
Grupo de toreros y simpatizantes que presentaron las firmas. Foto: Uly Martín
El pasado 22 de marzo se presentaron en el Congreso de los Diputados casi seiscientas mil firmas que pretenden ser la antesala de una ley que proteja la tauromaquia como Bien de Interés Cultural, de obligado reconocimiento en todo el país, y de camino restablezca en Cataluña la libertad que nunca se debió cercenar y frene los deseos bien controlados de aquellos otros que pretendan un objetivo similar en otros puntos de este país.
Si a ello se le añade una deseable sentencia favorable al recurso de inconstitucionalidad presentado en su día por el PP contra la decisión del Parlamento de Cataluña que prohíbe la celebración de festejos taurinos en esa comunidad, de aquí a nada -seis meses o un año, tal vez- miel sobre hojuelas: volverán los toros a Barcelona, nadie osará poner en tela de juicio la tauromaquia y todos felices comiendo perdices…
Aunque parezca una broma, aún queda mucha gente de buena fe que está convencida de que lo que antecede puede ser una feliz realidad a corto plazo. ¡Largo me lo fiáis en un horizonte que se presume lejano…!
Es una magnífica noticia que seiscientos mil españoles hayan estampado su firma y su dni para defender la tauromaquia; y muy loable el esfuerzo de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña, impulsora de la ILP, pero, lastimosamente, el futuro de la fiesta de los toros no va a depender de que sea declarada como Bien de Interés Cultural o se gane el recurso ante el Tribunal Constitucional. De ninguna manera.
Si todo sucede como la afición desea, la fiesta de los toros quedará blindada intelectual y culturalmente, y se restablecerá la libertad perdida, pero no se habrá ganado el futuro. Los toros dejarán de estar prohibidos en Cataluña, lo que no significa que se vuelvan a celebrar festejos; de hecho, ninguna norma obstaculiza que se lidien toros en Canarias, y hace años que no se ve un pitón en las islas. Que se considere la fiesta como un Bien de Interés Cultural no supone que las administraciones faciliten la celebración de festejos ni, lo que es más grave, que se promueva la afición.
Dicho de otro modo: el futuro hay que ganarlo en las plazas, en las ganaderías, en los despachos empresariales, en las mentes de los toreros, en la modernización del espectáculo, en la recuperación de la emoción… ¿De qué sirve que se le añadan galones culturales a los toros si, después, se anuncian ferias tan anodinas, insulsas e insustanciales como las de Sevilla y Madrid? ¿De qué sirve si se amparan el fraude y la manipulación? ¿De qué si la gente huye de las plazas presa del más bochornoso aburrimiento?
Y que nadie se engañe: en Cataluña no hay toros porque no hay afición. Y prueba de ello es que los mismos que los han prohibido permiten los correbous, porque los políticos se sienten incapaces de enfrentarse a una arraigada tradición. (Por cierto, se puede no ser aficionado a la fiesta y estar en contra de su prohibición, lo que explicaría los miles de firmantes catalanes a favor de la ILP).
En fin, que estará muy bien que el Parlamento español apruebe una ley que beneficie a la fiesta, pero será papel mojado, si no quemado, si esta fiesta no consigue ponerte la carne de gallina y que te olvides lo dura que es la piedra del tendido.