Por enésima vez en las últimas décadas, el Ministerio de Agricultura ha puesto en marcha una iniciativa para lograr un cambio en la estructura de las cooperativas agrarias y conseguir una mayor eficiencia en la actividad de las mismas, tanto para las políticas de compras de medios de producción, como para la comercialización y transformación de sus productos. Hoy, este nuevo intento, que con seguridad no va a ser el último, tiene el nombre de una Ley ya aprobada de Integración Cooperativa y la aplicación correspondiente de un Plan con ese mismo objetivo, poteniando la constitución de cooperativas llamadas prioritarias cuando tengan carácter supra autonómico y con unos determinados volúmenes mínimos de facturación.
Sobre el papel, las cerca de 4.000 cooperativas que funcionan en el territorio, con una facturación superior a los 25.000 millones de euros, 1,2 millones de socios y el 60% de la Producción Final Agraria, constituyen una columna vertebral de la actividad en el sector agrario. Sin embargo, por unas u otras razones, porque su desarrollo organizativo ha sido escaso o por debajo de lo que avanzó la competencia, la realidad es que, salvo una docena de grupos en diferentes sectores que operan y compiten en todos los mercados desde posiciones de fuerza, a la mayor parte del sector le queda un amplio camino por recorrer.
La actual iniciativa de la Administración agraria se concreta en esa Ley integración cooperativa por la que se prevén destinar casi 500 millones de euros en los próximos años a través de los Planes de Desarrollo Rural, en función de las políticas que apliquen las Comunidades Autónomas y donde las medidas de incentivos u otro tipo de actuaciones están por definir. Pero,lo que parece más que evidente, es que esa nueva política que se quiere impulsar para el sector cooperativo debe ir más allá de la simple integración de estructuras físicas e incluso, lo más importante, de la integración de las estructuras de gestión y comercializadoras.
Un cambio en el sector cooperativo debería partir, de entrada, de una política de formación en el propio sector agrario. La cultura cooperativa no se genera de un día para otro y, salvo en determinadas zonas del territorio donde tiene un gran arraigo, en el resto, aunque funcione la cooperativa y el agricultor acuda a la misma para entregar todo o parte de su producción, no existe esa cultura, no se cree en la misma.
A partir de esa cultura, la cooperativa requiere participación. Uno de los argumentos más generalizados en este sector para rehuir esa participación en la actividad de la cooperativa, es que en las mismas están los de siempre. Es probable que, en muchos casos sean personajes que no se quieren apear del carro y que tienen ya la cooperativa como su casa propia. Pero, en otras ocasiones, hay cargos que siguen porque no hay nadie dispuesto a entrar.
La actividad cooperativa requiere una gestión de profesionales remunerados y eso solamente se puede hacer si la estructura maneja un volumen suficiente de negocio.
Con cerca de esas 4.000 cooperativas y una facturación media engañosa de 6,7 millones de euros, la política de integración es una de las asignaturas pendientes del sector.Y, lo primero que le puede salir a uno de la cabeza, es diezmar ese número para ser más eficientes. Sin embargo, lo cierto es que, salvo en un mismo espacio territorial, un pueblo donde haya dos bodegas o dos almazaras, lo que supone también más empleo en ese luga con una duplicidad de estructuras y costes, ese no sería el problema. La integración cooperativa más urgente es la política de gestión comercial de las producciones en menos manos, sin necesidad de que las mismas tengan una misma ubicación física, algo que ya llevan a cabo los principales grandes grupos y donde es indispensable que entren más cooperativas de primer grado.
Finalmente, un tema para el debate. La democracia, un socio, un voto es una de las reglas de oro de la economía social que representa el espíritu cooperativo y es lo que se defiende desde una parte del sector argumentando que quienes quieran otra cosa tienen la puerta abierta para hacer otro tipo de sociedades. Pero, la realidad es que, siendo una economía social, las cooperativas se hallan y compiten en un mercado de empresas con otras reglas de juego en la toma de decisiones. Yo no puedo ser socio de una cooperativa ganadera con unas compras mínimas y tener la misma capacidad de decisión o interés de otro con miles de animales en sus granjas, pero tampoco permitir que, en una cooperativa la dominen entre cuatro grandes para obtener unos beneficios fiscales o de otro tipo a cuenta de miles de pequeños. Hacer un ajuste en aras de un equilibrio entre intereses no exactamente coincidentes, parece un reto razonable en un sector donde cada Comunidad Autónoma tiene o va camino de tener su propia ley, diferente a la del vecino.
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