Dentro de las posibles subdivisiones de lo que podríamos llamar "la clase dirigente", hay dos grupos que han crecido últimamente como la espuma y que se necesitan el uno al otro: los pícaros y los incompetentes. Es mas, los primeros han nacido y desarrollado bajo el amparo de los segundos. Y sin duda, uno de los mayores estímulos para éste desbordamiento de pícaros sea el de las mayorías absolutas parlamentarias puesto que quienes las obtienen tienden a considerarlas un sinónimo de "cheque en blanco", además de traspasar continuamente la linde que separa lo público con lo privado.
Probablemente el caso más significativo en el que se unen esos dos subgrupos sea el de Miguel Blesa, un técnico de Hacienda que con el tiempo accede a la presidencia de Caja Madrid gracias a algunas tardes o noches de risas y copas en un Logroño en las que sus vecinos y colegas eran los Aznar. Con tales méritos, Blesa inicia una carrera financiera que se acabará convirtiendo en el mayor desastre de la historia económica española, un desaguisado cuyas novedades y consecuencias sigue contemplando desde algún confortable y alfombrado salón en urbanización de lujo.
Ver en Más vale tarde, en Las mañanas de Cuatro o en Al Rojo Vivo el desglose de los gastos con las tarjetas opacas de altos cargos y consejeros de Caja Madrid es un canto a la picaresca pero aún es más indignante -si llegado a un punto la indignidad puede ser medida- las explicaciones que ofrecen quienes disfrutaron ilegítimamente de unas prebendas concedidas por un técnico de Hacienda que acabó convertido en una especie de virrey o señor feudal. Escuchar a pícaros como Arturo Fernández explicar que no sabía que eran opacas, él que ha sido denunciado por pagar en negro a una buena parte de sus trabajadores, es una desfachatez sólo comparable con su necedad y si, además, se le permite continuar unos meses más como representante de los empresarios madrileños para finalizarsu proyecto de código ético, el sarcasmo adquiere una nueva dimensión.
Comprobar que la en su día gran esperanza blanca de la derecha, Rodrigo Rato, tiene en sus genes los mismos apetitos depredadores de los despojos que su antecesor en el último de sus cargos ejecutivos es situar el listón de las esperanzas conservadoras en el subsuelo. Que Juan Iranzo, catedrático de Economía Aplicada (muy aplicada habría que añadir), decano del colegio de Economistas y consejero de varias entidades (de dos de ellas ya le han expulsado), esté pensando en querellarse contra Bankia, como así lo anunció en la cavernícola 13 TV, porque se considera engañado al estar convencido de que el uso de las tarjetas opacas era un complemento legal y declarado ante Hacienda es una desvergüenza.
Que uno de los representantes de Izquierda Unida en el consejo de la finca de Blesa, Moral Santín, tras utilizar en 700 ocasiones los cajeros automáticos en el período en que disfrutó de la tan mencionada tarjeta y sacar de los mismos 366.500 euros sobre un total de 456.522 -medalla de plata en el podium de los pícaros- para sus lujosos caprichos, nos diga en La Sexta Noticias que "si tengo que devolver el dinero, tendré que pedir un préstamo" es la comprobación de que el cinismo no es patrimonio exclusivo de la derecha, aunque bien pensado eso lo debíamos saber desde los primeros tiempos de la transición democrática cuando surgieron nombres señeros de la picaresca como el de Juan Guerra.
La lista es mucho más larga, y eso que sólo hablamos de Caja Madrid y Bankia. Si se incluyeran las tramas Gürtel, Brugal o Pokemón, o los casos Nóos, Emarsa, Palau o las calatravadas, por citar tan sólo unos pocos, podríamos llenar una Enciclopedia Espasa, por lo menos. Pues bien todo lo dicho anteriormente, y lo que se podría decir, no hubiera sido posible sin la estrecha colaboración de la desidia -inconsciente o interesada- de los órganos controladores, desde Hacienda al Banco de España o la CNMV. Sólo desde la dejadez de sus funciones, desde la incompetencia, es posible que florezca tanta corrupción. Los pícaros del Siglo de Oro ejercitaban su imaginación y reflejos mentales para sobrevivir. Los de hoy no necesitan ni la una ni los otros para enriquecerse: les basta con tener un amigo, un colega, con el que compartir copas, cenas y risas en el Logroño de finales de los años 70 del siglo pasado.