¿Qué sentirán los diputados y dirigentes del partido en el poder al aprobar las leyes de las que llevan tiempo alardeando con el voto exclusivo de sus propios diputados, sin el apoyo de nadie más que de sus disciplinados dedos de apretar el botón del "Sí"? ¿Creerán de verdad que el resto de los representantes parlamentarios -desde la izquierda tradicional a la derecha nacionalista- están equivocados, o que sólo ellos poseen la verdad? Y no hablamos de temas tan obvios como la corrupción en la que sus constantes negativas a cualquier posibilidad de investigación en realidad responde a un elemental instinto de supervivencia, ni de realidades tan crueles e injustas como el galopante empobrecimiento ciudadano. Hablamos de algo más sutil, complejo y, al parecer, intranscendente como es la ley de Propiedad Intelectual, de la cultura.
Autores, sociedades de gestión, editores, internautas, espectadores, lectores, viven en un mundo en el que las nuevas tecnologías han ido muy por delante de las legislaciones, un mundo nuevo al que la ciudadanía también se ha adaptado con mayor e inmediata fluidez que una clase política anclada con frecuencia en conceptos endogámicos en lo político y en la confortable defensa de sus privilegios en lo personal. Todo chirría en esta nueva ley de la Propiedad Intelectual que nace con las reticencias de la industria cultural, del Consejo de Estado y del Tribunal Supremo. Significativamente, los únicos que no han protestado son los operadores de la telefonía e internet, las grandes empresas que han divulgado y potenciado la engañosa "cultura de lo gratis" en el consumo de los productos audiovisuales, una gratuidad que engorda considerablemente sus propios balances.
En realidad, chirría el propio concepto de propiedad: ¿por qué, por ejemplo, las tierras que conquistaron hace siglos a golpe de espada los nobles perpetúa su propiedad ad infinitum, salvo que la indolencia de sus descendientes les obligaran a venderlas a algún pirata de la revolución industrial, del estraperlo o de las finanzas, mientras que las obras creadas con el talento y el esfuerzo de sus autores prescriben sus derechos a los 50 o 75 años? ¿Se imaginan que las propiedades de la duquesa de Alba prescribieran a los 75 años, o la riqueza de esos 20 españoles que amasan una fortuna equivalente a los ingresos de14 millones de ciudadanos, según el último y demoledor informe de Intermón Oxfam? Lo dijo Malcolm X: "si no podemos sentarnos todos a la misma mesa, rompámosla y sentémonos todos en el suelo".
De vuelta al ámbito de la cultura, un tema que, ¿para qué engañarnos?, a la clase política le preocupa poco, resulta bochornoso el que mes tras mes, año tras año, el PP mantenga ese 21% del IVA a la vez que tenemos que soportar diariamente mantras como los de que "hemos salido de la crisis", "somos el país que más ha crecido en Europa", "nuestro sistema financiero está estupendo". Se ha llegado a tal punto de desprecio por lo cultural que hasta los patronos de los principales museos, gente de orden y de consejos de administración, se han sentido engañados por la política fiscal del mecenazgo. Un punto en el que unos cómicos para eludir ese insoportable 21% venden revistas pornográficas (un 4% de IVA) en la taquilla del teatro y regalan la entrada para la función.
Son tiempos de bochorno en los que, esporádicamente, surgen actitudes extraordinarias como la de Jordi Savall (ver foto) que ayer anunció en una carta abierta al ministro Wert su renuncia al Premio Nacional de Música que le acababa de ser concedido. Comenta en la misiva que agradece el premio, pero que no puede aceptarlo para "no traicionar sus principios y sus convicciones más íntimas", puesto que la distinción procede de la principal institución del Estado responsable del "dramático desinterés y de la grave incompetencia en la defensa y la promoción del arte y de sus creadores". Un tiempo en el que los niños saben quienes son los Bárcenas, Roca, Pujol, Blesa, Rato, Granados o Cotino a la vez que desconocen a los Savall, Caro Baroja o Barceló, por citar a unos pocos.
Finalicemos ésta inútil defensa de la cultura en una sociedad que hace tiempo entronizó a los depredadores económicos y ensalzó la especulación financiera, con un nuevo párrafo de la carta de Jordi Savall: "La ignorancia y la amnesia son el fin de toda civilización, ya que sin educación no hay arte y sin memoria no hay justicia. No podemos permitir que la ignorancia y la falta de conciencia del valor de la cultura de los responsables de las más altas instancias del gobierno de España, erosionen impunemente el arduo trabajo de tantos músicos, actores, bailarines, cineastas, escritores y artistas plásticos que detentan el verdadero estandarte de la Cultura y que no merecen sin duda alguna el trato que padecen, pues son los verdaderos protagonistas de la identidad cultural de este país".