de la historia es que la casa es la
misma en la que vive la autora. Fue de sus padres y su propio padre, joven
militante antifranquista en aquel tiempo, fue uno de los detenidos. En la
familia nunca se habló de este asunto, de ahí que Aritzeta haya tenido que
recurrir a los archivos para novelar parte de su propia historia.
Pregunta: Su novela
presenta un reto interesante: cuenta hechos reales y se ciñe a la precisión
histórica, pero no es historia. Es ficción. Se rige por el criterio de
verosimilitud, no por el de verdad.
Respuesta: En efecto, acepto
las limitaciones que imponen los hechos, pero lo que pretendo no es convertirme
en historiadora sino recrear el clima y eso exige la ficción literaria. Se
trata de recrear personajes que se expresen, que hablen como alguien de hace 70
años. Una ficción, claramente. Los invento en momentos reales: cuando abandonan
el campamento en Francia, la noche en la que cruzan la frontera. No puedo saber
qué sintieron, qué pensaron, qué dijeron. No puedo saber si el aire olía a
tomillo o a espliego. No obstante, he tenido mucha suerte al recopilar la
información: he encontrado el documento que cuenta el paso de esos cuatro
guerrilleros por la frontera. Además de los que estuvieron en mi casa, pasaron
muchos y de la mayoría no quedó constancia documental. Haber encontrado ese
papel es una casualidad tremenda. Ahora bien, a la limitación de nombres,
lugares, fechas e incluso nombres de guerra, se añadía otra: había cosas que no
se podían decir. No es que fueran inconfesables, es que afectan a la intimidad
de las personas, que están documentadas pero que yo creo que no tengo derecho a
hacer públicas.
P. ¿Como cuál?
R. Por ejemplo: quién delató
a fulano o a mengano. Sobre todo, si no forma parte del conocimiento público.
Quien se enamoró de alguien, cuando las vidas de ambos han seguido luego
caminos muy divergentes. La violencia sobre los niños: hay un personaje que era
un niño cuando los hechos y que he encontrado luego con una vida de
marginación, incluyendo la cárcel y una muerte triste. Es una persona cuya
familia aún vive, de modo que he tenido que ir con mucho cuidado para explicar
la violencia que yo creo que sufrió, paralela a la certeza de unos hechos que
nunca podré demostrar. Desde el ejercicio de la escritura, el reto es
apasionante, pero me ha forzado a reescribir los mismos fragmentos una
infinidad de veces.
P. Usted utiliza la técnica
realista, pero incluso en el realismo, lo importante es el enfoque del
narrador. En este caso, usted elige personajes y situaciones.
R. Sí. Hay una doble
elección. Primero, escenas cotidianas; segundo, y sobre todo, la forma de
contarlas. He elegido fragmentos cotidianos en los que los personajes, las más
de las veces, dialogan. He querido atraparlos en su cotidianeidad, en su
intimidad: cuando comen, cuando andan, cuando planifican una acción. He querido
que el narrador tuviera muy poco peso, de ahí la casi ausencia de la voz
narrativa. El narrador apunta lugar y fecha y, de inmediato, pone en
funcionamiento a los personajes. No se trata de contar la historia, para eso ya
está el otro volumen donde se incluye la documentación y se explica cómo la he conseguido
y cómo la interpreto. Esos son los enfoques: yo elijo las circunstancias en las
que desnudo a los personajes para que se muestren a sí mismos planificando,
dudando, padeciendo o cantando. Sobre todo lo que quería es no juzgarlos.
P. ¿Por qué?
R. Porque desde el primer
momento, desde las primeras entrevistas que tuve con los que aún quedan, me di
cuenta de que los personajes no serían como yo hubiera querido. Me hubiera
gustado tener personajes enteros, guerrilleros abnegados que defienden su causa
hasta la muerte. Y encuentro a uno que no quiere hablar del asunto y a otro que
se ha hecho del PP. De modo que opto por atraparlos como creo que fueron,
dejarlos que hablen y que sea lo que Dios quiera.
P. El instante, la foto, pero
también se bucea en los sentimientos.
R. Estos los imagino, aunque
aceptando parte de lo que me impone la información histórica. Claro, puedes
inventarlo todo, pero respetando que la narración sea creíble, que sea
verosímil, que es el criterio de la novela. Desde luego, todo es un juego de
fantasía. Una novela no es un documento y, quien se lea los dos libros podrá
comprobar la distancia entre ambos. Por ejemplo, el paso de la frontera. La
sensación de uno de los personajes de que deja atrás parte de su mundo,
incluyendo a una mujer que tal vez no vuelva a ver, es en buena parte
imaginación a partir de un nombre real de una mujer real en una nota a pie de
página. ¿Sintió aquello el guerrillero? Eso forma parte de la narración, no sé
si de la historia. Sus reflexiones, sus dudas, son narrativas, no aparecen en
los documentos.
P. Trata también de reflejar
el paso del tiempo.
R. Los guerrilleros pasaron
nueve meses en mi casa. Llegaron en un verano caluroso y seco, vivieron un
invierno, con los sabañones, y el estallido de la primavera. Sintieron el
mistral. Quien lo haya vivido sabe que transmite una especie de soledad
desoladora. Como si estuvieras perdido en alguna parte y todo tuviera que
terminar. Y era gente que no lo conocía. Llegaron a la masía y oyeron las cosas
que les contaba el payés y se impresionaron. Y ese mistral hacía que se
sintiera fuera de casa, fuera de lugar. Y junto a eso vivieron el florecer de
las mimosas, de las carolinas, vieron cómo salían las muchachas a cambiar la
tierra a las plantas. De forma que narrar el paso del tiempo sirve también para
explicar la sensualidad, el sentimiento de los cuerpos, el complicado discurrir
de la vida para un grupo de mujeres jóvenes al lado de las cuales, de pronto,
se sitúan cuatro hombres también jóvenes. Y la vida sigue. Y a todo eso debía
añadirse otro factor: la espera. Pasaba un día y otro día y siempre esperando
unas órdenes de actuar que no llegaban. Cada acontecimiento era la constatación
de que todo iba bien: cuando llegaba el contacto a la cita de seguridad, cuando
se cumplía lo previsto. Pero si algo fallaba, todo era horroroso. Y finalmente
así fue.
P. El tiempo es histórico, es
decir, lineal.
R. Hay tantos personajes y
situaciones que opté por un tratamiento del tiempo que permitiera ver la
evolución de los hechos, pero es también el tratamiento del tiempo que
predomina en mis novelas. Me fascina el tiempo real como uno de los tiempos
posibles (el de la ficción, el de la fantasía, el de la memoria). Uno de los
referentes a este respecto es Borges,
el Borges de los mundos posibles. Lo he tratado mucho en mi otra vertiente de
profesora de Teoría Literaria. El tiempo, ese instante que abre el abanico de
lo posible, esa confluencia de opciones a partir de la cual nada vuelve a ser
igual. La recreación, las diversas visiones de una misma anécdota, el instante
de la memoria que detenía Proust.
P. El papel de las mujeres es
muy diferente al de los hombres.
R. En efecto, la mujer tiene
un papel distinto. Con frecuencia son mantenidas en la ignorancia, con todo lo
que esto supone. Por ejemplo, mi padre no dice a su novia, mi madre, que está
en el maquis. En parte para protegerla. Pero es complicado forjar una vida en
común sobre ocultaciones. Por otra parte, las mujeres, incluso ignorando lo que
hacen, son idóneas para ser, por ejemplo, mensajeras. La propia ignorancia las
protege y las hace más eficaces. Una prima de mi padre, que me ha contado
montones de cosas, me decía que no tenían ni idea de lo que significaba todo
aquello. Pero la ignorancia no afectaba sólo a la compañera, también al
camarada del partido. Si un compañero no sabe algo, mejor es no decírselo
porque ¿y si no fuera realmente un camarada? De hecho, las detenciones en la
masía se producen con la llegada de unos hombres que dicen que son guerrilleros
y, en realidad, eran policías. Es decir, no hay que contar nada ni a los tuyos.
Y este ejercicio de silencio se ha prolongado hasta la vejez de los personajes.
Cuando fui a llevar los ejemplares al único guerrillero que queda vivo, le dije
que había conseguido la fotografía de uno de los hombres que les facilitó un
alojamiento en Valls, antes de instalarse en la masía. “Se llama Simón”, le
dije, porque cuando había hablado con él me había dicho que no lo recordaba.
Pero cuando vio que yo ya lo sabía, recuperó la memoria de inmediato. En realidad,
no la había perdido nunca. Simplemente, aplicó conmigo las rutinas de la
clandestinidad: el silencio.
P. El silencio y la
ignorancia parecen regir las vidas de estos personajes. Como una ficción dentro
de la ficción.
R. El hecho de vivir en la
clandestinidad les obligaba a tener una doble vida. La real y la inventada por
ellos mismos. Y tienen que imaginarla perfectamente para no equivocarse. Al
principio de la novela, los cuatro maquis salen con sus nombres de guerra.
Vivir en la clandestinidad forma parte del drama de la historia, porque los
propios protagonistas viven sin poder contrastar las informaciones sobre su
entorno. Viven sumergidos en la ignorancia, en una realidad que no pueden
controlar ni manipular, con una doble vida forzada para poder subsistir. Pero
no es algo tan raro; salvo el drama de entonces, hoy, jugando al facebook, todo
el mundo tiene una vida real y otra ficticia, construida por uno mismo.
P. Parte de la novela se
estructura a partir de esos silencios. Son hechos ocurridos en su casa, a su
familia, pero de los que no se hablaba.
R. Cuando empiezo a
investigar me doy cuenta de que no sólo había vivido en los mismos escenarios y
entre la misma gente (porque a muchos de los personajes los había conocido), mi
descubrimiento es que todo aquello estaba parcialmente en mi recuerdo. De modo
que soy capaz de reconstruir la historia de esa ignorancia. Se iluminan frases,
rostros, gestos. Me doy cuenta de que muchas cosas me habían llegado, que las
sabía, pero que muchas veces oímos las cosas sin que se nos queden, sin
entenderlas. Ves sin saber lo que ves. Yo he crecido entre esta gente y he
llegado a creer que ese conjunto de
relaciones forjadas entonces y de las que mis padres no renegaron, me fueron
transmitidas para que yo algún día pudiera atar los cabos. Cuando pude hacerlo
quedé entre perpleja y maravillada. Y también triste, porque me hubiera gustado
poder ligar los cabos 20 años antes. Lo que es difícil de comprender es por qué
no se habían puesto todo sobre la mesa, las biografías de mis padres y de mis
abuelos. Lo que, en parte, busca la novela, es la posibilidad de devolverles la
palabra. Se trataba de lograr que el silencio, el haberse tragado la memoria,
el haber vivido sin poder hablar con claridad, se hiciera palabra real. Y para
eso iba mucho mejor el uso de la ficción que la narración histórica. Es como
si, de pronto, hubiera dado voz a unos personajes que no la habían tenido.
P. ¿Voz indirecta?
R. La voz silenciada. No se
hablaba. Mi padre decía que de los maquis ya hablaríamos algún día. Seguramente
tenía ganas de hacerlo, pero ese día nunca llegaba. Y yo tampoco pensaba que
fuera un asunto tan importante. La primera vez que tuve noticias de una
investigación histórica sobre el maquis que hablaba de un grupo detenido en la
masía de mi familia pensé que se trataba de unos que habían pasado por allí y habían
sido detenidos por casualidad en mi casa. Me sorprendo a mí misma cuando, más
tarde, empiezo a ligar nombres y fechas, cuando me doy cuenta de que se trataba
de una gran operación, con casi un centenar de detenidos, y que todo eso se
enmarcaba en un movimiento vinculado al final de la segunda guerra mundial y a
la creencia de los resistentes españoles de que la guerra iba a seguir en
España.
P. El silencio hijo del miedo.
R. Sí y miedo no sólo por uno
mismo, también por lo que le pudiera pasar al otro. Pensábamos que la propia
actividad podría perjudicar a la familia. Pero esta ignorancia duele y a mi me
ha dolido mucho mientras escribía la novela. Y una cosa importante, mi padre
prefirió que yo entendiera mal las cosas antes que darme explicaciones. Sólo más
tarde he podido interpretar gestos, complicidades, abrazos, amagos de lágrimas
que se daban entre los vencidos y que pude ver tras la muerte de Franco. Pero sólo entre ellos, sin
contarlo a los demás. De hecho, los que se incorporan a la política a finales
de los setenta no son los clandestinos de los años cuarenta sino los de los cincuenta.
P. ¿Por qué?
R. No lo sé. En el caso de mi
familia, supongo, porque su compromiso era con la guerrilla. Algo que no
pudieron reconocer porque no la reivindicó ni siquiera su propio partido. Hay
un momento en que los partidos reniegan de la guerrilla, se deja de lado, se
ignora. Y claro, si los tuyos reniegan de tu actuación, de tu militancia, ¿qué
te queda? ¿a quién invocar? ¿quiénes son los tuyos?
P. Es decir, perdedores de
todo: vencidos por el enemigo, abandonados por los que fueron compañeros.
R. Hay un hecho crucial: el
PSUC del exilio cambia con la caída de Joan
Comorera, y esto supone un cambio en las formas de ver la política y el
propio partido, incluyendo las relaciones entre el PSUC y el PCE. Por diversas
razones, los pasos de frontera, la organización en los campos de concentración,
tienen una estructura conjunta, un único aparato. Pero las direcciones siguen
teniendo dos cabezas y eso provoca tensiones, incluso dramas. Cuando Jesús Monzón es detenido en Barcelona,
no se fía del PCE, y recurre a la organización catalana. Estos problemas,
consecuencia de la bicefalia, se liquidan con la llegada, a finales de los
cuarenta y principios de los cincuenta, de una nueva ola de dirigentes que
sustituyen a Comorera. Algunos militantes, mi padre entre ellos, se sienten
desamparados. En el caso de la familia Miret (amiga de mis padres y que luego
me acogen en su casa en mi etapa universitaria), de forma diferente porque
siguieron vinculados a la cúpula del PSUC. Hace poco he sabido que fueron ellos
quienes ayudaron a salir de la cárcel al jefe del comando de la guerrilla
detenido en mi casa. Lograron que saliera en libertad provisional ofreciéndole
un trabajo. Es decir, las cosas nunca fueron blancas o negras. De todas formas,
yo he querido escribir la historia de unas personas, no la de los partidos.
Deliberadamente he huido de escribir una novela política. Lo que pasa es que,
al recopilar la documentación, las fuentes históricas reales, he visto que hay
dirigentes que han terminado por reconocer que en aquel tiempo jugaron con la
ignorancia de sus propios militantes. Los escritos del dirigente del PSUC Sebastià Piera son muy reveladores. Los
escribe muy forzado por el partido que quería que reconociera sus errores y, al
final, acaba expulsado y, posiblemente, facilitan su detención. No he podido
saber si porque lo delataron o porque no hicieron nada para evitar que fuera
delatado. Cuando narra lo que ve en la cárcel, no deja de anotar la soledad de
los militantes encarcelados. Y la fuente es un artículo de Santiago Carrillo en
el que criticaba la connivencia con el capitalismo. O cuando se ven olvidados,
acusados de no haber sido lo suficientemente valientes frente a la tortura. En
parte, la novela trata de mostrar que los personajes bailaban, pero no siempre
por voluntad propia. El partido les daba la información que creía conveniente
para que acabaran bailando.
P. Es decir, sufrieron la mezquindad
de los vencedores y el abandono de los vencidos.
R. He tenido poco trabajo
para encontrar la mezquindad de los vencedores. El alcalde que sale en la
novela existió realmente. Pero no he tratado sólo de mostrar su mezquindad, de
hecho, lo que pretendía era mostrar que es tan cruel hacer que alguien, de los
propios, acabe en la División Azul,
cosa que pasó realmente, como hacer que alguien cruce la frontera con una
mochila sabiendo que al otro lado no habrá nadie para hacer la entrega. Hubo
peones de las causas, en ambos lados. Y fueron utilizados sin ser tenidos en
cuenta, jugando con que tenían unas ilusiones que les llevaban incluso a la
muerte.
P. De todas formas, ¡qué
tiempos en los que se creía en un futuro mejor!
R. En efecto. Y tenían esa
esperanza porque los aliados habían ganado la guerra. En ese sentido, fue una
época bonita. Los hombres, incluso cuando estaban manipulados sin saberlo,
creían ser los dueños de su destino. Luchaban por el progreso y el cambio.
Creían que la revolución era posible. Eso llega hasta muy avanzados los
setenta, pero no hasta hoy. Tampoco sé cómo serán las cosas en el futuro. Pero
ellos, en la medida en que creían en la posibilidad del progreso, creían
también en su propia responsabilidad, por eso actuaban con la intención de dar
un cierto sentido a la historia. Y esto tiene una consecuencia clara: pueden
vencerte, pero tú no te consideras del todo vencido.
Imagen tomada por Josep LLuís Sellart.