CARME TORRAS
La fascinación por los cuerpos y mentes artificiales, tan antigua como la capacidad de fabulación humana, tomó fuerza con las ideas filosóficas de la Ilustración y ha evolucionado pareja al desarrollo tecnocientífico hasta nuestros días.
Después de que autómatas como el Pato de Vaucanson o el jugador de ajedrez de von Kempelen cobraran vida en el siglo XVIII, los androides irrumpieron en obras de ficción especulativa del XIX, como “El hombre de la arena” de Hoffmann o “Frankenstein” de Shelley, suscitando emociones contrapuestas: enamoramiento, en la primera, y repulsión, en la segunda.
Mientras en el ámbito tecnológico el interés
se iba centrando en dar utilidad a estos ingenios, en el ámbito literario se
exploraban los aspectos íntimos y morales
que tales seres artificiales podían llegar a plantear.
Paralelamente, en foros matemáticos se
especulaba sobre la posible automatización del razonamiento lógico: Leibniz,
Boole y Frege acariciaron sucesivamente este sueño, que en el siglo xx Hilbert enunció como el problema de
la decisión. Turing dio respuesta negativa a esta cuestión al proponer un
modelo formal de razonamiento, la máquina de Turing, y un problema indecidible:
el de asegurar que dicha máquina proporcionaría una respuesta para cualquier
entrada.
Zanjada la posibilidad de mecanizar
enteramente el pensamiento racional, Turing se planteó si por lo menos una
máquina podía emular la mente humana en una conversación hasta el punto de
engañar a un juez humano. El celebrado test de Turing ha sido excelentemente
tratado en una entrada
previa de este mismo blog, donde se apunta que “abre dos posibilidades para
crear máquinas inteligentes: hacer que los programas sean cada día más
complejos y sofisticados, o hacer que la gente lo sea menos”.
Una similar perspectiva abren hoy en día los
llamados robots sociales, que
focalizan gran parte de la investigación actual en robótica y que en los
próximos años veremos atendiendo a discapacitados y personas mayores,
realizando tareas domésticas, actuando como maestros de refuerzo, como
dependientes en centros comerciales, recepcionistas, guías en museos y ferias,
e incluso haciendo las veces de
“canguros” y compañeros de juegos.
Diversos grupos en universidades y centros de
investigación están llevando a cabo proyectos en este ámbito. A modo de
ejemplo, en el Instituto de Robótica e
Informática Industrial (CSIC-UPC) donde trabajo, se han completado
recientemente los proyectos europeos Paco-Plus
y Urus, encaminados al desarrollo de un robot asistente de cocina
y un robot
guía en entornos urbanos, respectivamente. Otros proyectos vigentes relacionados
son Garnics e IntellAct, donde se abordan los
requerimientos de percepción y manipulación de un robot jardinero y un robot
para realizar tareas de mantenimiento, así como Arcas, dedicado al ensamblado de
estructuras mediante robots aéreos.
Estos robots destinados a desempeñar su
actividad en entornos humanos son los sucesores de los robots industriales que
a mediados del siglo pasado empezaron a realizar tareas rutinarias en cadenas
de producción, al tiempo que el género de ciencia-ficción anticipaba el futuro
con obras como “Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” de Dick o,
especialmente, “Yo, robot” de Asimov, donde se plantean las famosas tres leyes
de la robótica en un primer intento de dotar
de ética a la máquina.
Como tantos otros intentos pioneros, éste
también ha pasado de la ficción a la realidad, dando lugar a diversas
iniciativas y proyectos de roboética. Asimismo, se está tratando de facilitar a
dichos robots sociales el acceso a recursos similares a los desarrollados para
las personas, incluyendo un World Wide Web que les permitirá compartir
conocimientos y experiencias, según prevé el proyecto Roboearth.
La confluencia de ciencia y ficción se ha
acelerado en los últimos años. Incluso una revista tan prestigiosa como Nature
dedicó en 2007 un número monográfico
a los universos paralelos, cuya editorial decía: “La ciencia-ficción seria se
toma la ciencia seriamente. [..] No predice lo que el futuro nos deparará, pero
proporciona una intuición de lo que podría suceder, ayudándonos a anticipar cómo
nos sentiremos cuando una manera de ver el mundo deje paso a otra.”
La investigación en robótica y la
robótica-ficción también tienen un punto de encuentro en la sala de los robots
famosos (“The Robot Hall of Fame”) de la universidad de Carnegie-Mellon, creada en el 2003 para llamar la atención
sobre la creciente aportación de los robots a la sociedad.
En cada edición se
rinde homenaje a cuatro robots, ya sean reales o ficticios. Así este año han
sido destacados: el entrañable Wall-e,
el robot educativo Nao, el PackBot que intervino tras el desastre
de Fukushima, y el cuadrúpedo BigDog.
La robotización suele verse como parte de la
tecnificación de la sociedad. No obstante, a la típica controversia sobre si la
tecnología nos hace más libres como individuos a expensas de hacernos más
vulnerables como especie, la robótica añade nuevos matices al entrar en el
terreno de la afectividad y la identidad. En palabras del filósofo Robert C.
Solomon, “son las relaciones que hemos construido las que a su vez nos
modelan”. De ahí surge la cuestión: ¿Por qué tipo de robots queremos los seres
humanos ser modelados?
Retinas artificiales, vestidos sensorizados,
exoesqueletos, telepresencia… las prótesis inteligentes amplían nuestro cuerpo.
Convivir con mayordomos y niñeras artificiales, estudiar con profesores
robóticos, o compartir trabajo y ocio con humanoides… ¿potenciarán nuestro
intelecto y hábitos sociales, o los atrofiarán? ¿Qué nuevas capacidades y emociones
desarrollaremos? ¿Aumentará la brecha digital entre usuarios y no-usuarios de
robots?
Carme
Torras es profesora de investigación del CSIC. También es autora de la novela “La
mutación sentimental” (Editorial Milenio, 2011), en la confluencia de la investigación
robótica y la ciencia-ficción.