Barack Obama responde preguntas de tuiteros (reales) en 2011. /MANDEL NGAN (AFP)
Si no se hubiera mencionado a los famosos, nadie hubiera cuestionado el ADN de Twitter. The New York Times abrió una caja de Pandora mediática el miércoles pasado, al publicar un reportaje titulado Seguidores a la venta, en el que se volvía a poner en duda el silogismo que sustenta la red social: que cuantos más seguidores tiene una cuenta, más popular es la persona que escribe en ella. Se explicaba en el texto que muchos seguidores son en realidad cuentas fantasma, gestionadas no por individuos sino por consultoras o empresas que las maneja en masa usando un software .
No es que las revelaciones del artículo fueran especialmente revolucionarias –lo dicho en él el secreto peor guardado de Twitter-, pero el tema nunca antes había tenido la repercusión internacional que se ha visto esta vez. La culpa era de tres de los últimos párrafos, que usaban dos famosos como ejemplo y, como siempre en Twitter, hacían de toda la teoría algo mucho más tangible y real. Resulta que Lady Gaga, el ser humano más seguido en Twitter con 29 millones de seguidores, podría tener un 71% de abonados fantasma. A Barack Obama le pasaba algo parecido: el 70% de sus 19 millones de seguidores podrían ser falsos. Todo esto según Fake Follower Check, un invento de la agencia StatusPeople que determina cuántos seguidores fantasma tiene cada cuenta.
La cosa fue creciendo como una bola de nieve hasta convertirse en una suerte de crisis metafísica de la forma en la que entendemos Twitter. Varios centenares de medios se plantearon que si un porcentaje tan alto de cuentas son fantasmas, ¿es porque Obama y Lady Gaga las han comprado a una de las miles de empresas que vende seguidores en masa? ¿O es que sencillamente Twitter está lleno de fantasmas creados por agencias de publcidad o, peor, spam? Y si esto no afecta solo a los famosos, ¿hay que replantearse el valor de un seguidor, la sacrosanta medida de significado en Twitter?