A la política española nunca le ha caracterizado su sentido del humor. Es más, lo complicado es encontrarle un rasgo que la caracterice en lo formal, como la teatralidad a los líderes estadounidenses y la grandilocuencia a los franceses. Nuestros políticos son gente seria, preferiblemente indistinguible de la institución que buscan representar, y, puestos a pedir, más dada a derrotar por aburrimiento que a ganar destacando. La política de aquí, entendida como un ente, suele tener la inteligencia emocional de un libro de derecho.
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— Mª Dolores Cospedal (@mdcospedal) Mayo 8, 2014
Y tan acostumbrados estamos los votantes a esto que cualquier expresión de individualismo, cualquier ocasión en la que la persona cobre protagonismo por encima del cargo, lejos de parecer algo lógico e incluso a celebrar, se encaja como una disonancia, como si al político en cuestión lo hubiéramos pillado declarando la guerra con la bragueta abierta. Le pasó a Federico Trillo con aquel Mandahuevos todavía insuperado en nuestra cultura administrativa y, salvando las distancias, le ha ocurrido a María Dolores de Cospedal.
— Pretentious Asshole (@eleptric) Mayo 8, 2014