Tormenta de Ideas

Sobre el blog

Dedicado al pensamiento desde todas las perspectivas posibles –la ética y la estética; la antropología y la sociología; la física y la metafísica-, este blog es un espacio para razonar. Y para debatir.

Sobre los autores

Tormenta de ideas es un blog colectivo de información y opinión. La primera toma forma en la redacción de EL PAÍS. La segunda, en el cerebro de sus expertos y colaboradores.

Artesanos, artistas y especuladores

Por: | 18 de septiembre de 2013

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"La monstruosa diferencia entre el beneficio del productor y el del especulador es paralela a la monstruosa diferencia entre el prestigio del artesano y el del «artista creador». Sólo la especulación desenfrenada puede producir brechas tan abismales".

por TOMÁS SEGOVIA

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Novelas, fábricas, periódicos

Por: | 14 de septiembre de 2013

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por RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

A lo largo del siglo XVIII, la novela experimentó un gran auge en Europa. Sin duda, el género existía antes –para empezar, con el Quijote–, pero en el transcurso del siglo aparecieron novelas de gran éxito en las que, además, el protagonista no era un aristócrata, como el propio don Quijote o la princesa de Cleves, sino gente de clase media o incluso baja como sirvientes, marineros y muchachas de familia comerciante o agricultora. En algunos casos, como las muy existosas Pamela (1740) y Clarissa (1748), de Samuel Richardson, o Julie (1761), de Jean-Jacques Rousseau, las novelas eran epistolares y la experiencia de los protagonistas, gente común, era narrada en sus propias palabras.

En 1795, Matthew Boulton –un industrial– y James Watt –un ingeniero– fundaron junto al canal de Birmingham la Soho Foundry, una fábrica de motores a vapor con los que después se fabricaban en masa botones, juguetes, adornos o monedas. No era exactamente la primera fábrica moderna, pero su forma de funcionamiento era novedosa y fue una referencia para lo que más tarde llamaríamos la Revolución Industrial: una alta especialización de los trabajadores en una línea de producción, la fabricación de piezas intercambiables, un sistema más eficiente de control de existencias.

Los primeros periódicos impresos aparecieron a principios del siglo XVII en Alemania. Su importancia creció rápidamente por toda Europa y las colonias americanas, y a medida que transcurría el XVIII, fueron adoptando los rasgos por los que los conocemos hoy: empezaron a aparecer con regularidad –a diferencia de los panfletos o las octavillas anteriores, que eran esporádicos–, sus propietarios eran conocidos y por lo tanto debían hacerse reponsables de lo que publicaban, y asumieron una función casi inédita hasta entonces: la de controlar al gobierno y criticarlo abiertamente cuando lo consideraban necesario.

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"Desde el tren se ve todo"

Por: | 10 de julio de 2013

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Santiago Montero es un ingeniero en la reserva que se ha dedicado desde siempre al estudio sobre los sistemas de transporte. Su último libro (Ferrocarril. El medio de transporte del siglo XXI, editorial Doblerre), es un análisis de la historia del sistema ferroviario. Pero no se queda en eso: es la historia, vista desde el tren, con un capítulo final en el que otea el futuro. Su libro se puede leer también como un conjunto de apuntes para una novela de ciencia ficción en la que se esboza, por ejemplo, el coche del futuro, a la vez que una reflexión sobre cómo el hombre traza líneas rectas de ferrocarril con raíles que parecían nacer torcidos por la geografía.

Pregunta. Ha escrito usted una historia del ferrocarril, pero mirando por la ventanilla: a la economía, a la ciencia, a la geografía. Como si pretendiera lograr una cosmovisión desde el tren.

Respuesta. He intentado intuir lo que viene. Para eso me he fijado en el pasado, tratando de entenderlo. La Ilustración va precedida de unos cuantos pensadores, Adam Smith, Watt, que representan un antes y un después. La Ilustración es paralela al desarrollo del acero y del tren y no es casual que coincida con las formulaciones de Smith sobre el mercado y la regulación. Si comprendemos las ideas generales, podremos saber cómo ir hacia donde queramos en unos momentos, como éstos, de transformación y cambio.

P. El tren, dice usted, cambia la geografía y hace el mundo más pequeño.

R. Encoge el mundo y acaba con servidumbres horrorosas. Hoy nos cuesta comprender las dificultades que suponían llevar 500 kilos de Barcelona a Madrid. Menos aún: de Barcelona a Igualada (60 kilómetros). Se disponía sólo de carretas y caballos y el transporte consumía una cantidad considerable de energía de personas y animales, además de suponer dos o tres días de viaje. El tren termina con esto y permite que las poblaciones del interior condenadas a cierta miseria tengan acceso a los mercados.

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Tocqueville está apagado o fuera de cobertura

Por: | 03 de julio de 2013

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por RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

Aparentemente, los años de la crisis en Estados Unidos y Europa han resultado ser una época muy innovadora en tecnología. Facebook y Twitter, creados en 2004 y 2006 respectivamente, han ido creciendo en número de ususarios, funciones y relevancia pública mientras la economía se hundía. El primer iPhone fue presentado por Steve Jobs el 9 de enero de 2007; se vendieron 6,1 millones de dispositivos, y desde entonces han aparecido cinco modelos más con ventas muy superiores. El primer teléfono con el sistema operativo Android apareció en 2008. WhatsApp, en 2009. El iPad, en 2010. En 2011, Amazon anunció que estaba vendiendo más de un millón de Kindles a la semana. En 2012, Google presentó un modelo de gafas que permiten a su usuario hacer fotos, consultar mapas y ver el correo desde sus lentes mediante órdenes de voz o gestos de la mano.

Todos estos inventos y algunos otros han contribuido a crear la sensación de que los años de estancamiento económico han sido también años de incremento de la velocidad a la que vivimos. Las conversaciones son constantes, la información fluye con poquísimas fricciones y hasta parece que la geografía importa menos que nunca porque, como quien dice, todos podemos estar en todas partes al mismo tiempo. Durante este penoso quinquenio, se han publicado libros de éxito que aseguran que los avances tecnológicos contemporáneos harán que muchas más cosas sean gratis (Chris Anderson), que Google será el modelo de gestión para todas las demás empresas (Jeff Jarvis)  y, en definitiva, que todo va a cambiar (Enrique Dans). Eso, por no hablar de la multitud de libros, artículos de periódico y posts que aseguran que esta revolución tecnológica va a propiciar una inminente revolución política de la que saldrán unas democracias más conectadas, más deliberativas, más 2.0.

La verdad es que todo esto suena bien, pero también es probable que sea infundado. De hecho, con crisis o sin ella, nuestros tiempos son, comparados con el último siglo y medio, muy poco innovadores en cuestiones tecnológicas. A pesar del placer que nos produce pensar que estamos siendo protagonistas de un cambio de paradigma novedoso y brutal, lo cierto es que quienes experimentaron innovaciones realmente trascendentes, que cambiaron de veras la existencia, fueron nuestros bisabuelos, nuestros abuelos o nuestros padres, entre el último tercio del siglo XIX y los dos primeros del XX. Como señala el economista Tyler Cowen en The Great Stagnation, fue en el transcurso de sus vidas cuando se inventaron cosas que dispararon el bienestar y la productividad: la electricidad y el agua corriente (y caliente) en las casas, la penicilina, el teléfono, la radio, los vuelos comerciales, el televisor, la nevera, el lavaplatos o ese inmenso impulsor de la liberación femenina que fue la lavadora. Comparado con todo eso, chatear con un amigo o ver las últimas noticias desde el autobús debería parecernos apenas una curiosidad interesante (excepto, por supuesto, para los sectores y empresas que está barriendo). Primero, como decía, porque es una mejora solo marginal. Pero también por algo más inquietante: porque es un paso adelante que no parece estar generando los beneficios en el empleo, el rendimiento o la calidad de vida que consiguieron, casi instantáneamente, algunos de esos avances anteriores.

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["Porque la democracia también tiene una oportunidad en el futuro" fue uno de los lemas del Partido Pirata en las elecciones parlamentarias alemanas del 27 de septiembre de 2009. Foto: Efe]

Como apunta Evgeny Morozov en su último libro, To Save Everything Click Here, las expectativas -económicas, políticas, morales- que estamos depositando en internet y la tecnología que está apareciendo a su alrededor son excesivas y, en cierto sentido, peligrosas. Pareciera, afirma, que no hay ningún problema humano que no pueda ser solucionado mediante la tecnología y, especialmente, mediante las telecomunicaciones, cuando en realidad buena parte de la industria tecnológica de Silicon Valley está intentando solucionar cosas que nada tienen que ver con los verdaderos problemas de nuestro tiempo. Sin embargo, quizá sea más grave la sensación de que la política puede y debe parecerse a la tecnología y avanzar al mismo ritmo -aparentemente velocísimo- de ésta. Pero esto es un error. Aunque estemos con razón exasperados con los casi incomprensibles mecanismos políticos y legales de nuestra democracia, no parece que esos agujeros negros puedan arreglarse mediante más y mejor tecnología. Ciertamente, a nuestros juzgados no les vendrían mal unos cuantos ordenadores con un buen procesador de textos y un servidor central, y la tecnología actual permitiría que los gobiernos fueran mucho más transparentes si así lo desearan. Pero más allá de esto, seguimos sin tener ni idea de si los foros, Facebook o Twitter sirven de veras para mejorar la participación política -aunque sin duda facilitan la organización informal y el desahogo-; si los smartphones son una herramienta que crea lazos profundos y vinculantes políticamente -o simplemente muchos más contactos superficiales-; si un voto electrónico o una deliberación en internet pueden mejorar la vieja papeleta y lo que durante más de doscientos años hemos hecho en los parlamentos, los periódicos y los cafés. Los únicos que han tenido el valor de poner todo esto a prueba -y hay que que reconocerles el mérito- han sido los integrantes del Partido Pirata alemán, que con un programa centrado en internet han logrado representación en varias instancias políticas del país.  Sin embargo, su sistema de relación entre bases y respresentantes y diseño de propuestas, LiquidFeedback -un sofisticado mecanismo de deliberación en el que se mezclan el viejo asamblearismo y las nuevas tecnologías-, ha resultado ser igual o menos funcional que los viejos congresos de partido tradicional. Discutimos más, más rápidamente y con más gente, pero no está claro que lleguemos a mejores conclusiones.

Esto no es, por supuesto, ni el manifiesto de un ludita ni la afirmación de que vivimos en el mejor de los mundos políticos posible. Pero sí hay algo claro: el utopismo tecnológico, como todo utopismo, va a acabar decepcionándonos. La política real, con sus miles de problemas pendientes, no va a hallar soluciones tanto en la tecnología como en la mejor y más justa organización de las instituciones. Es decir, en la vieja política. La democracia, aunque a veces nos resulte irritante, es por su propia esencia lenta, poco innovadora y predecible. Las marginales innovaciones tecnológicas de nuestro tiempo son todo lo contrario, aunque no sean ninguna panacea. Pero arreglar un bug en el sistema operativo de un ordenador o un teléfono siempre será más fácil que solventar una, solo una, de las muchas ineficiencias de nuestro sistema operativo, la democracia. Confundir ambas cosas es el camino más corto -y sí, más rápido- a la desilusión.

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Ilustración: tira de Peridis publicada en EL PAÍS el 30 de julio de 2008.

Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).

 

 

 

La lógica de Egon Schiele

Por: | 29 de junio de 2013

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por ISIDORO REGUERA

Desde un trasfondo oscuro pero profundamente natural de sexo y muerte, amalgamados por la locura (el padre de Egon Schiele (1890-1918) murió cuando éste era niño, y lo hizo de sífilis, tenía alucinaciones, se volvió loco, no es difícil pensar que Schiele relacionase muerte, sexo y locura desde pequeño), desde el anhelo de un dios cuya ausencia parecen clamar sus obras, desde una referencia permanente en ellas a lo eterno, que busca dolorosamente, entre acierto y yerro, malentendido una vez y otra, “en la cuerda floja”, surge en Schiele, sin embargo, una lógica fría, “una gramática absolutamente certera y precisa, que no por ello deja de reflejar parte de locura, de alucinación”. Eso es lo que interesa sobre todo, más que cualquier sentimentalismo, hagiografía o desgarro existencial, a la artista y filósofa Carla Carmona: lo que en expresa referencia a la “idea musical” de Schönberg ella llama “idea pictórica” de Schiele, aquello que resume lo objetivo de su obra, la raíz originaria de ésta.

En el libro de genueve ediciones, de la máxima excelencia académica, como su editorial, Carmona desarrolla de la mano de espléndidas descripciones de la pintura de Schiele las bases teóricas con las que luego aparentemente improvisa en el deslumbrante ensayo de Acantilado. Una lógica representacional sutil que a veces “traga la pintura misma”. Una “gramática alucinada” que sólo puede entenderse, y se entiende perfectamente, en el paisaje de la Viena de hace cien años, cuyo marco ético cultural Carmona describe en general con total dominio, pero sobre todo, en especial, en paralelismos y correspondencias inusitadamente certeros e inesperados de la pintura de Shiele con la de Klimt, con la música de Schönberg, la poesía de Trakl y esencialmente con la filosofía de Wittgenstein, que lo sobrevuela todo.

SchieleAutoPeticionImagenCA4RB3BVSe ve que la Carmona artista goza con la descripción de los cuadros de Schiele, y ese gozo pasa al lector por la impresión que le causa tanto la transparencia de la propia descripción como la claridad de ideas desde la que la Carmona filósofa describe. Pretende apartar la mirada del espectador del enfoque meramente figurativo y narrativo y llevarla a distinguir los signos de Schiele y su gramática, los de la propia pintura. Las líneas de los tendederos, por ejemplo, los códigos de las ventanas y puertas de sus casas, las florecillas de color a punto de explotar en sus paisajes sobrevolados. Buena réplica a la fascinación de ese Schiele gramatical la que da la propia autora en su libro de Acantilado.

Ya en el primer capítulo, muy breve, ofrece una especie de biografía de Schiele que no tiene nada que ver con las biografías al uso, muy literaria, absolutamente teñida de las alucinaciones de los lienzos schieleianos, pero lógica sin embargo, distante incluso, extrañamente objetiva. Sólo por el análisis formal de la obra de Schiele que se hace es posible ver sus correspondencias con Mondrian o Rothko, que hacen particularmente interesante el último capítulo. “De hermanos enamorados y ciudades muertas”, sobre Schiele y Trakl, es un capítulo antológico y memorable. Cuando Carmona compara los retratos de Klimt y Schiele de Friederika Maria Beer aparece claro cómo la dimensión formal es mucho más potente, arrolladora incluso, en la pintura de Schiele, frente a lo que suelen entender o malentender casi la totalidad de los críticos. Frente a éstos también, que prácticamente los han ignorado, encandilados por el aspecto más sexual de su pintura, Carmona (a quien jamás intimida para nada hablar, y crudamente, de lo que haya que hablar en Schiele, analizando, por ejemplo, sus escabrosidades como rupturas del obligado silencio witttgensteiniano) da mucha importancia siempre a sus paisajes, porque es en ellos, dice, donde Schiele desarrolló verdaderamente su gramática y la llevó a sus últimas consecuencias; en búsqueda de lo eterno.

Describir pintura y analizarla: mirar y pensar, estética y lógica. ¿El placer de la contemplación artística es mayor que el del análisis filosófico? Depende cómo quiera interpretarse en este caso que “la sintaxis misma es devorada por la pintura”, por ejemplo. Porque a veces, los cuadros de Schiele incluso con figuras no son más que apariencias de cuadros, en ellos “no hay más que pintura organizada de una determinada manera”.

Esa es la mirada filosófica. Clara, precisa, elegante en Carmona. Tesis firmes, demostraciones cortas, exactas. Segura, directa, Carmona sabe lo que quiere decir y lo dice. No hay otro afeite que la transparencia de un talento excepcional, distante y cercanísimo a la vez, en un lenguaje límpido y fulgente. Todo un goce la cercanía que permiten estos libros a una aventura intelectual especialísima, extraña. Pocas veces la filosofía habrá sido más esclarecedora del arte y viceversa.

Carla Carmona Escalera, En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele, Acantilado, Barcelona 2013, 146 páginas. 16 euros. /// La idea pictórica de Egon Schiele. Un ensayo sobre lógica representacional, Genueve ediciones, Santander 2013, 323 páginas. 25 euros.

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Obras de Egon Schiele: Arriba: Dos mujeres yaciendo entrelazadas (1915). Debajo: Autorretrato desnudo y gesticulando (1910). 

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ISIDORO REGUERA es Catedrático de Filosofía en la Universidad de Extremadura. Traductor de Wittgenstein, es autor de libros como La miseria de la razón (Taurus), El feliz absurdo de la ética (Tecnos), Ludwig Wittgenstein (Edaf) y Jacob Böhme (Siruela).

 

Margarida Aritzeta: novelar la realidad, dar voz al silencio

Por: | 21 de junio de 2013

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Margarida Aritzeta
acaba de publicar dos libros. Los dos se llaman igual: El pou dels maquis (El pozo de los maquis, Cossetània edicions), pero uno es una novela y el otro el conjunto de documentos que le han servido para documentar la historia: en 1946, cuatro guerrilleros comunistas cruzan la frontera francesa y se instalan en una casa de campo en Valls (Tarragona) a la espera de iniciar la sublevación que dará al traste con el franquismo. Utilizan como coartada la construcción de un pozo. Todos acabarán detenidos. La particularidad de la historia es que la casa es la misma en la que vive la autora. Fue de sus padres y su propio padre, joven militante antifranquista en aquel tiempo, fue uno de los detenidos. En la familia nunca se habló de este asunto, de ahí que Aritzeta haya tenido que recurrir a los archivos para novelar parte de su propia historia.

Pregunta: Su novela presenta un reto interesante: cuenta hechos reales y se ciñe a la precisión histórica, pero no es historia. Es ficción. Se rige por el criterio de verosimilitud, no por el de verdad.

Respuesta: En efecto, acepto las limitaciones que imponen los hechos, pero lo que pretendo no es convertirme en historiadora sino recrear el clima y eso exige la ficción literaria. Se trata de recrear personajes que se expresen, que hablen como alguien de hace 70 años. Una ficción, claramente. Los invento en momentos reales: cuando abandonan el campamento en Francia, la noche en la que cruzan la frontera. No puedo saber qué sintieron, qué pensaron, qué dijeron. No puedo saber si el aire olía a tomillo o a espliego. No obstante, he tenido mucha suerte al recopilar la información: he encontrado el documento que cuenta el paso de esos cuatro guerrilleros por la frontera. Además de los que estuvieron en mi casa, pasaron muchos y de la mayoría no quedó constancia documental. Haber encontrado ese papel es una casualidad tremenda. Ahora bien, a la limitación de nombres, lugares, fechas e incluso nombres de guerra, se añadía otra: había cosas que no se podían decir. No es que fueran inconfesables, es que afectan a la intimidad de las personas, que están documentadas pero que yo creo que no tengo derecho a hacer públicas.

P. ¿Como cuál?

R. Por ejemplo: quién delató a fulano o a mengano. Sobre todo, si no forma parte del conocimiento público. Quien se enamoró de alguien, cuando las vidas de ambos han seguido luego caminos muy divergentes. La violencia sobre los niños: hay un personaje que era un niño cuando los hechos y que he encontrado luego con una vida de marginación, incluyendo la cárcel y una muerte triste. Es una persona cuya familia aún vive, de modo que he tenido que ir con mucho cuidado para explicar la violencia que yo creo que sufrió, paralela a la certeza de unos hechos que nunca podré demostrar. Desde el ejercicio de la escritura, el reto es apasionante, pero me ha forzado a reescribir los mismos fragmentos una infinidad de veces.

P. Usted utiliza la técnica realista, pero incluso en el realismo, lo importante es el enfoque del narrador. En este caso, usted elige personajes y situaciones.

R. Sí. Hay una doble elección. Primero, escenas cotidianas; segundo, y sobre todo, la forma de contarlas. He elegido fragmentos cotidianos en los que los personajes, las más de las veces, dialogan. He querido atraparlos en su cotidianeidad, en su intimidad: cuando comen, cuando andan, cuando planifican una acción. He querido que el narrador tuviera muy poco peso, de ahí la casi ausencia de la voz narrativa. El narrador apunta lugar y fecha y, de inmediato, pone en funcionamiento a los personajes. No se trata de contar la historia, para eso ya está el otro volumen donde se incluye la documentación y se explica cómo la he conseguido y cómo la interpreto. Esos son los enfoques: yo elijo las circunstancias en las que desnudo a los personajes para que se muestren a sí mismos planificando, dudando, padeciendo o cantando. Sobre todo lo que quería es no juzgarlos.

P. ¿Por qué?

R. Porque desde el primer momento, desde las primeras entrevistas que tuve con los que aún quedan, me di cuenta de que los personajes no serían como yo hubiera querido. Me hubiera gustado tener personajes enteros, guerrilleros abnegados que defienden su causa hasta la muerte. Y encuentro a uno que no quiere hablar del asunto y a otro que se ha hecho del PP. De modo que opto por atraparlos como creo que fueron, dejarlos que hablen y que sea lo que Dios quiera.

P. El instante, la foto, pero también se bucea en los sentimientos.

R. Estos los imagino, aunque aceptando parte de lo que me impone la información histórica. Claro, puedes inventarlo todo, pero respetando que la narración sea creíble, que sea verosímil, que es el criterio de la novela. Desde luego, todo es un juego de fantasía. Una novela no es un documento y, quien se lea los dos libros podrá comprobar la distancia entre ambos. Por ejemplo, el paso de la frontera. La sensación de uno de los personajes de que deja atrás parte de su mundo, incluyendo a una mujer que tal vez no vuelva a ver, es en buena parte imaginación a partir de un nombre real de una mujer real en una nota a pie de página. ¿Sintió aquello el guerrillero? Eso forma parte de la narración, no sé si de la historia. Sus reflexiones, sus dudas, son narrativas, no aparecen en los documentos.

P. Trata también de reflejar el paso del tiempo.

R. Los guerrilleros pasaron nueve meses en mi casa. Llegaron en un verano caluroso y seco, vivieron un invierno, con los sabañones, y el estallido de la primavera. Sintieron el mistral. Quien lo haya vivido sabe que transmite una especie de soledad desoladora. Como si estuvieras perdido en alguna parte y todo tuviera que terminar. Y era gente que no lo conocía. Llegaron a la masía y oyeron las cosas que les contaba el payés y se impresionaron. Y ese mistral hacía que se sintiera fuera de casa, fuera de lugar. Y junto a eso vivieron el florecer de las mimosas, de las carolinas, vieron cómo salían las muchachas a cambiar la tierra a las plantas. De forma que narrar el paso del tiempo sirve también para explicar la sensualidad, el sentimiento de los cuerpos, el complicado discurrir de la vida para un grupo de mujeres jóvenes al lado de las cuales, de pronto, se sitúan cuatro hombres también jóvenes. Y la vida sigue. Y a todo eso debía añadirse otro factor: la espera. Pasaba un día y otro día y siempre esperando unas órdenes de actuar que no llegaban. Cada acontecimiento era la constatación de que todo iba bien: cuando llegaba el contacto a la cita de seguridad, cuando se cumplía lo previsto. Pero si algo fallaba, todo era horroroso. Y finalmente así fue.

P. El tiempo es histórico, es decir, lineal.

R. Hay tantos personajes y situaciones que opté por un tratamiento del tiempo que permitiera ver la evolución de los hechos, pero es también el tratamiento del tiempo que predomina en mis novelas. Me fascina el tiempo real como uno de los tiempos posibles (el de la ficción, el de la fantasía, el de la memoria). Uno de los referentes a este respecto es Borges, el Borges de los mundos posibles. Lo he tratado mucho en mi otra vertiente de profesora de Teoría Literaria. El tiempo, ese instante que abre el abanico de lo posible, esa confluencia de opciones a partir de la cual nada vuelve a ser igual. La recreación, las diversas visiones de una misma anécdota, el instante de la memoria que detenía Proust.

P. El papel de las mujeres es muy diferente al de los hombres.

R. En efecto, la mujer tiene un papel distinto. Con frecuencia son mantenidas en la ignorancia, con todo lo que esto supone. Por ejemplo, mi padre no dice a su novia, mi madre, que está en el maquis. En parte para protegerla. Pero es complicado forjar una vida en común sobre ocultaciones. Por otra parte, las mujeres, incluso ignorando lo que hacen, son idóneas para ser, por ejemplo, mensajeras. La propia ignorancia las protege y las hace más eficaces. Una prima de mi padre, que me ha contado montones de cosas, me decía que no tenían ni idea de lo que significaba todo aquello. Pero la ignorancia no afectaba sólo a la compañera, también al camarada del partido. Si un compañero no sabe algo, mejor es no decírselo porque ¿y si no fuera realmente un camarada? De hecho, las detenciones en la masía se producen con la llegada de unos hombres que dicen que son guerrilleros y, en realidad, eran policías. Es decir, no hay que contar nada ni a los tuyos. Y este ejercicio de silencio se ha prolongado hasta la vejez de los personajes. Cuando fui a llevar los ejemplares al único guerrillero que queda vivo, le dije que había conseguido la fotografía de uno de los hombres que les facilitó un alojamiento en Valls, antes de instalarse en la masía. “Se llama Simón”, le dije, porque cuando había hablado con él me había dicho que no lo recordaba. Pero cuando vio que yo ya lo sabía, recuperó la memoria de inmediato. En realidad, no la había perdido nunca. Simplemente, aplicó conmigo las rutinas de la clandestinidad: el silencio.

P. El silencio y la ignorancia parecen regir las vidas de estos personajes. Como una ficción dentro de la ficción.

R. El hecho de vivir en la clandestinidad les obligaba a tener una doble vida. La real y la inventada por ellos mismos. Y tienen que imaginarla perfectamente para no equivocarse. Al principio de la novela, los cuatro maquis salen con sus nombres de guerra. Vivir en la clandestinidad forma parte del drama de la historia, porque los propios protagonistas viven sin poder contrastar las informaciones sobre su entorno. Viven sumergidos en la ignorancia, en una realidad que no pueden controlar ni manipular, con una doble vida forzada para poder subsistir. Pero no es algo tan raro; salvo el drama de entonces, hoy, jugando al facebook, todo el mundo tiene una vida real y otra ficticia, construida por uno mismo.

P. Parte de la novela se estructura a partir de esos silencios. Son hechos ocurridos en su casa, a su familia, pero de los que no se hablaba.

R. Cuando empiezo a investigar me doy cuenta de que no sólo había vivido en los mismos escenarios y entre la misma gente (porque a muchos de los personajes los había conocido), mi descubrimiento es que todo aquello estaba parcialmente en mi recuerdo. De modo que soy capaz de reconstruir la historia de esa ignorancia. Se iluminan frases, rostros, gestos. Me doy cuenta de que muchas cosas me habían llegado, que las sabía, pero que muchas veces oímos las cosas sin que se nos queden, sin entenderlas. Ves sin saber lo que ves. Yo he crecido entre esta gente y he llegado a  creer que ese conjunto de relaciones forjadas entonces y de las que mis padres no renegaron, me fueron transmitidas para que yo algún día pudiera atar los cabos. Cuando pude hacerlo quedé entre perpleja y maravillada. Y también triste, porque me hubiera gustado poder ligar los cabos 20 años antes. Lo que es difícil de comprender es por qué no se habían puesto todo sobre la mesa, las biografías de mis padres y de mis abuelos. Lo que, en parte, busca la novela, es la posibilidad de devolverles la palabra. Se trataba de lograr que el silencio, el haberse tragado la memoria, el haber vivido sin poder hablar con claridad, se hiciera palabra real. Y para eso iba mucho mejor el uso de la ficción que la narración histórica. Es como si, de pronto, hubiera dado voz a unos personajes que no la habían tenido.

P. ¿Voz indirecta?

R. La voz silenciada. No se hablaba. Mi padre decía que de los maquis ya hablaríamos algún día. Seguramente tenía ganas de hacerlo, pero ese día nunca llegaba. Y yo tampoco pensaba que fuera un asunto tan importante. La primera vez que tuve noticias de una investigación histórica sobre el maquis que hablaba de un grupo detenido en la masía de mi familia pensé que se trataba de unos que habían pasado por allí y habían sido detenidos por casualidad en mi casa. Me sorprendo a mí misma cuando, más tarde, empiezo a ligar nombres y fechas, cuando me doy cuenta de que se trataba de una gran operación, con casi un centenar de detenidos, y que todo eso se enmarcaba en un movimiento vinculado al final de la segunda guerra mundial y a la creencia de los resistentes españoles de que la guerra iba a seguir en España.

P. El silencio hijo del miedo.

R. Sí y miedo no sólo por uno mismo, también por lo que le pudiera pasar al otro. Pensábamos que la propia actividad podría perjudicar a la familia. Pero esta ignorancia duele y a mi me ha dolido mucho mientras escribía la novela. Y una cosa importante, mi padre prefirió que yo entendiera mal las cosas antes que darme explicaciones. Sólo más tarde he podido interpretar gestos, complicidades, abrazos, amagos de lágrimas que se daban entre los vencidos y que pude ver tras la muerte de Franco. Pero sólo entre ellos, sin contarlo a los demás. De hecho, los que se incorporan a la política a finales de los setenta no son los clandestinos de los años cuarenta sino los de los cincuenta.

P. ¿Por qué?

R. No lo sé. En el caso de mi familia, supongo, porque su compromiso era con la guerrilla. Algo que no pudieron reconocer porque no la reivindicó ni siquiera su propio partido. Hay un momento en que los partidos reniegan de la guerrilla, se deja de lado, se ignora. Y claro, si los tuyos reniegan de tu actuación, de tu militancia, ¿qué te queda? ¿a quién invocar? ¿quiénes son los tuyos?

P. Es decir, perdedores de todo: vencidos por el enemigo, abandonados por los que fueron compañeros.

R. Hay un hecho crucial: el PSUC del exilio cambia con la caída de Joan Comorera, y esto supone un cambio en las formas de ver la política y el propio partido, incluyendo las relaciones entre el PSUC y el PCE. Por diversas razones, los pasos de frontera, la organización en los campos de concentración, tienen una estructura conjunta, un único aparato. Pero las direcciones siguen teniendo dos cabezas y eso provoca tensiones, incluso dramas. Cuando Jesús Monzón es detenido en Barcelona, no se fía del PCE, y recurre a la organización catalana. Estos problemas, consecuencia de la bicefalia, se liquidan con la llegada, a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, de una nueva ola de dirigentes que sustituyen a Comorera. Algunos militantes, mi padre entre ellos, se sienten desamparados. En el caso de la familia Miret (amiga de mis padres y que luego me acogen en su casa en mi etapa universitaria), de forma diferente porque siguieron vinculados a la cúpula del PSUC. Hace poco he sabido que fueron ellos quienes ayudaron a salir de la cárcel al jefe del comando de la guerrilla detenido en mi casa. Lograron que saliera en libertad provisional ofreciéndole un trabajo. Es decir, las cosas nunca fueron blancas o negras. De todas formas, yo he querido escribir la historia de unas personas, no la de los partidos. Deliberadamente he huido de escribir una novela política. Lo que pasa es que, al recopilar la documentación, las fuentes históricas reales, he visto que hay dirigentes que han terminado por reconocer que en aquel tiempo jugaron con la ignorancia de sus propios militantes. Los escritos del dirigente del PSUC Sebastià Piera son muy reveladores. Los escribe muy forzado por el partido que quería que reconociera sus errores y, al final, acaba expulsado y, posiblemente, facilitan su detención. No he podido saber si porque lo delataron o porque no hicieron nada para evitar que fuera delatado. Cuando narra lo que ve en la cárcel, no deja de anotar la soledad de los militantes encarcelados. Y la fuente es un artículo de Santiago Carrillo en el que criticaba la connivencia con el capitalismo. O cuando se ven olvidados, acusados de no haber sido lo suficientemente valientes frente a la tortura. En parte, la novela trata de mostrar que los personajes bailaban, pero no siempre por voluntad propia. El partido les daba la información que creía conveniente para que acabaran bailando.

P. Es decir, sufrieron la mezquindad de los vencedores y el abandono de los vencidos.

R. He tenido poco trabajo para encontrar la mezquindad de los vencedores. El alcalde que sale en la novela existió realmente. Pero no he tratado sólo de mostrar su mezquindad, de hecho, lo que pretendía era mostrar que es tan cruel hacer que alguien, de los propios, acabe en la División Azul, cosa que pasó realmente, como hacer que alguien cruce la frontera con una mochila sabiendo que al otro lado no habrá nadie para hacer la entrega. Hubo peones de las causas, en ambos lados. Y fueron utilizados sin ser tenidos en cuenta, jugando con que tenían unas ilusiones que les llevaban incluso a la muerte.

P. De todas formas, ¡qué tiempos en los que se creía en un futuro mejor!

R. En efecto. Y tenían esa esperanza porque los aliados habían ganado la guerra. En ese sentido, fue una época bonita. Los hombres, incluso cuando estaban manipulados sin saberlo, creían ser los dueños de su destino. Luchaban por el progreso y el cambio. Creían que la revolución era posible. Eso llega hasta muy avanzados los setenta, pero no hasta hoy. Tampoco sé cómo serán las cosas en el futuro. Pero ellos, en la medida en que creían en la posibilidad del progreso, creían también en su propia responsabilidad, por eso actuaban con la intención de dar un cierto sentido a la historia. Y esto tiene una consecuencia clara: pueden vencerte, pero tú no te consideras del todo vencido.

Imagen tomada por Josep LLuís Sellart.

El ciberfetichismo y las almas bellas

Por: | 15 de junio de 2013

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por CÉSAR RENDUELES

En la Fenomenología del espíritu Hegel explica que las almas bellas son esas personas que para preservar su pureza de corazón renuncian a intervenir en un mundo sucio y complejo que inevitablemente mancilla la imagen de grandeza moral que tienen de sí mismas. Es una idea inquietante. En parte porque la mayor parte de los lectores que logran alcanzar las páginas finales de ese ensayo narcótico tienen la sospecha de encajar en el prototipo de alma bella. Pero, sobre todo, porque nos recuerda una tensión muy característica de la modernidad: el pánico a la intervención política en los términos de libertad e igualdad que hemos establecido como su condición de legitimidad.

Confiese. Usted también se ha preguntado cómo es posible que su voto valga lo mismo que el de esa gente. Hablo del conductor que ha estado a punto de matarle en un adelantamiento. De la anciana que se cuela en la caja del supermercado. Del fontanero con-IVA-o-sin-IVA. Hablo de… sí, de cada uno de nosotros, en realidad. La presuposición que subyace a la democracia es escandalosa. La deliberación política en común es aterradora.

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Nietzsche en el Retiro

Por: | 03 de junio de 2013

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“Me llamo a mí mismo el último filósofo”. La cita figura en la portada de El libro del filósofo (Taurus, colección Great Ideas), una de las novedades de estos días. Se trata de un texto breve, con escritos póstumos de Friedrich Nietzsche, aunque escritos cuando era relativamente joven. Un florilegio a mitad de camino entre la reflexión (nunca larga) y el aforismo, lleno de sugerencias para el lector. Dice Miguel Morey, buen conocedor de la obra nietzscheana, que la mejor forma de leer un texto de Nietzsche es leerlo dos veces. Pues este es uno de esos volúmenes que se prestan especialmente a ello: por su brevedad y por su densidad (lo que no implica falta de claridad).

Se abre el texto con una alusión a la función (coincidente, identificable) del filósofo, el artista y “las buenas acciones”. Una dicotomía (filósofo-artista) que se mantendrá a lo largo de todos los escritos, sin dejar de lado las referencias a la ética y a la convivencia. Así (página 10) “el filósofo y el artista hablan de los secretos artesanos de la naturaleza”. Porque la filosofía es “un instinto de conocimiento difícil de contentar” en el que “la belleza reaparece como poder”.

¿Cuál es la función del filósofo? O para ser precisos, del “último filósofo”: “tiene que ayudar a vivir”.

Los filósofos griegos aparecen y reaparecen a lo largo de los escritos, así como Schopenhauer, cuya influencia era entonces muy potente en Nietzsche. Pero también Platón, convertido en verdadero símbolo: “Platón como prisionero de guerra, ofrecido en un mercado de esclavos - ¿para qué quieren los hombres los filósofos? -. Esto permite adivinar para qué quieren la verdad”.

La fijación en los clásicos es un lugar común en toda la obra de Nietzsche. Aquí explica algunos de los motivos: “Heráclito no puede envejecer”. Es decir, la filosofía escapa a la noción de progreso quizás aplicable a otros conocimientos porque “no crece, quiero decir, la filosofía”.  No menos explícito es Nietzsche respecto al maestro de Platón: “Mera confesión: Sócrates me resulta tan cercano que casi siempre estoy luchando con él”.

En paralelo, el lenguaje como aproximación al mundo (o como creación del mundo). “Todas las figuras retóricas (es decir, la esencia del lenguaje) son silogismos falsos. ¡Con ellas empieza la razón!”. Nota marginal: ¡cómo dominan Platón y Nietzsche el uso de la exclamación!.

Hasta aquí, un Nietzsche con la mirada, en apariencia, puesta en el pasado. En realidad mira al futuro. Quien quiera pensar el presente quizás pueda partir de esta afirmación: “Tema favorito de la época: los grandes efectos de lo insignificante”. O si se prefiere mayor actualidad: “¡Si lo que hasta la fecha se ha venido gastando en la construcción de iglesias lo emplease la humanidad en la educación y en la escuela, y si orientase hacia la educación la inteligencia que actualmente se orienta hacia la teología!”.

Y un consejo para caminantes: “Realizo una tentativa para ser útil a quienes merecen ser iniciados oportuna y seriamente en el estudio de la filosofía (…) Existen buenas razones para aconsejarles que no se pongan bajo la dirección de cualquier filósofo de profesión, académico, sino que lean a Platón. Ante todo deben olvidar todos los embustes y hacerse sencillos y naturales”.

El libro, del que Taurus hizo ya una edición más amplia en 1974, llega ahora acompañado de otra obra en la que Nietzsche es, como él hubiera querido, sólo pretexto para un discurso propio: el volumen que le dedicó Martín Heidegger, editado hace unos años por Destino y reeditado ahora por Ariel. Y no es el único en el que Nietzsche es protagonista sin ser autor: Trotta acaba de publicar Cartas a Friedrich Nietzsche, de Cosima Wagner, que arrojan cierta luz sobre las relaciones entre ambos y el compositor alemán a quien Nietzsche admiró y más tarde dijo despreciar. Hasta tal punto que al final de su vida llegó a ponderar alguna zarzuela del maestro Chapí como superior a las óperas wagnerianas. No engañó a nadie.

Freud y la literatura

Por: | 25 de mayo de 2013

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por PATRICIA DE SOUZA

Tal vez exista un punto de encuentro, un puente entre la literatura y el psicoanálisis, una genealogía que no ha sido reconocida públicamente (sobre todo el método, hay que “narrarse” durante la cura), y que sin embargo está implícita en la simbología del psicoanálisis. A lo mejor también la literatura como el psicoanálisis se encuentran en pleno retroceso frente a las teorías “cientistas, positivistas, concretas”. Lo que hasta ahora hemos llamado “inconsciente” han sido las marcas, heridas, “traumas” que muchas veces impiden vivir aunque no sea imposible darles la espalda y seguir viviendo como si nada, Nabokov nunca ocultó su fobia hacia el psicoanálisis, él veía en la escritura una forma de verdad irrevocable, concreta, completa.

Cierto, el psicoanálisis y la literatura han heredado valores de la Ilustración y no han abandonado sus ganas de luchar contra una forma de “oscurantismo” del pensamiento, tanto el psicoanálisis como la literatura han tratado de iluminar los espacios de sombra, pero la pregunta es ¿qué tiene que ver el psicoanálisis con escribir? Es quizás lo primero que se preguntó Sigmund Freud y que Edmundo Gómez Mango & J.B. Pontalis (Freud avec les écrivains, Gallimard 2013) tratan de elucidar en este libro acerca de Freud y los escritores, cuáles serían esas deudas “no reconocidas”, donde están sus encuentros y puntos de unión, sus nudos. Por ahora, seguimos teniendo muchas preguntas sin respuesta, preguntas sobre lo que significa el inconsciente (“el inconsciente son los otros”, dijo Lacan), las pulsiones de vida y de muerte, la sexualidad y el deseo, comprender lo que Sigmund Freud quiso nombrar como “la ciencia del alma” y que la literatura siempre ha tratado de sondear, de mostrar, sin pretender ninguna clasificación científica, un instrumento de reconstrucción más que de demostración.

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La reconquista del sentimiento

Por: | 19 de mayo de 2013

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por SERGIO DEL MOLINO

Desde que las primeras vanguardias los pusieron en cuarentena, los sentimientos han sido sospechosos. Llevamos más de cien años renegando de las emociones intensas en la literatura. Teníamos nuestras razones. Dos matanzas mundiales dieron la razón a quienes abominaban de una concepción demasiado romántica del arte y de las letras. Hubo incluso quien proclamó que escribir poesía después de Auschwitz era tan criminal como Auschwitz mismo. La intimidad devino frívola. Las emociones, peligrosas. Adorno y su amigo Horkheimer lo dejaron claro en una de las reflexiones sobre la cultura más influyentes del pasado siglo, Dialéctica del iluminismo. Echaban la culpa de la destrucción misma del arte a la industria cultural, que, en su insaciable búsqueda de oro, había consentido que las emociones más primarias y abyectas embrutecieran a unas masas ya de por sí muy embrutecidas. Atontaron a la gente —sostenían— con jazz sincopado y cine de romances de baratillo, desintelectualizando la experiencia artística.

Los escritores reaccionaron con más intelecto. Las emociones podían estar bien para las masas, pero el Arte con mayúscula debía situarse por encima de ese sentimentalismo plañidero. Los autores que abogaban por una exploración radical y solipsista de los sentimientos fueron despreciados, especialmente, en Europa. Salvo Nabokov y alguna otra excepción, los escritores que se miraban en el espejo de Marcel Proust parecían decadentes y estrafalarios aristócratas que pedían a gritos que alguien les guillotinara. En Europa, de la mano del existencialismo y sus muchos post-ismos, la literatura se entregó a una competición de juegos florales cada vez más metaliterarios y divorciados de los gustos populares. En Estados Unidos, convivieron dos intensidades impostadas: la de la  generación beat y su épica de los vagabundos, y la del realismo sucio y su lírica de los barrios residenciales. La primera murió, pero la segunda sigue marcando el tono de la narrativa contemporánea. En ambos casos, sin embargo, se trataba de buscar la trascendencia a través de la intrascendencia. Los alumnos de Kerouac buscaron la intensidad fingiéndose mendigos y persiguiendo el éxtasis químico. Los alumnos de Cheever exploraron esa misma intensidad contemplando la inanidad de una vida gris y adocenada sin aventuras ni secreciones de adrenalina. Pero ni Kerouac ni Cheever se enfrentaron a dolores groseros y totales. Sus dolores eran inaprensibles, adolescentes y sutiles. Dejaron los dolores de alarido y lágrima gruesa al bolero y a la telenovela.

Como la literatura renunció al sentimiento, los mercachifles, los trileros y los nigromantes que se intitulan psicólogos colonizaron ese territorio que los escritores entregaron al enemigo sin ofrecer resistencia. Entre explosiones de cinismo y versiones bastardas del distanciamiento de Brecht, nos quedamos solos, lamentando que las masas no consintieran leer nuestras sofisticadas genialidades y nuestros inanes cuentos de autoficción. 

La actual renovación de un género durante mucho tiempo vilipendiado, el memoir de duelo, es quizá un síntoma de que algunos escritores queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los gurús y los depredadores de lo cursi. A través de unos relatos que, en el más contenido y sobrio de los casos, siempre serán desgarradores, devolvemos a la literatura parte de la intensidad a la que renunció cuando empezó a burlarse de la hiperestesia de Proust. Al escribir sobre la muerte de nuestros amados y de nuestros amantes, no solo nos entroncamos en una poderosa tradición que, en castellano, empieza en Jorge Manrique, sino que resucitamos la capacidad de emocionar. Un poder que los escritores literarios dosifican y parecen usar con complejo de culpa.

Los recientes memoirs de Francisco Goldman (Di su nombre) y Joan Didion (Noches azules), en el ámbito anglosajón, o de Abad Faciolince (El olvido que seremos) y Giralt Torrente (Tiempo de vida), en el hispano, demuestran que el testimonio de la pérdida y del dolor, por sí solo, no basta para emocionar. Solo un enfoque genuinamente literario —como el que se percibe en estas obras— puede desarmar el tinglado cursi, infantil, condescendiente y ñoño que la autoayuda y sus derivados seudoliterarios y new age han montado sobre las cenizas de nuestros sentimientos.

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En la imagen, Joan Didion y su marido, John Dunne, en 1977. 

Artículo publicado en Babelia, suplemento del diario EL PAÍS, el 18 de mayo de 2013.

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Sergio del Molino (Madrid,1979) es escritor. Su último libro es La hora violeta (Mondadori).

 

El País

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