Se lamenta Mario Vargas Llosa en su último ensayo, La civilización del espectáculo, de la banalización de la cultura, del inmenso y perverso condicionante que supone identificar lo más con lo mejor, la cantidad como sinónimo de calidad. Claro que si lleváramos este acertado diagnóstico hasta sus últimas consecuencias, lo que en realidad se está denunciando es la irrupción y control absoluto del mercado en el ámbito de la cultura, algo que a los grandes y honestos liberales como Vargas Llosa debería llenar de satisfacción pues no deja de ser una glorificación de una de las piedras angulares de su concepto del mundo.
En todo caso, Vargas Llosa tiene razón al denunciar la progresiva pérdida de sustancia de la cultura y, naturalmente, del papel que en ella juegan los intelectuales. No hay nada más que asomarse a cualquiera de las muchas tertulias televisivas para comprender los lamentos del escritor. En 15 o 20 minutos, un grupo de elegidos y elegidas opinarán sobre: la Ley de Estabilidad Presupuestaria que fija el déficit cero para las Administraciones públicas; la amenaza del Gobierno argentino de nacionalizar la petrolera YPF; la reforma del Código Penal prevista por el Gobierno; la actitud infame de Sor María Gómez negándose a declarar en el juzgado por el caso de los robos de bebés para, horas después, proclamar su inocencia en un comunicado a los medios, contando, eso sí, con el silencio absoluto de la jerarquía eclesiástica, tan dicharachera y contestataria en otras ocasiones. La guinda tertuliana podría ser el análisis de por qué el Rey no ha ido a visitar a su nieto Froilán en los días que estuvo hospitalizado tras su accidente con una escopeta. 15 o 20 minutos de opiniones pedestres que dejan satisfechos a los responsables de los programas y dan totalmente la razón a Mario Vargas Llosa.
Y para que la incoherencia llegue al último rincón de este blog, pasemos a hablar de la gala de ayer de Gran Hermano, récord de audiencia de los programas emitidos en el mejor horario de las cadenas con sus 3.135.000 espectadores. El programa, quizá porque ya lleva tres meses de duración o por el inevitable bajón de las neuronas de los guionistas, lo cierto es que ya no tiene la alegría que sí tuvo en las primeras semanas. Las galas son más previsibles y planas, los concursantes muestran su cansancio con brotes de hipersensibilidad y piques permanentes, y el amor, naturalmente, sube y baja al ritmo que impone la rutina.
Curiosamente, y tras expulsar y machacar al rústico Sergio por su concepto cavernícola de las relaciones personales, la cadena no para de darle pellizcos de monja semana tras semana a la canaria Noemí, tras explotar, eso sí, hasta la saciedad sus devaneos carnales con Ales y con Fael. Parecen no percatarse que tan retrógradas son las ideas del andaluz como poner en la picota continuamente la libertad de la canaria. Pipi sigue comiéndose el tarro por su comportamiento con Sergio. Hugo ha decidido romper unilateralmente con su novia de fuera para evitarla más sufrimientos al comprobar, dentro, su atracción por María. Danonino está triste y se quiere marchar, y Pepe sigue poniendo esa cara de no entender absolutamente nada mientras calcula la táctica a seguir. Un desastre.
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