La última semana de noticias en Colombia desmoralizan al más optimista. Lo dejan a uno sin ganas de seguir escribiendo, ni denunciando, ni investigando: sin ganas de nada. Revelan un país con una descompostura honda.
¿Cómo puede ser que no haya una protesta callejera, masiva, un cacerolazo airado, luego de que sin tener aún las pruebas suficientes, un fiscal resolviera capturar a Sigifredo López? Este es un sufrido ciudadano que se pasó siete años de su vida secuestrado por las Farc en la selva (del 2002 al 2009), y a quien le salvó la vida precisamente no ser del agrado de los desalmados guerrilleros que lo castigaron, separándolo de los otros doce diputados del Valle que fueron secuestrados con él (según se supo luego por el computador de Raúl Reyes, uno de los jefes máximos muertos por el gobierno). (Ver hermosa galería con la vida de sigifredo López en El Tiempo.com)
En un combate equivocado, donde dos grupos de las Farc se atacaron uno a otro, fueron asesinados los doce diputados que estaban juntos (2007) y por eso López salvó su vida. Ahora, sospecha la Fiscalía, que fue López quien le dio la información a la guerrilla para el secuestro de él y de sus colegas. Dice que tiene una grabación, un video borroso, un audio de una voz parecida… nada definitivo.
Los años de sufrimiento le deberían dar a Sigifredo López por lo menos el derecho de preservar su buen nombre y su libertad hasta tanto no se demuestre, sin duda alguna, si es en realidad culpable. ¿Cómo permitimos los colombianos que lo esposen, sin tener evidencias certeras? ¿Ver tanto dolor ya nos sacó callo, ya nada nos conmueve?
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Esta semana también nos enteramos que alguien le robó el reloj al ex ministro Londoño, minutos después del atentado, cuando su cara herida aún chorreaba sangre. Londoño dijo que fue un paramédico que lo atendió que le pidió el reloj para cuidárselo. El paramédico defiende su honestidad a toda costa. Todo el episodio da vergüenza. ¿En qué clase de sociedad trastornada tiene un sobreviviente de una bomba que andarse cuidando además de un raponazo?
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Y para culminar la semana, un sicario entró disparando a la casa del sindicalista Adolfo Devia y aunque le erró el tiro contra Devia, mató a su hermano e hirió a otros miembros de su familia. Un mes antes había sido asesinado Daniel Aguirre, presidente y fundador del Sindicato de Corteros de Caña (quienes habían hecho una larga huelga hace unos años) y dos meses atrás mataron al líder sindical de los trabajadores del transporte masivo de Cali.
Para conseguir la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, el gobierno colombiano se comprometió a un plan de acción, que tenía como prioridad parar los asesinatos a sindicalistas. Sin embargo, en el primer año del plan de acción que se cumplió en abril pasado, fueron asesinados 28 sindicalistas, dos fueron desaparecidos y 500 habían recibido amenazas de muerte, según informó la Escuela Nacional Sindical. Desde 1986 hasta abril pasado iban 2.921 sindicalistas acribillados en Colombia.
¿Qué clase de democracia es la que sistemáticamente prohíbe, persigue, y mata a los trabajadores que se organizan para hacer valer sus derechos? ¿Y por qué las mayorías trabajadoras no se pronuncian?
Si después de todo lo que este país ha sufrido con el secuestro, no siente nada frente al abuso judicial contra un secuestrado; después de todo lo que ha llorado por los atentados, corre a robar a las víctimas; después de toda la presión nacional e internacional para que cese la persecución a los sindicalistas, siguen matándolos impunemente, entonces uno pierde el aliento, y no le quedan ganas de volver a denunciar, ni de escribir; sin ganas de nada, en un país que ratos parece, como ha dicho tantas veces el escritor Fernando Vallejo, que no tiene composición.